El guante dorado
'El monstruo de St.Pauli', del alemán Fatih Akin, retrata sin adornos ni moralinas la vida de un asesino en serie que no tiene conciencia de nada de lo que hace
10 marzo, 2021 00:00El alemán de origen turco Fatih Akin (Hamburgo, 1973) es un cineasta irregular, pero no errático: los extremos de la conducta humana son siempre el elemento central de sus ficciones, que unas veces salen bien (Contra la pared, Oso de Oro en el festival de Berlín de 2004, o Al otro lado, 2007) y otras no tanto (les ahorraré sus, para mí, obras menores). Para la crítica española, su más reciente película, El monstruo de St. Pauli (Der goldene handschuh, 2019), estaría entre las segundas, pero uno, que es muy suyo, la incluye entre las primeras tras haberla visto en Filmin, que es donde se ha estrenado directamente porque lo de pasar por las salas de arte y ensayo es algo que cada vez se estila menos en nuestro país y nuestra época.¡
Para el crítico del diario El país, El monstruo de St. Pauli es sordidez en estado puro y no se aprecia la menor intención moral en su autor, pero en mi opinión es precisamente eso lo que la hace interesante. Basada en un caso real, el de un alcohólico más feo que pegar a un padre que asesinó a cuatro prostitutas de edad provecta en el Hamburgo de la primera mitad de los años 70, El monstruo de St. Pauli no es, evidentemente, la típica película de asesinos en serie. No hay aquí un policía pundonoroso que dedique todo su tiempo a intentar detener al asesino. Tal vez porque no estamos ante un thriller al uso, sino ante un retrato hiperrealista del crimen, el alcoholismo, la pobreza y la locura más cercano a Fiodor Dostoievski, a las primeras cintas de Rainer Werner Fassbinder y a las imágenes distorsionadas de los cuadros de Francis Bacon.
Esos tres nombres me vinieron a la cabeza mientras veía esta película incómoda de mirar, pero que aporta un nuevo punto de vista a la figura del asesino en serie, quien, en este caso, no tiene conciencia de serlo, probablemente porque no tiene conciencia de nada al pasarse los días borracho y soñando con mujeres que, caso de cruzarse con él, no se tomarían ni la molestia de escupirle.
Momentos de humor negro
Salvo algunas secuencias rodadas en exteriores, la acción se concentra en el cochambroso apartamento de Fritz Honka (Jonas Dassler, convenientemente afeado para la ocasión), decorado con fotos de mujeres desnudas recortadas de revistas pornográficas, sucio a más no poder y emitiendo el pestilente olor de los restos de cadáveres que el asesino oculta de forma chapucera tras un agujero practicado en la pared del salón. A ese zulo inmundo se trae Fritz a las prostitutas viejas, borrachas y medio locas que se cruza en su lugar habitual de esparcimiento, el bar de St. Pauli, el barrio chino de Hamburgo, Der goldene handschuh (El guante dorado), que es la otra localización principal del largometraje, un tugurio infecto trufado de piltrafas del arroyo, entre las que destaca Soldado Norbert (Dirk Böhling), siniestro ex oficial de las SS. La vida de Fritz se desarrolla entre estos dos lugares de ensueño, mientras piensa en Petra (Greta Sophie Schmidt) una adolescente rubia a la que un día le encendió el cigarrillo en plena calle y que acabará librándose por los pelos de ser la quinta víctima del tarado. En su casa, Fritz solo recibe a las furcias que acabarán descuartizadas y al idiota de su hermano Siggi (Marc Hosemann), un dipsómano recalcitrante que siempre se queja de lo mal que huele, pero nunca pone en duda la explicación de Fritz, según la cual, la culpa del pestazo la tienen los griegos del piso de arriba con las porquerías que cocinan.
Aunque intuimos que la infancia de Fritz y Siggi fue un espanto, Akin no se molesta en ir más allá de insinuarlo. El director y guionista se limita a mostrar la vida cotidiana de un sujeto acomplejado por su fealdad al que solo le falta recurrir al alcohol para convertirse en un monstruo (a destacar las canciones cursis que escucha, elegidas concienzudamente entre lo peor del pop alemán de la época y que son una parte fundamental de la trama). Como sucede a veces en Dostoievski (y también en Fassbinder), hay aquí momentos de un humor negro y puede que no del todo voluntario que acaba de otorgar a la película su condición de interesante rareza. Puede que, de vez en cuando, te preguntes a donde te lleva Akin con esta especie de documento notarial filmado, pero no puedes apartar los ojos de la pantalla. Y no, no hay moralina de ningún tipo, solo lo que parece el fiel registro de una vida horrible en un entorno deprimente. Nada que ver, pues, con los productos americanos sobre serial killers, y sí mucha reflexión sobre personas con las que la vida se ha cebado, presentadas tal como son, sin ponerlas de vuelta y media ni sobreactuar tampoco con la compasión.
Me consta que el crimen sórdido, la locura y el alcoholismo pueden no ser las mejores compañías a la hora de sentarse ante el televisor, pero El monstruo de St. Pauli tiene unas cualidades hipnóticas que conmigo funcionaron. No sé si con ustedes también. Si la ven y les repugna, como al crítico de El País, sepan que se admiten insultos.