Por un satanismo constitucional
El documental 'Hail Satan?' ('¿Salve Satanás?') se centra en una secta reciente llamada fundada por un tipo muy correcto y educado que se presenta como Lucien Greaves
24 febrero, 2021 00:00Como todos sabemos, el mundo está controlado por una red de satanistas pedófilos --comandados por Hillary Clinton y Joe Biden-- que se reúnen en el sótano de una pizzería de Washington cuya localización no ha sido aún desvelada. O eso creen los iluminados de QAnon, el sector más majareta de la extrema derecha norteamericana, devoto de Donald Trump, que estaba detrás del ataque al Capitolio por parte de los Búfalos Mojados. Lo cierto es que en Estados Unidos siempre ha habido satanistas --algunos, inofensivos; otros, dementes y peligrosos--, pero nunca han llegado a controlar el mundo ni el país ni un triste condado. Durante años, el más famoso fue Anton Szandor Lavey (simpático mamarracho en la línea del inglés Alistair Crowley), quien, al frente de su peculiar iglesia, se las apañó muy bien para salir en los medios de comunicación y hacerse el malote con sus misas negras y demás payasadas satánicas que, en el peor de los casos, siempre encontraban un hueco en las páginas de The National Enquirer.
El documental de Filmin Hail Satan? (¿Salve Satanás?), dirigido por una mujer con nombre de canción de los Beatles, Penny Lane, se centra en lo que podríamos definir como Nuevo Satanismo Americano a través de una secta reciente llamada El Templo Satánico y fundada por un tipo muy correcto y educado que se presenta como Lucien Greaves, aunque él mismo reconoce que se trata de un seudónimo y que su nombre real lo conoce muy poca gente. A diferencia de LaVey, un tipo dado a las extravagancias y con cierta propensión a hacerse acreedor del más despiadado pitorreo, Greaves sostiene que se puede ser satanista y, al mismo tiempo, una persona respetable que defiende la constitución de los Estados Unidos y quiere a su nación como el que más. De hecho, Satán no importa mucho en su organización. Solo es una excusa, un ejemplo de disidencia, un modelo a seguir para todos aquellos que crean en la libertad de expresión y la igualdad de oportunidades. El Templo Satánico empezó con cuatro gatos, pero enseguida se extendió por todo el país, contando con sucursales en todos los estados. Evidentemente, se apuntaron todo tipo de frikis, devotos del heavy metal, inadaptados, resentidos sociales, gordos mórbidos y tontos del culo, pero también mucha gente aparentemente normal en busca de un sitio desde el que expresarse y combatir las injusticias que veían en su país y a las que nadie ponía coto.
La especialidad de Lucien Greaves fue burocratizar el satanismo, dedicando su organización a tocar las narices en parlamentos locales. En uno, aprovechando que se dedicaban unos minutos de cada sesión a la prédica religiosa, pidió ser incluido en la rotación como representante del satanismo (no lo logró, pero sí que se acabara con la costumbre de dar la tabarra con Dios en la casa del pueblo). En otro, solicitó instalar en el jardín una enorme estatua del demonio con dos tiernos infantes junto a una gran lápida con los Diez Mandamientos (tampoco lo consiguió, pero los Diez Mandamientos acabaron desapareciendo). Lucien Greaves es, bajo su excusa satánica, un peculiar campeón de la libertad de culto. Y, como dice uno de sus secuaces, ser satanista es mucho más divertido que ser ateo y te permite pertenecer a un grupo y sentirte menos solo en este mundo.
El principal problema de las nobles actividades del señor Greaves es que resultan, precisamente, un pelín aburridas. Puede que LaVey fuese un payaso, pero Greaves es un burócrata. Uno cree que el satanismo está obligado a dar un poco de espectáculo --sin exagerar, tampoco hace falta matar a nadie, con una misa negra de vez en cuando y un poco de desnudez y de sangre, aunque sea falsa, ya nos conformamos--, y el Templo de Satán se pasa la vida porfiando en los juzgados, tirando el dinero en abogados y hasta repartiendo ropa y comida entre los pobres, que ya es pasarse de blando cuando se supone que estás al servicio de Belcebú. Lo mismo pensó la audaz Jex Blackmore, jefa de la sucursal de la secta en Detroit y expulsada de ella por su insistencia en armar follón, enfrentarse a carcas y a policías, rodar unas misas negras bastante espectaculares con gente en bolas y bebiendo sangre (que en realidad era vino) y promover el asesinato de Donald Trump. Con gran dolor de su corazón, Greaves nos confiesa que tuvo que ponerla de patitas en la calle. Blackmore lo lamenta, pero no demasiado: aquello se estaba convirtiendo en un aburrimiento y ella se había metido a satanista para pasárselo bien.