Entre 1945 y 1973, su etapa de máximo apogeo, EEUU fue el gran espejo del mundo. Era la economía más grande del planeta, la principal potencia industrial, el líder tecnológico indiscutido, el país con un mayor porcentaje de clase media y el lugar donde mejor funcionaba el ascensor social.
Entre 1974 y 2019, EEUU ha continuado siendo la primera potencia económica. Las cifras muestran un lento declive, pues su participación en el PIB mundial (medida en dólares del año pasado) ha pasado del 29,1% al 24,4%. No obstante, un análisis más exhaustivo ofrece un peor diagnóstico de la situación actual del país.
Ya no es la nación más industrializada del mundo, el liderazgo tecnológico cada vez está más disputado con China, la clase medida ha sufrido un gran disminución, la pobreza ha aumentado en una elevada medida y la graduación en una de las mejores universidades ha dejado de ser garantía de un elevado salario y un gran porvenir profesional.
Las peores condiciones de vida, la decepción con los gobernantes y las escasas expectativas de una creciente proporción de la población las percibió Trump. Por eso, en su campaña electoral ofreció a los ciudadanos un cambio ilusionante, en lugar del más de lo mismo de Hillary Clinton.
Una de sus promesas consistió en volver al esplendor de antaño y la sintetizó en el lema Make American Great Again. No obstante, como todos los presidentes republicanos de las últimas cuatro décadas, las políticas de Trump fueron dirigidas a favorecer a una pequeña parte de la población: los más adinerados. Por tanto, sus medidas estrella fueron la disminución de los impuestos sobre la renta y de sociedades.
En dicho contexto, Biden debe decidir si pretende efectuar pequeños cambios en el país o una gran transformación. En otras palabras, si su presidencia será de transición o rupturista. La primera es la opción más cómoda, la segunda la más arriesgada. La inicial no revertirá el declive del país, la última puede hacerlo.
Una presidencia de transición la realizó Clinton. Fue un mandatario demócrata, pero ejercicio como un republicano “light”. Legisló más a favor de Wall Street que de las familias humildes y las clases medias y convirtió un déficit público del 4,5% del PIB en un superávit del 2,1%.
El último presidente rupturista fue Reagan. Una economía guiada por los principios keynesianos pasó a estarlo por los neoliberales. Entre sus prioridades estuvo la disminución de los impuestos, la reducción del gasto social, la consecución de una inflación muy baja y la desregulación de la actividad empresarial.
Si Biden escoge la primera alternativa, su presidencia estará caracterizada por un pequeño aumento del poder adquisitivo del salario mínimo, la reversión de las bajadas de impuestos de Trump, un escaso incremento del gasto social, la consecución de presupuestos equilibrados, la firma de un acuerdo con China que permita a EEUU reducir un poco su déficit comercial, el mantenimiento de los monopolios tecnológicos y el apoyo a la industria petrolera.
Si la opción elegida es la segunda, su primera actuación ha de ser un gran aumento del gasto público, superior a los 2,68 billones de dólares realizados entre marzo y abril, para salir definitivamente de la crisis generada por la Covid-19. El destino sería la salvación de empresas, la mejora de la remuneración de los desempleados, el aumento de los subsidios a las familias más pobres y de las ayudas destinadas a sufragar los gastos médicos de los enfermos afectados por el coronavirus.
En segundo lugar, debería conseguir disminuir una gran parte de la deuda pública actual (141,4 % del PIB en 2020) o convertirla en perpetua a un muy bajo tipo de interés (inferior al 0,5%). Con dicha finalidad, tendría que firmar un acuerdo con la Reserva Federal, quién desde finales de 2008 ha comprado de manera intermitente letras, bonos y obligaciones del país.
La anterior constituiría una medida pionera que reduciría notablemente su deuda por la condonación realizada o disminuiría notablemente los intereses anuales sufragados, al convertir a un inferior tipo medio la que posee el banco central. De esta manera, tendría más margen para incrementar el gasto público en los próximos años y sufragar todo su aumento mediante moderadas subidas de impuestos y alzas en la recaudación derivadas de un mayor crecimiento económico.
Una vez efectuadas las anteriores medidas, le convendría al país que la reducción de las desigualdades sociales fuera el eje vertebrador de la política económica de Biden, pues en 2019 EEUU tenía una peor distribución de la renta que algunos países de América Latina.
Mi consejo sería un elevado aumento del salario mínimo federal y la reedición, adaptada al siglo XXI, del programa de la Gran Sociedad del presidente Johnson (1964). Ésta fue la última gran actuación gubernamental destinada a reducir la pobreza. Constituyó un gran éxito, pues consiguió que los que la padecían pasaran del 23% al 12% de la población.
Desde julio de 2009, el salario mínimo federal asciende a 7,25 dólares/hora. Un aumento a 15 dólares/hora en 2026, tal y como propone Biden en su programa electoral, mejoraría sustancialmente el poder adquisitivo de los trabajadores menos cualificados.
El programa la Nueva Gran Sociedad comportaría un gran aumento del gasto social, especialmente en educación, sanidad y asistencia a las familias más vulnerables. También ayudaría a reducir la desigualdad de oportunidades que caracteriza en la actualidad a la sociedad norteamericana.
En el terreno empresarial, debería eliminar los monopolios de los que gozan algunas de las grandes tecnológicas y dividirlas en partes, tal y como se hizo en 1911 con la Standard Oil. La segmentación no perjudicaría la innovación tecnológica, sino que la incentivaría al existir un mayor número de competidores y ninguno de ellos poseer un gran dominio del mercado.
Además, sería muy conveniente que favoreciera la progresiva sustitución de la industria del petróleo por la de las energías renovables y estimulara la creación de nuevas empresas fabricantes de productos sostenibles. También debería impulsar la realización de nuevas infraestructuras y la renovación de muchas de las actuales, pues la inversión pública en ellas durante los últimos 40 años ha sido mínima.
En definitiva, Biden debe decidir si quiere ser un presidente más o uno histórico. La mayoría pertenece a la primera clase y solo unos pocos como Roosevelt o Reagan a la segunda. Si opta por la última opción, tal y como se desprende de su programa, puede revertir el declive de EEUU, trasladar al baúl de los recuerdos al neoliberalismo y mejorar la vida de muchos de sus ciudadanos. No le será fácil de conseguir.
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