Jean Claude Carrière
El compadre de Buñuel
El escritor francés Jean Claude Carrière (Colombières-sur-Orb, 1931 – París, 2021) empezó como novelista, pero alcanzó justa fama como guionista cinematográfico. Aunque trabajó con muchos directores, su nombre va unido a perpetuidad al de Luís Buñuel, a quien llamaba siempre Don Luís y con el que fabricó un buen número de obras maestras: Diario de una camarera (1964), Belle de jour (1967), La Vía Láctea (1969), El discreto encanto de la burguesía (1972), El fantasma de la libertad (1974) o Ese oscuro objeto del deseo (1977). Otros dos cineastas españoles disfrutaron también de sus servicios, como Luís García Berlanga (Tamaño natural) y Fernando Trueba (El artista y la modelo). Como adaptador de textos ajenos, cabe destacar su labor al llevar a la gran pantalla a Milan Kundera (La insoportable levedad del ser), Gunter Grass (El tambor de hojalata) o Edmond Rostand (Cyrano de Bergerac).
Carrière es de los pocos guionistas que se han hecho notar en la historia del cine, donde siempre es el director quien se lleva el gato el agua (o la película al éxito). En ese sentido, es como nuestro Rafael Azcona, y al igual que él, sus colaboradores visuales siempre destacaron lo fácil y cómodo que resultaba tenerlo a bordo a la hora de explicar una historia que, por sí solos, tal vez no habrían sabido llevar a un resultado tan espléndido.
Como el bajista en un grupo de rock -que, si está, no te enteras, pero si no está, lo echas de menos-, el guionista cinematográfico es un personaje fundamental al que nunca se ha prestado la atención debida (¿Taxi driver es una película de Martin Scorsese o de Paul Schrader?). Algunos consiguen que se les tenga en cuenta, pero siempre han sido y siguen siendo los menos. Destacar en ese sector tan ingrato requiere, además de talento, una notable capacidad de adaptación al socio del momento, grandes dosis de humildad y una admirable capacidad de servicio, ya que, hagas lo que hagas, los honores o los abucheos se los va a llevar otro.
Por otra parte, que un artista consagrado se fije en ti y te elija para (casi) todos sus proyectos, te acaba otorgando sobre él una especie de autoridad literaria y moral que termina por conferirte un aura de santidad. En ese sentido, el trabajo de Carrière con Buñuel adquiere características de simbiosis, pues nuestro hombre, además de los guiones, fue quien acabó escribiendo las memorias del genio baturro, Mi último suspiro, tal vez porque lo conocía mejor que él a sí mismo, o porque sabía encontrar las palabras y la estructura que a don Luís se le escapaban.
Con su fallecimiento termina también una cierta saga de fabricantes en la sombra de grandes películas que nunca quisieron dar el salto a la dirección, algo a veces inevitable y a menudo una muestra de ego desbordado. El buen Jean Claude supo estar siempre en su sitio, echándole una mano a los cineastas y contribuyendo al esplendor de su obra. Tenía fama de ser una persona buena, discreta y afectuosa -así lo describía Trueba en un reciente artículo en El País- con la que daba gusto trabajar porque siempre encontraba una solución para un problema narrativo y porque, en los momentos de descanso, era un placer ir a comer o a tomarse una copa con él. Puede descansar en paz, con la satisfacción del deber cumplido.