La película catalana de Pablo Llorca
El cine urgente y crítico del director madrileño retrata la España clasista en ’La fiesta no es para feos’, un drama familiar ambientado en el seno de la alta burguesía catalana
3 febrero, 2021 00:10En nuestro calendario cinéfilo, la cita anual con el cineasta madrileño Pablo Llorca es uno de los placeres ineludibles. Lo seguimos desde aquellas primeras y estilizadas películas –Jardines colgantes (1993), Todas hieren (1997)– que, ya a contracorriente del cine patrio, administraban una rara elegancia bressoniana, un sutil y fino humor vertido dentro de atmósferas fantásticas. Luego, este demiurgo abandonó el acuario aristocratizante y, en el inexorable vaivén que el péndulo del cine produce entre Méliès y Lumière, fue poco a poco aterrizando, aplicándose en los contextos realistas, perdiéndole el respeto a la técnica –La espalda de Dios, ya rodada en digital, aún se pudo ver en cines de provincias–, para más tarde, alcanzada la velocidad de crucero creativa, desaparecer hasta de los márgenes de esa misma industria, para mostrar sus películas en contadas ocasiones y distribuirlas a través de la venta de DVDs.
Una de las pocas alegrías que nos daba el Festival de Cine Europeo de Sevilla durante las últimas ediciones era traernos la película de Llorca. Y las últimas que vimos –Días de color naranja, Ternura y la tercera persona o El viaje a Kioto– mantenían inalterables nuestro interés y asombro: nadie hacía nada parecido entre nosotros, nadie filmaba esos rostros, esos barrios, esos bares, esas casas; nadie reflejaba el mundo de esas personas (más o menos desclasadas o arrinconadas) a las que, sin embargo, se suelen referir los discursos ideológicos superficiales y el caudal informativo diario: la gente. Sólo otro estajanovista feraz y desacomplejado, el argentino José Celestino Campusano en los abigarrados suburbios de Buenos Aires, se le podría comparar en brío imaginativo y deseo de renovar el patrón humano que resulta digno de una ficción. Ambos, al decir de Agee, elogian en su cine a sus particulares hombres famosos.
Fue a partir de una de sus películas más arriesgadas, Uno de los dos no puede estar equivocado (2007), que comprendimos que con el paso del tiempo Llorca se había convertido en un estudio de cine, uno de serie B, donde un escaso número de colaboradores y una red de amigos y simpatizantes se conjuraban alrededor de un puñado de cuerpos inéditos y alguna que otra presencia reconocible –Luis Miguel Cintra, Pedro Casablanc, Israel Elejalde, Mario Gas…– para reivindicar el cine como arte de contar historias.
A eso nos referimos con la mención a aquel cine industrial hollywoodiense de estrecho presupuesto y mayores cotas de experimentación y libertad creativa: el cine de Llorca, a su manera, ha cuajado una marca de fábrica, una que manufactura películas frescas, desprejuiciadas, que hacen de la necesidad virtud, y en las que, gracias a la confianza en los efectos de una sutura entre planos que responde más a la gestión de una fe narrativa que a las leyes gramaticales de la verosimilitud, todo parece posible.
Pablo Llorca (Madrid, 1963)
En esta amalgama de géneros y tradiciones, donde lo alto y lo bajo, lo erudito y lo popular, se entremezclan según fórmulas impuras, hasta sus sugerentes títulos participan de esa heredad –Woman they almost lynched, Monkey on my back, Wake of the Red Witch, Among the living, The face behind the mask– donde la voluntad de relatar quiebra nuestras expectativas y las películas se abren en abismo, pelándose como cebollas, pero de piel muy dura, pues los inagotables cambios de ritmo y de registro que aquí se acogen no deshacen nunca un estrecho vínculo con lo real que tiene que ver, además de con los temas tratados, con el materialismo de base de estas producciones, con el largo y lento esfuerzo para ponerlas en pie.
La última película de Llorca, La fiesta no es para feos (2019), no llegó sin embargo al Festival de Sevilla, y la pudimos ver gracias al DVD que el cineasta había enviado a nuestro amigo y compañero Manuel Lombardo. Y eso que participaba de todas las características de fondo y forma que hemos detallado, igual de divertida y afilada que las anteriores, también brusca, desconsiderada con el ideario de perfección técnica al uso, como si a una de aquellas aventuras a trozos de Welles se le hubiera adosado la urgencia panfletaria de Fuller.
Curiosamente, se dejó de apostar por Llorca tras años de inquebrantable fidelidad –y, por lógica, de defensa de su peculiar artesanía– justo cuando el cineasta había armado un drama familiar ambientado en la alta burguesía catalana. No se trata aquí de oportunismo por parte del madrileño, ni éste es un film de tema, en caliente o para el debate tras los cansinos años del procés, sino de un largometraje cuyas muchas peripecias terminan por describir un clima moral: da a ver, en todo caso, esa serpiente que translucía a través de la fina membrana del huevo social, y bien valdría para cualquier otra geografía.
Aunque los Palau de La fiesta no es para feos recuerden, sobre todo por la corruptela finalmente desenmascarada, al clan Pujol –también ayuda a esto la fineza de la interpretación de los cabeza de familia por parte de Ramón Fontserè y Francesca Piñón, quienes, como la famosa pareja, tallan cada gesto, cada acento, resultándoles imposible pasar desapercibidos o camuflar sus verdaderos sentimientos–, lo que Llorca quiere proponer es un nuevo escenario para su mirada, irónica y desencantada, a la España clasista y fuertemente estratificada que se nos está quedando.
Así, en esta versión catalana del problema, los Palau son un clan naturalmente xenófobo e hipócrita, que maneja desde las alturas todo en su beneficio, caiga quien caiga. Cuando la tragedia les golpee –un aleteo de lo real disfrazado de azar de cine negro– y pierdan a una hija y a una nieta en un extraño accidente en una sinuosa carretera de un pueblecito cordobés, sólo confiarán en su propia investigación y hasta sabrán sacarle partido, a la larga, a la fatalidad; mientras, el espectador acompaña a Pere, el marido y padre de las víctimas, yerno malquerido y menospreciado por la familia, en su lenta liberación de un yugo, que, paradójicamente, no se hubiera levantado sin este drástico giro del destino.
No resultaría sencillo resumir toda la red argumental que teje la película porque en Llorca la predisposición narrativa asume la representación como un trasunto del mundo, como una propuesta de posibilidad, y ahí, en esa arena, todas las criaturas, como dejara dicho Renoir, tienen sus razones. Digamos que, en La fiesta no es para feos, la filiación clásica de Llorca –en el sentido norteamericano, pero también soviético– le permite que el puzzle de las partes (la familia rica y su prole mimada en paralelo al trabajo de la detective privada proletaria, madre soltera) aún anhelen el todo.
De ahí la fascinación, a veces nostálgica, que algunos tienen por el cineasta: aquí comparece un universo férreo y se atraviesa el espacio-tiempo sin más trazos que un bigote para atestiguar el cambio de época, lo importante es el mecanismo, la rueda que armoniza e interrelaciona los fragmentos con la totalidad una vez que el juego ha sido aceptado. Pero, junto al clásico, comparece inseparable su gemelo univitelino, el Llorca moderno, el filmador de fotos, el enamorado de la virtualidad de la impresión fija. Es una invitación a la verticalidad, como la de los más inspirados gimnastas, que ha terminado por devenir en un estilema que asalta sus películas: la toma frontal o la lenta panorámica por las instantáneas en un bar o, como aquí, en las paredes de la casa de campo, cada vez más solitaria, más désoeuvré, de los Palau.
Ahí donde el cine se piensa a sí mismo, donde reconoce el parentesco –el aire de familia, nunca mejor dicho– de la foto fija con el fotograma inerte que alimenta el efecto óptico inaugural de la alucinación de base, las películas de Llorca se sacuden su horizontalidad inquebrantable, esa idea de unidad férrea que mediante el abuso indiscriminado de incrustaciones mueve a los personajes por la geografía física y catódica de nuestro país, y asumen, momentáneamente, su condición de estadios de suspensión, esos aún-no, esos todavía-no, que dan noticia de un pasado que nunca pasa –aunque lo amenace la amnesia– y, lo más preciado, descontextualizan a las personas para darnos a ver una pizca de su belleza inalterable, singular, más allá de la vida y de la muerte, lejos de todo contexto.
Nadie hace películas como éstas en España. Nadie se atreve a tanto. Al final aquí, en la despedida de Pere ante su inminente jubilación de maestro, quizás por primera vez, al nombrarse a la Generación del 98, Llorca nos esté dando pistas –puede que a voces desesperadas, tal que un náufrago– de lo que atraviesa, subterráneamente, todo el edificio apurado y frágil que ha venido construyendo año a año, película a película. Podría ser; como uno ve, en la tortuga antediluviana de la casa de campo, bello tropo, a un país viejo y cansado, amenazado por el juego de los mismos perros con distintos collares, ya en manos de unas nuevas generaciones que, desde la inevitable desmemoria, construyen castillos en el aire mientras el arroyo fluye, sin más raíces que las que otorga el capital.