Nuria Vidal y las marcas de color
La artista madrileña, autora de la serie pictórica Rendición, busca abarcar el concepto de lo sublime en la naturaleza a partir de un lenguaje mínimo y con vocación ascética
Nuria Vidal (Madrid, 1967) expuso Rendición en la galería Fernández-Braso de Madrid, junto a obras de Soledad Sevilla, al año siguiente de mostrarla en el país vecino. La exposición deslumbró por el despliegue de talento a dos bandas. Compartían las artistas un deseo de abarcar lo sublime de la naturaleza a partir de un lenguaje mínimo. En el caso de Vidal, decididamente ascético. Es curioso que entre los comentarios sobre la pintora madrileña que circulaban en aquel momento se repitiese, en los mismos términos, la idea de que las suyas son piezas que nos llegan. Aun sumándonos al coro, habría que preguntarse por qué, cómo consiguió insuflarles vida no con el barro del Edén sino con unos materiales más parecidos al polvo volcánico del Lanzarote donde nacieron.
Vidal se formó en la Facultad de San Fernando y después en Roma y París. Considera su maestro a Ventó Ruiz, pintor de la generación de los 50 en cuyo taller entró en contacto con el arte que más la ha marcado. “Los juegos con la geometría”, dice, “me ayudaron a dar el salto a la no representación”. Hablaban de Cézanne, Morandi, Klee, Rothko: la confluencia de fondo y forma, la búsqueda personal a través del color, la dificultad de una abstracción pura.
“Primero me dedicaba a fraccionar, componía retículas para jugar con el ritmo de los colores. Luego aislé el fragmento y decidí abrirlo, ampliarlo al conjunto de la superficie”. Por esa ventana se veía un paisaje abstracto pero siempre con la idea detrás de un horizonte, una nube, o la línea del cielo romano desde el estudio. Al final quedó lo sensorial. Anish Kapoor, o el propio Rothko. La densidad de la pintura, las cualidades del soporte y el movimiento de la artista que presta su consciencia a la materia inerte.
La palabra rendición alude a la vez a sujetar —o sujetarse—, al dominio de alguien o algo y a producir o dar fruto. Vidal quiso imponer limitaciones a su intervención consciente. Se sujetó a un movimiento restringido, ejecutando una especie de danza que hacía correr la pintura y el agua sobre el papel, al girarlo o inclinarlo. Produjo así formas insulares o florales que no pretenden ser islas ni flores, y cuyos límites se diluyen o se marcan solos en un material capaz de reaccionar y guardar memoria de lo que le ha ocurrido.
La restricción es consustancial al arte. Imitar la realidad es restrictivo. Usar la perspectiva para crear ilusiones, todavía más. Cuando los artistas aspiraron a la mayor libertad, con el expresionismo abstracto, seguían sujetos al gesto, el color, y las dos dimensiones. En la misma época, además, también arrancó el apogeo del otro extremo. El arte conceptual, en circulación desde principios de siglo, limita la actividad creativa —en diversos grados— a elegir un objeto en lugar de construirlo. Los artistas, parece, necesitan atender a los límites de la experiencia propia, a las condiciones materiales que unen su trabajo al conjunto de lo real, para especular sobre aquello que no pueden experimentar en persona. Igual que Newton intuyó con la manzana la trayectoria de los cuerpos celestes.
Los nuevos trabajos de Vidal son, a primera vista, menos reservados. Los despliega uno tras otro para mostrárnoslos, livianos, sobre las paredes de su estudio del céntrico Argüelles. Archipiélagos y jardines que son puro resto del movimiento del cuerpo, como Rendición, pero esta vez dejando un rastro visible. De repente, las playas prístinas parecen haberse llenado de huellas. Donde el papel —que Vidal trabaja siempre húmedo y después deja secar para superponer la siguiente capa— revelaba bordes sucesivos, muy sutiles, ahora acumula una multitud de marcas, puntos de diferentes grosores, líneas que podrían, aisladas, revelar la presencia de la artista. El grafito, que solo ocasionalmente admitía algún tono acrílico, deja paso al color sin concesiones, contingente, reaparecido sin previo aviso: amarillo, morado, malva, azul, verde intenso.
“En realidad, no renuncio a ausentarme del cuadro”, explica, “Posiblemente es lo que me define. Se trata más bien de revisar el estado de ánimo, de pasar al acto. Busco la trama y la repetición, la superposición y la transparencia, para que al final se vea la huella del pulso —la pulsión—, pero no la huella de la mano”. La pintora sigue fiel a sus restricciones. Cada pieza es una hipótesis a la que no hubiera llegado sin esa conexión objetiva con el mundo que la guía. Una hipótesis cierta, o al menos bien encaminada.
Para comprobarlo no vale el lenguaje natural, porque el arte no es traducible. Pero sí podemos analizarla como una teoría cualquiera: cuanto mejor es, y mayor grado de verdad contiene, más difícil resulta modificar nada. Desmontando en la mente un trabajo de Vidal tenemos la misma sensación que cuando nos explicaban en el instituto un problema a cuya solución probablemente no hubiésemos sabido llegar solos. Todos los detalles tienen sentido. Quitando o añadiendo una huella, una veladura de color o un giro de muñeca, deja de funcionar el conjunto. La imagen se ve, de repente, demasiado obvia o demasiado oscura, demasiado gestual o alusiva en exceso.
Si alguien cree que las verdades de la ciencia requieren menos el concurso de la imaginación o aportan certidumbres más inamovibles, que piense otra vez en Newton. Lo que a él se le ocurrió gracias a una manzana, Einstein lo rebatió inspirado por un viaje en ascensor. No solo explicó por qué las predicciones basadas en Newton servían para construir un puente, sino por qué no servían para explorar el cosmos, y qué hacía falta para ese fin. Sus soluciones se verán también en el futuro superadas por un marco más amplio que explique una nueva porción de una realidad inabarcable.
La pintura de Vidal nos llega porque ilumina un rinconcito de esa realidad usando los mismos medios: la capacidad para elaborar conjeturas. Los bordes geográficos de sus imágenes nos comunican el movimiento del cuerpo que los originó y el de la pintura que le obligó a moverse, a su vez, al rodar por la superficie del papel; el temblor de las marcas de color no es el de la rama empujada por el viento sino el del pulso de las manos y la luz que late en su superficie. Lo que crea la artista de esa manera no es una isla, ni un jardín, sino algo incluso mejor: su posibilidad.