La querella de los colores
El profesor de la Universidad de Cambridge, John Gage, hace un extenso y apasionante recorrido por la historia del arte, la creación y la cultura en su ensayo Color y significado (Acantilado)
17 septiembre, 2023 19:00El color no ha sido todavía nombrado. En mayo-abril de 1874, en el Boulevard des Capucines de París, los impresionistas presentan la primera exposición del grupo, con obras de Claude Monet, Camille Pissarro, Edgar Degas, Pierre-Auguste Renoir o Berthe Morisot, entre otros. Pissarro recoge las mieles inesperadas de aquel triunfo absolutamente alternativo y alejado de la Academia de Arte, pero pronto se olvida de la deconstrucción óptica y se sumerge de nuevo en los bellos paisajes del Midí francés. Se aleja del fragor, pero nos deja auténticas perlas. Desde aquel día en el Boulevard, el color invade el mundo, sin desmerecer el pasado de Velázquez ni de Dante Gabriel Rossetti, un binomio que muestra la profundidad del Barroco y la fragilidad de la Hermandad Prerrafaelita.
Los cuarteles generales del color académico reciben el ataque de una guerrilla, compuesta por impresionistas y cubistas que marcan los siglos XX y XXI. Los nuevos vándalos, dispuestos a cosificar el figurativismo, saben que el color es la articulación apropiada para leer el dibujo, como la voz humana lo es para leer la escritura. Plasman que el color es fiel a sí mismo y que, a la vez, se siente eternamente desplazado, reducido a la anécdota entre telas y cinceles. Gustav Klimt llega a escribir que el color es un oropel, frente a la verdad radical de la pintura. Y un siglo más tarde, Rothko, en pleno expresionismo abstracto, presenta su Capilla de Houston, un recinto octogonal con paredes absolutamente negras, inspirada en la capilla de Rosario de Vence, de Niza, obra del gran fauvista, Henri Matisse.
La pintura no habla; solo evoca y emociona. Los fauvistas, por ejemplo, enfatizan la imposibilidad de usar el color natural, anterior a ellos, para representar algo y tan terrible, como la Batalla de Verdún. El matiz se ha convertido en un determinante del comportamiento humano. Las vanguardias han esperado casi cien años y se encuentran frente al chasco Jacques Derrida: el enemigo del color es la palabra; la cualidad cromática “no va más allá del texto y es incapaz de ampliar el campo del conocimiento”.
Y, sin embargo, la moderna antropología social deconstruye el color para someterlo, ante los ojos de todos; lo convierte en una entidad con lenguaje propio, con poder de modificar nuestra percepción y estado de ánimo. Este argumento psicologista proviene de la Teoría de los colores (1810), la conocida obra de Goethe, que se enfrenta al reduccionismo científico de Newton, en su libro Opticks (1704).
La historiografía solo ha aportado discursos sobre la cuestión del color. Por su parte, la filosofía obedece, si tenemos en cuenta las experiencias de Wittgenstein o de Arthur Schopenhauer, defensores de los seis únicos colores, fruto de la descomposición del blanco. Al comprobar que ha abierto un gran debate en toda Europa, el filósofo vienés zanja el asunto admitiendo la permanencia de los argumentos de Goethe o de Runge.
Poco después, los ases del brillo y del contraste, como Picasso o Matisse, lo rechazan abiertamente y lo mismo hacen los que surcan el abstracto, como Joan Miró o Gris. En aquel momento las manos del artista sustituyen a los pinceles y expresan el refocile creativo sobre la tela blanca. Tampoco lo acepta el extraordinario pintor Georges Seurat, teórico de la aplicación científica del color; este último, máximo exponente del neoimpresionismo, odia el pastel y defiende la división de los colores en puntos individuales, interrelacionados ópticamente.
Seurat inaugura el puntillismo. Sin apenas reconocerlo, aplica sobre el lienzo las leyes de la óptica del científico Ogden Rood, tal como expone John Gage, profesor de Arte en Cambridge, en su libro Color y significado (Acantilado). A Seurat le sigue de cerca Eugène Delacroix liderando a los impresionistas quienes nunca acaban de aceptar estos principios. Mucho después de muerto, Goethe sigue ahí: distingue los colores como la interacción entre la luz y la oscuridad; y asegura que el color es un grado de la oscuridad.
Ahora, por primera vez desde Leonardo, la pintura trata de captar la descomposición y recomposición de la luz, siguiendo, una técnica con la que Seurat realiza sus famosísimas telas, como la Torre Eiffel (1889) o Sena y la Grande Jatte en primavera. Así alumbra el arte contemporáneo, aunque por decirlo así, Seurat nunca ha tenido el gancho de Matisse para ser el padre de las nuevas tribus estéticas.
Cuando el azul de Kandinski recibe el influjo del cubismo de Picasso, acompañado por la letra de Gertrut Stein, el color sobrevive en imágenes casi intangibles, durante los años depresivos de la primera Gran Guerra, como ha ocurrido, siglos atrás, durante la persecución del arte lanzada por la Contrarreforma. Hay que retroceder trescientos años para reconocer la amplia Historia del concilio tridentino (1619), donde Paolo Sarpi, defiende la nitidez laicista de la Venecia coloreada, frente al blanco bipolar de Roma, bajo la seda púrpura de las telas cardenalicias.
Entonces, como ahora, la batalla por secularizar el color se libra frente a poderes absolutistas y ante sagrarios que no aceptan el cromatismo, más allá de sus retablos y hornacinas. El siglo pasado es testigo de que el fuego inquisidor puede quemar los libros, pero no las palabras, y de que las bombas pueden destruir artesonados, pero nunca el ingenio de los artistas. Son ellos, los artistas, quienes inventan lo que llevan dentro: el color. Así se lo pregunta, un día muy lejano, el mismo Séneca en El paraíso de los necios: “¿Por qué buscas en el exterior lo que debería estar dentro de ti?”
España descubre que el pensamiento puro se descompone bellamente en la poesía de Alberti, inspirada por la pintura reconfigurada de la mano de Goya, subconsciente de la nación: “A ti, sonoro, puro, quieto blando/incalculable al mar de la paleta,/ por quien la neta luz, la sombra neta/ en su transmutación pasan soñando”. La lucha entre el color y la palabra es eterna.
Aunque Nuccio Ordine, uno de los sabios de nuestro tiempo, fallecido hace poco, vindica el destino común de ambas materias: “La palabra y el color son armas silenciosas, hostigan, provocan revueltas, sacuden conciencias” (Los hombres no son islas. Acantilado). Es exacto, precisamente porque las palabras y el color no existen hasta que se materializan en la voz o en la paleta, a través del ojo humano.
Pese a lo que ven hoy sus visitantes, hay color en la Grecia antigua, cuando subir a la Hélade significa caminar entre tierras resecas de verdor pegado a las laderas. Las columnas y los frisos del Partenón desprenden el color elegido por sus artesanos para no quedarse ciegos bajo el sol. En el horizonte, el color profundo del Egeo ofrece la visión de un abismo cubierto de cristal de acero.
Hay casi tanto color almacenado en las ruinas del Peloponeso como en la Florencia de los Medici, desde el blanco del David hasta la amalgama que nos espera en el interior del Museo de los Uffici. En el período azul, Picasso pinta obras monocromáticas, bastante sombrías; más tarde, en el período rosa, utiliza tonos alegres como el rojo, el naranja y el rosa Tiépolo, así conocido como homenaje el rococó italiano, Giovanni Battista Tiepolo.
Así, se puede observar el contraste directo con el Azul anterior. Sin embargo, el azul de la tristeza, el verde de la alegría, el púrpura de la nobleza o el rojo de la ambición no se explican con facilidad más allá del estado de ánimo de su autor. Los pintores realizan la combinación de colores y matices; los científicos aluden a la fase newtoniana de la armonía cromática, que preexiste en la naturaleza. Ambos remiten al concepto de colores primarios.
La relación del color con otras artes resulta fascinante en un autor como John Cage. Rompe moldes; destaca el caso de Román Jakobson, vinculado al Círculo Lingüístico de Moscú, que concluyó que la letra E es de color verde o amarillo, en idiomas como el serbio, el checo o el ruso. Un bello logro de la sinestesia, considerada por los científicos una etapa precognitiva de la actividad neurálgica, cuando en realidad es una reacción súbita del compromiso en mentes creativas. Cuando entran en combustión los pintores y las almas exquisitas, la unión entre el matiz y la letra se convierte en una conquista pendiente del conocimiento. Este encuentro desborda en mucho la concomitancia entre la metáfora del novelista y la alegoría del poeta; entre la partitura matemática del compositor y el efecto del solista en el piano.
“Corresponde a la imaginación la tarea de abrir los ojos”; con este sencillo exhorto, Xavier de Maistre señaló el camino de encuentro en el que se fusionan la palabra, la música y el color. El color no se desgasta, pero es inmanente. Le ocurre lo misma que a la lengua: ambos son depósitos de imágenes acústicas y coloreadas sobre la piedra o el libro. Para poner un pie en la comprensión del color que no se ve, sirven las antiguas xilografías capaces de conservar el cromatismo del argumento que reflejan.
Además, el cruce entre el color y la palabra abre, de en par, las puertas de la sinestesia, en un sentido intergenérico. El amarillo sobre un cielo puntillista de Van Gogh, en La noche estrellada, puede ser un caso de paradoja de luz nocturna alumbrando un campo, cuando la tarde ha caído. El ejemplo mas fuerte del cruce de género se da en la Capilla Sixtina de Miguel Ángel, el encuentro del ogro filantrópico (en palabras de Octavio Paz) con la divinidad.
Durante siglos, la querella de los colores ha sobrevivido, enfrentando a la Royal Society con la Academia de Francia; el Renacimiento primero y después Descartes y Newton acercan las posiciones hasta la recopilación ecléctica. El arte contemporáneo ha movido el mundo de sitio al desgajar la creación de la Creación (de Dios). El filósofo holandés, Raoul Vaneigen, escribe, en los setenta, que “después de la revolución, nos quedan la aventura del espacio sideral y la aventura del amor”. Hoy nos consta sin embargo que el misterio del color todavía no se ha confesado; solo él sabe quién es.