Pablo Neruda, medio siglo más tarde
La voz del poeta chileno, Premio Nobel de Literatura, muerto hace 50 años, transita en una sucesión de libros llenos de hallazgos desde el lirismo y el surrealismo hacia la canción de gesta, incluidas sus derivaciones políticas
18 septiembre, 2023 15:23En Chile, este año 2023 se conmemoran dos acontecimientos luctuosos. El primero es el del final precipitado, por el golpe de Estado de Augusto Pinochet, del gobierno constitucional de Salvador Allende; el luto aquí procede de ese entierro violento de la democracia y, como corolario, del del propio Allende, recordado con su metralleta en el Palacio de la Moneda vendiendo cara la vida. El segundo momento fúnebre es el de la defunción, muy poco después de todo aquello, de un buen amigo del presidente que se inmoló: Pablo Neruda.
Pablo Neruda (1904-1973), seudónimo universal del hijo de un ferroviario de Temuco, allá por el patagónico sur de la capital Santiago, se llamaba Neftalí Reyes. Aún hoy no se ha dilucidado si en su muerte, producida en el hospital donde fue ingresado por un mal cáncer de próstata, intervino algún sicario de la recién impuesta dictadura, para precipitar un fin, envenenándolo, que, en cualquier caso, se veía cercano. El testimonio del chófer del poeta así lo indica, y se prometieron unas pruebas periciales, unos análisis biópsicos que si han dado un resultado, aún este no ha sido concluyente, a pesar de lo prometido. ¿Cuál fue la causa de la muerte?
La de la vida famosa de Neruda está, por el contrario, clara. Su celebérrima expansión por todo el mundo se debe al descubrimiento de la poesía, a que comenzó a escribirla siendo muy joven, vinculada al asombro ante la naturaleza y ante esa otra naturaleza no menos asombrosa: la de los cuerpos deseados de las muchachas de las que se enamoró, que, él lo confiesa, en su libro más conocido, Veinte poemas de amor y una canción desesperada (1924), son dos al menos.
Pero antes de esa breve colección Neruda ya acarreaba un buen fardo de versos, en la estela del tardomodernismo que también asoma en la poesía inicial de César Vallejo, a quien más tarde trataría. Y estalla, ya con una perfección asombrosa para la edad que tenía, estudiante aún, en su primer libro. 1923 es también el centenario de la publicación del volumen poético inaugural de Neruda, Crepusculario. A partir de ahí, la obra de Neruda fue un torrente imparable que habló prácticamente de todo y en diferentes maneras. Su poesía, llena de altibajos como la geografía de su país, que combina la cordillera de los Andes con la planicie árida del desierto de Atacama, la rugosidad de los picos australes con el campo hirsuto, tiene cumbres y a veces la domina el tedio. Y, sobre todo, es larga, muy larga, a imagen de su cartografía.
Los numerosos títulos tienen hitos que están ya en el grupo de los ocho miles de la poesía en español: Residencia en la tierra, Canto general, Los versos del capitán, Odas elementales (con tres copiosas entregas) y Cien sonetos de amor. Son muy distintos entre sí, y el segundo y el tercero de estos libros muy extensos. Pero en todos ellos hay maravillas (como en los más voluminosos también, a qué negarlo, bastante farfolla y repetición).
En Residencia en la tierra (1935, con añadidos anteriores y posteriores) hallamos al Neruda sacudido por el Oriente, en donde fue diplomático de poca monta, y que ante la imposibilidad de emplear, ante ese fogonazo, el discurso más o menos lineal, ordenado, de la poesía anterior, encuentra concomitancias con el surrealismo y lo irracional. ‘Barcarola’ es uno de los poemas más sobresalientes de la colección, con ese movimiento cíclico y como en espiral, país de las anáforas, pasión de los pliegues, obstinado catálogo de bucles. ‘Tango del viudo’, por su parte, recrea un episodio de acoso que sufrió el poeta por una obsesa que lo persiguió por aquellas latitudes, según él mismo contó después en su libro de memorias Confieso que he vivido (aparecido póstumamente en 1974 y con anotaciones que llegan prácticamente hasta el momento en que murió).
Tercera residencia (1947) incluye lo que fue libro exento, España en el corazón, donde Neruda reunió sus poemas sobre la Guerra Civil española (desde el mismo campo republicano al que prestó su apoyo Paz, aunque luego se apartara de las posiciones comunistas en las que fue compañero del chileno). Comunista hasta el final, con muy poca autocrítica, la última parte del volumen de Neruda está integrada por poemas ya manchados por el horror, el otro horror, de la Segunda Guerra Mundial, en la que él, por rojo, estuvo de parte del “padrecito” Stalin. Las residencias nerudianas, pues, tienen vitrales prodigiosos y cámaras de los horrores. Habrá que reconocer ambas cosas y dejarse de una vez de hemiplejias estéticas o políticas.
Neruda quiso pasar de la lírica que arraigó en su primera poesía a una épica que se manifestó en su lucha escrita contra el nazismo, el imperialismo, el capitalismo. Fue un cantor de América, del continente sufrido que va desde más allá del Río Bravo al canal Beagle. Admirador de Whitman, zumba muy justificadamente a los estadounidenses ricos y su exacción nefasta de los recursos naturales de países que tomaron como dominios. Igualmente fue muy duro con los españoles que con la cruz y la espada conquistaron aquellas tierras. El Canto general (1950) es un muy acerbo panfleto que no carece, no obstante, de molestas verdades. Indignado, le respondió Leopoldo Panero en Canto personal (1953).
Se tomó eso de descabezar prohombres y laureadas gestas como una misión a la que estaba llamado, con celo ardiente. Y enumeró pillajes, violaciones, hipocresías y el tétrico arcoíris de la injusticia en sus mil tonos del negro. En él, la Leyenda Negra se hace certeza de Materialismo Histórico. No hay episodio de aquellos virreinatos que no lleve a sus versos, hasta el punto de que en cierta ocasión se pregunta: “Mientras escribo mi mano izquierda me reprocha. / Me dice: por qué los nombras, qué son, qué significan? / Por qué no los dejaste en su anónimo lodo / de invierno, en ese lodo que orinan los caballos?” (sí, a Neruda le dio por eliminar los signos de exclamación e interrogación al inicio de frase).
No solo los conquistadores embadurnaron estos poemas. También hay una amplia sección dedicada a “Los libertadores”, reales o ficticios. Y sobre las oligarquías, los sufridos obreros y campesinos, en una cansina galería de villanos y héroes. Pero ahí está igualmente ‘Alturas de Machu Picchu’, que le valió una medalla del Perú, y muy buenos momentos poéticos que se sobreponen a ese mal que siempre acecha a Neruda, la facilidad, y ese otro que se alía a ella: la intencionalidad política de un militante y propagandista del Partido Comunista, con una venda en los ojos que solo se quitó cuando el XX Congreso dijo que había que abrir los ojos (con gafas impuestas, no menos inservibles para la visión independiente que debe tener un artista, un pensador, un intelectual).
Los versos del capitán tienen una curiosa historia: se publicaron anónimamente en Nápoles, en 1952, durante una estancia italiana del poeta, quien aún casado con Delia del Carril, no quiso desvelar su relación, patente en el libro, con Matilde Urrutia. Enamorado, Neruda vuelve aquí a la expresión colindante con lo cursi de un quinceañero, pero como escribió Pessoa aunque las cartas de amor sean ridículas al final los únicos ridículos son quienes no escriben cartas de amor. De este libro inicialmente apócrifo son los versos: “Quítame el pan, si quieres, / quítame el aire, pero / no me quites la risa”. La isla a la que se refiere una y otra vez no es la de Isla Negra, en Chile, donde construyó una de sus casas, sino la de Capri (a la que se retiró Tiberio, circunstancia que inspiró a Luis Cernuda su poema ‘El César’).
En el repertorio de las cosas sencillas se fijan las Odas elementales (1954). Podríamos glosar aquí su intención, pero ya la dejó dicha el mismo Neruda (solo cabe decir que algunas de ellas son particularmente maravillosas): “Quise redescribir muchas cosas ya cantadas, dichas y redichas. Mi punto de partida deliberado debía ser el del niño que emprende, chupándose el lápiz, una composición obligatoria sobre el sol, el pizarrón, el reloj o la familia humana”. Y como él añade, ningún tema quedó fuera de su órbita, aunque en lo formal fue una órbita no redonda sino oblonga, oblonguísima: con la brevedad de los versos en consonancia con la humildad de los temas y la sencillez estilística. Arte menor para el hombre común, para el pueblo.
De los títulos entresacados como los más destacados (con todas las arbitrariedades que esto entraña) de Neruda, Cien sonetos de amor (1959 en edición privada, y ya abiertamente en 1977) es una cumbre de la poesía amorosa. En verso blanco que oscila entre el endecasílabo y el alejandrino más otras combinaciones, sin rima y restándole brillo (veros “de madera”, dice su autor), Neruda vuelve a loar a Urrutia y a aquilatar su amor por ella en algunas de las que constituyen sus páginas más emocionantes, como la que inscrito lleva el soneto XVII: “tan cerca que tu mano sobre mi pechos es mía, / tan cerca que se cierran tus ojos con mi sueño”.
No acaba aquí, por supuesto, la poesía de Pablo Neruda, pero lo más sustancial ya estaba escrito. Su poesía completa abarca cinco volúmenes que estaban en proceso de reedición, con novedades, por la barcelonesa Seix Barral, su casa de siempre en España, pero que han quedado inexplicablemente interrumpidos tras el segundo. ¿Llegará a tiempo a cubrir la totalidad de estos versos y prosas para la efeméride, ya inminente, del 23 de septiembre? En cualquier caso, otro importante volumen nerudiano figura en el catálogo de la editorial: el ya mencionado Confieso que he vivido, que aporta textos inéditos y varios apéndices.
En él se sigue la vida del poeta contada por él mismo, muy interesadamente y con significativas lagunas, pero en narración siempre plena de hallazgos verbales y de perspicaces observaciones de gentes y viajes, con excelentes estampas de escritores y políticos (de Gabriela Mistral a Fidel Castro) que se entreveran entre las peripecias de su vida personal. No faltan, tampoco, noticias sobre su poesía y la escritura de sus libros.
En Confieso que he vivido refiere Neruda su iniciación sexual y sus primeros escarceos, que curiosamente fueron siempre instigados por chicas y mujeres, pues fueron ellas las que, de creerle, le metieron mano. Pero muchos años después del fallecimiento de ese cuerpo que gozó y del que gozaron, la doctrina bienpensante ha querido juzgarlo con efectos retroactivos por un lance que no tuvo nada de amoroso sino de satisfacción carnal y que a ojos de hoy puede, desde la hipersensibilizada perspectiva actual, considerarse imperdonable abuso si no flagrante violación.
El propio Neruda se muestra abochornado al referir cómo yació en Ceilán con esa sirvienta convertida en estatua apática. Pero la pregunta alzada frente a las acusaciones es: ¿se puede juzgar un supuesto hecho de hace casi un siglo, que estaría más que prescrito y del que no hay más testimonio que el vago y no siempre creíble del victimario, que sabemos que miente cuando le interesa (aunque aquí, claro está le perjudica)?
Sea como fuere, el feminismo radical y woke ha manchado a conciencia la reputación de Neruda, agregando a ese vilipendio, y desde la más simplista de las lecturas, la idea de que el poeta cosificó a las mujeres hasta el punto de ver (¡hay que ser miope!) que en el millones de veces repetido verso “Me gustas cuando callas porque estás como ausente” (sin leerse el resto del poema o tener idea del contexto) hay un tic heteropatriarcal que exige que la mujer esté calladita y sumisa. En fin.
Tampoco ha ayudado a la buena imagen hodierna de Neruda que fuera un mujeriego o que abandonara a su hija aquejada de hidrocefalia. Es el debate de siempre entre moral y arte. Lo curioso es que un puñado de injusticias cometidas contra algunas mujeres ha eclipsado las que infligió a otros hombres y, sobre todo, su complicidad de décadas con los regímenes genocidas de la URSS y de la China de Mao. Cuando se le llenaba la boca con la palabra paz, los tanques rusos aplastaban por ejemplo Budapest o Praga (la ciudad del escritor del que adoptó su nom de plume).
Menos la del totalitarismo de izquierdas, cualquier vileza pasada mueve hoy molino y, si a este se lo toma por gigante, mejor que mejor, como hizo Don Quijote. Son tiempos de linchamiento, el pan nuestro de cada día es la cancelación. Para complicar las cosas en su caso, y estorbando la conclusión de su Poesía completa, está otro episodio del que fue víctima –donde las dan, las toman– Matilde Urrutia.
Es conocido rumor, que algún día quizá deje de serlo, que la sobrina política de Neruda, Alicia Urrutia, conserva un libro inédito de poemas que el futuro nobel le dedicó y que no ha sacado a la luz hasta la fecha por lo que de comprometedores tienen. Según Hernán Loyola, biógrafo de Neruda, además los libros La espada encendida (1970), y La rosa separada (1972) estarían dedicados a Alicia. Ese Álbum de Isla Negra, manuscrito y con dibujos, apareció en 2008, comprado por el coleccionista chileno Nuerildín Hermosilla. Pero los lectores aún no pueden acceder a él.
Sí están disponibles muchos otros libros de Neruda, así como varias obras que giran sobre él. Sin ir más lejos, las de su paisano Jorge Edwards, fallecido el pasado 17 de marzo y autor de Oh, Maligna (2019, sobre la estancia consular en Rangún y el viaje a Birmania) o Adiós, poeta (1990) acumulación de anécdotas que obtuvo el Premio Comillas de Biografía y Memorias. También chileno, Antonio Skármeta logró un gran éxito a finales del siglo pasado son su novela Ardiente paciencia, convertida luego en largometraje, El cartero de Neruda. Mientras tanto, el aeropuerto de Santiago sigue sin recibir la denominación propuesta: Pablo Neruda. Y en respuesta al alejandrino amoroso, algunas muchachas espetan al cadáver, envenenado o no: “¡Neruda, cállate tú!”