Román Piña, narrador salvaje
El escritor acaba de publicar 'Una heroína intergaláctica', las memorias de un joven delincuente de catorce años, con un preciso estilo quirúrgico
12 agosto, 2023 19:00Es un buen momento para escribir sobre la trayectoria narrativa de Román Piña, porque acaba de publicar Una heroína intergaláctica, las memorias de un joven delincuente de catorce años. Ya van nueve novelas desde que publicó Las ingles celestes (1997) y quizás sea la hora de empezar a llegar a alguna conclusión clara sobre esta colección de narraciones crudas y dolientes.
Sin ser exactamente un escritor expresionista, Piña practica la cirugía narrativa con extraordinario pulso quirúrgico. Yo diría que podríamos emparentar a Piña con Michel Houellebecq, por una parte, y con su hermano hispánico Daniel Ruiz García, quien trabaja con la ironía y la crueldad de manera parecida. Me consta que no sólo son escritores afines sino que además se conocen y se han tratado alguna vez.
De quien parece beber más es de Cela y Umbral: esta picaresca trágica, esa recuperación de la España kinki de la que bebe Una heroína intergaláctica encajan con todas estas afinidades electivas. Piña también es poeta y esta doble vocación se nota, aunque no encontremos en sus páginas una poesía blanqueada, sistemática, bienpensante o prístina: Piña es un escritor marcadamente sucio, nostálgico, metido hasta las cejas en el fango de lo humano, en el sexo malo y el poder triunfante. Piña escribe sobre hombres destrozados, perdedores, terroristas, incomprendidos, pervertidos y resentidos. Su obra no es postmoderna, sino antimoderna, punk y reivindicadora del amor desnudo y las contradicciones del vivir.
No sé si alguien se ha dado cuenta pero puestas una al lado de otra, algunas de sus novelas forman un friso de la vida mallorquina bastante aproximado, más bien negro y realista. Piña es amoral y crudo, como el mundo circundante, y por eso en esta ocasión nos explica la vida de un ladronzuelo enamoradizo. Cuando explico en público a un filósofo o a un ensayista, me gusta decir que en la trayectoria de un escritor siempre encontramos su obra más famosa, su obra más importante y luego la que más me gusta.
Por este orden, yo diría que la más famosa es la que más vendió, Stradivarius Rex (2009), que es también la más ambiciosa y laberíntica; también diría que la más importante es Sacrificio (2015), con la que yo lo descubrí, por su originalidad y su fiereza, pero que Una heroína intergaláctica podría ser una suerte de culminación por la madurez que ha alcanzado esta prosa, tallada con una sabiduría tranquila no del todo habitual en un escritor tan desaforado como Piña. Yo diría que el realismo de barrio le ha sentado bien.
Es posible que un dato importante nos aporte una clave para entender esta madurez: de Una heroína intergaláctica existe publicada una versión anterior, titulada Som lletjos (2005); es posible que una revisión a fondo de ese texto haya favorecido el resultado final de la aportación más reciente.
Román Piña practica dos órdenes distintos de escritura narrativa: por un lado están sus novelas de la crueldad (Sacrificio; Un turista, un muerto), y por otro las de la compasión (Las ingles incandescentes, Una heroína intergaláctica). Puede escribir sobre la violencia y el sinsentido de nuestra sociedad, o puede explorar los orígenes del odio y el deseo de un modo más comprensivo.
Políticamente, nuestro autor odia a muerte los nacionalismos, se comería crudo a los corruptos, los aprovechados, los hipócritas, los que destrozan el litoral y los cobardes. Supongo que pseudoprogres, canceladores, neovictorianos y políticamente correctos han entendido ya que no deben acercarse ni en pintura a un libro de Román Piña: seguramente nos encontremos ante el escritor más cafre de las letras españolas actuales.
Una heroína intergaláctica yo diría que es su libro más redondo. No necesariamente el más ambicioso ni el más monumental, sí el más tierno y personal. Y también el más sereno: Piña ha encontrado una dirección pavesiana que podría explorar con acierto a partir de ahora. No entro a valorar las polémicas en las que se mete, poniendo dinamita a diestro y siniestro. Siendo un hombre clara y decididamente tierno y atento, su periodismo y su crítica parecidos a bulldozers con pinchos contrastan con su personalidad real; en eso es barojiano.
En su casa colecciona obras de excelentes narradores que, por la razón que fuese, se quedaron en la cuneta de la historia, con la trayectoria truncada o instalados en el desánimo. A Román Piña le sabe mal que exista el desánimo, así como al joven delincuente de esta su última novela le parece intolerable vivir sin ilusiones.
Es un justiciero, un Charles Bronson en prosa. Pero, a la vez, se olvida la gorra en los restaurantes. Escribir y que existan y circulen entre nosotros libros valientes y distintos parece ser la pasión vital de este hombre (dejando aparte a su familia, por la que siente una insólita devoción). Piña es como Jorge Fuster, su querido delincuente protagonista: un soñador.
La justicia literaria es una de sus luchas fundamentales. Piña rinde culto a la belleza y al amor desde una posición parecida a la del francotirador. Para escribir sobre las pasiones que nos reviven y nos hacen estallar, Piña cree que uno ha de ponerse un pasamontañas, agarrar un fusil de asalto y convertirse en un terrorista literario. Su obra no tiene nada de pactista ni de neoclásico.
El proyecto editorial de su vida, Sloper, tiene también ese sentido vanguardista y mamporrero; Sloper (que cuenta con una amplia prehistoria en la revista y editorial La Bolsa de Pipas) es la casa de los outsiders, el refugio de la gente rara, de los escritores que por alguna extraña razón siguen creyendo en la literatura. O quizá sea una extraña plataforma contracultural que haya logrado sobrevivir desde los años de la mercantilización exagerada. No es casualidad que Una heroína intergaláctica tenga medio idealizados los años ochenta, los años terribles en los que aún se vivía con cierto primitivismo y algunos restos de ingenuidad.
Hay que seguir creyendo en esa justicia, porque necesitamos a esos creadores libres a quienes se les vaya la olla. Y a Román se le va mucho, pero mucho, la olla. Ese valor de narrador incontrolado no se lo puede discutir nadie. Cuanto más alto se sitúe como francotirador, más lejos llegará su obra, como se acaba de comprobar.