Una página de 'El fuego' de David Rubin / ASTIBERRI

Una página de 'El fuego' de David Rubin / ASTIBERRI

Artes

El Apocalipsis de fuego

David Rubín explora con maestría el género de la distopía ilustrada en 'El fuego' a partir de la narración de una catástrofe que obliga al hombre a colonizar la luna para salvar a la humanidad

30 mayo, 2023 15:50

Que una historia sobre el Apocalipsis termine con el legado que un padre le transmite a su hijo puede parecer una contradicción, cuando no una paradoja, pero una de las magias de El fuego, la última obra de David Rubín, es conseguir que esta combinación parezca algo natural. Pero no adelantemos acontecimientos, empecemos por el principio.El fuego relata dos cuentas atrás paralelas: la de la humanidad en el planeta tierra y la de la vida de un arquitecto.

El planeta tierra está casi condenado por un meteorito que atraviesa el espacio a toda velocidad en una trayectoria que vuelve inevitable el impacto. El arquitecto está devorado por un tumor cerebral ante el que la ciencia (un poco más desarrollada en este mundo de ficción que en el nuestro) es impotente. Hay una conexión más profunda entre el meteorito y Alexander Yorba: nuestro arquitecto está construyendo una ciudad lunar donde los más ricos y poderosos podrán escapar del desastre.

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Esta conexión entre el meteorito y el arquitecto está expresada de manera visual en la primera secuencia: un despliegue paralelo de ambos nacimientos, el del pedrusco funesto en lo más profundo del espacio y el de Alexander Yorba gestándose en el vientre de su madre. Lo que sigue es un progresivo desvanecimiento del orden y de las esperanzas humanas en paralelo al hundimiento de la vida de Alexander Yorba. 

Antes de ser herido por el rayo de la enfermedad Yorba vivía enredado en un torbellino de drogas químicas y sexo adúltero. En su caída pierde a la familia, el trabajo, el prestigio, el respeto de los colegas, la seguridad y la tranquilidad económica, además, claro está de la salud (aunque amortigua el dolor con drogas especiales). Esta caída moral y de status va acompañada de un deterioro físico, de una transformación degradante donde Rubín le saca punta a un estilo de dibujo atento hasta la última arruga, que dibuja la carne como si estuviese surcada de tajos y perforaciones.

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Pero lo más relevante de El fuego es que su autor elige para cada sección de este descendimiento de Yorba una manera de narrar distinta, que varía dentro de la coherencia que le proporciona la gama rojiza de colores (y un estilo moroso de pasar seguir el movimiento silencioso de los personajes, como de western). Ya hemos comentado el montaje paralelo de la escena de arranque, pero también destacan el paseo de Yorba con su vieja amante por espaciosas páginas donde se replican las figuras sin necesidad de viñetas, la claustrofóbica conversación con su colega arquitecto (donde el texto amenaza con devorar los primeros planos dibujados), el último regreso a casa de un Yorba tan cercano al fantasma que parece capaz de atravesar la materia, o el grotesco expresionismo del metro rompiendo el asfalto como si fuese arena: una escena de impacto.

En todas estas secuencias el autor brilla un inspiradísimo inventor de sintaxis visuales, al que casi podemos ver sonreír a través del papel, detrás de cada hallazgo.

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Cuando alcanzamos el tramo final del tebeo la atmósfera de catástrofe planetaria y el lamentable estado de salud de nuestro protagonista se retroalimentan  (o se deprimen) mutuamente. Su condición de gemelos o espejos (solo que el pedrusco es inerte e inconsciente y nuestro científico sufre en su carne y en sus remordimientos) se vuelve más palpable que nunca.

Lo que sucede a continuación es complicado de explicar: ¿un milagro?, ¿una maravilla?, ¿la irrupción de lo radicalmente fantástico? Sea lo que sea Rubín lo expresa con viñetas que ocupan dos páginas (y donde el color se come o quema el dibujo) y el lector penetra en un estado de inversimilitud, incluso en el contexto de ciencia ficción en el que se ha desenvuelto hasta ese momento El Fuego.

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Lo asombroso es que, pasado el susto, las vibraciones de desconcierto se estabilizan y la escena inverosímil se atempera en un nuevo marco de verosimilitud: sin desmentir la ciencia ficción de inclinación realista en la que se ha desarrollado la historia hasta el momento el tebeo revela una faceta simbólica que altera el sentido de lo leído hasta el momento, proporcionándole una nueva capa de significado.

Sin dejar de ser lo que parecía (la purga de un hombre que ha quemado su vida dejándose arrastrar por los valores del neoliberalismo) El fuego arde ahora como una serie de consejos paternales, como un legado, como una guía para el futuro. Si el viaje apocalíptico es épico el inesperado final no sumerge en una concentrada nostalgia, emotiva.