Paul Klee y la naturaleza
La Fundación Miró acoge hasta el 12 de febrero una exposición monográfica que muestra los estrechos vínculos entre la obra del artista suizo y los motivos culturales de la Naturaleza
16 enero, 2023 19:30“Horrible es la forma. La forma es final y muerte. La formación es movimiento y acto. La formación es vida”. Esta frase de Paul Klee, extraída de una conferencia suya impartida en la Bauhaus sobre la enseñanza elemental de la creatividad (1924), podría resumir el espíritu de la estupenda exposición que la Fundación Miró de Barcelona dedica estos meses a la relación de la obra del pintor suizo con la naturaleza.
Klee, que parecía predestinado a esa observación –en alemán su apellido significa trébol–, supo aprovechar la enorme distancia que el conocimiento científico había abierto entre el hombre y el reino natural y superar los límites de la apariencia y la mímesis. Como él mismo dijo en un artículo titulado 'Caminos para el estudio de la naturaleza' (1923): “El artista de hoy es más que nunca una cámara perfeccionada, es más complicado, más rico y más espacial. Es una criatura en la Tierra, y una criatura dentro del todo, es decir, una criatura en una estrella entre las estrellas”.
El avance de la ciencia había investido al hombre moderno de una arrogancia inédita, una ilusión de dominio total que le había llevado a proclamarse, en palabras de Heidegger, “el señor de lo ente”. El arte, en cambio, a medida que fue perdiendo protagonismo e influencia como forma de representación de la verdad universal, se convirtió en un refugio de la humildad. El ojo de Klee, por así decirlo, se cuela en el laboratorio del científico, pero no para manipular sino para hacer visible lo invisible y transformar así nuestra concepción de lo vivo. “Todos los caminos se encuentran en el ojo”, sigue diciendo el pintor en el artículo mencionado, “y, transformados en forma desde este punto de encuentro, conducen a la síntesis de la visión exterior y la mirada interior.
A partir de este punto de encuentro, la mano conforma creaciones que se apartan totalmente de la imagen óptica de un objeto y que, sin embargo, desde el punto de vista de la totalidad, no la contradicen”. Frente a la reificación de lo existente en que muchas veces incurre la ciencia, por lo demás inevitable y necesaria, Klee se sitúa en la dimensión del movimiento, lo que explica su rechazo a la forma en favor de la formación (Formung). Gracias a ello, todo lo que habíamos extraviado en la racionalidad del cálculo y del análisis nos es devuelto en forma de inocencia. De ahí su intensidad espiritual.
Klee leyó atentamente la teoría de las metamorfosis de Goethe (“para poder ver la naturaleza viva tenemos que mantenernos flexibles y maleables, siguiendo el ejemplo que ella nos da”) y su actualización a principios del siglo XX en la obra de filósofos como Cassirer y Bergson o en la antroposofía de Rudolf Steiner, que también influyó mucho en Rilke. Es muy interesante observar cómo el pintor y el poeta –que fueron vecinos en Múnich– acusan el agotamiento de lo visible y se adentran por una misma senda sinestésica en la que el oído juega un papel fundamental. Hijo de músicos, violinista él mismo y casado con una pianista, Klee se pasó la vida investigando las correspondencias entre sonido y color, entre línea y melodía, tratando precisamente de captar la formación de la naturaleza en su totalidad.
Hay en la exposición de la Miró un cuadro asombroso titulado Vor dem Blitz (Antes del rayo, 1923) en el que simplemente se ven unas franjas verticales, enmarcadas arriba y abajo por dos tiras negras. Las franjas viran de un verde oscuro en los extremos a un amarillo que va palideciendo hacia un centro donde las líneas se curvan hasta formar una especie de clepsidra en cuyo punto de intersección hay dos flechas encontradas, una de las cuales, la superior, tiene justo encima un redondel morado. Hay a menudo en los cuadros de Klee círculos que unas veces representan a la luna y el sol y otras simplemente parecen símbolos de la totalidad de la fuerza natural, como es el caso aquí, donde el momento previo al rayo supone la captación no sólo de la intensidad lumínica del relámpago sino también de la oscuridad de la que procede así como del trueno que está a punto de oírse y del silencio que se hace justo antes. Es inevitable pensar en Heráclito: “Todo lo gobierna el rayo”.
La parte más impactante de la exposición es la última. Al final de su vida, Klee sufrió de esclerodermia, una rara enfermedad autoinmune que no se le diagnosticó hasta después de su muerte. Entre otros síntomas, empezó a padecer fuertes dolores en las articulaciones de la mano. A pesar de ello, siguió dibujando como pudo, a menudo con el dedo. De esa época datan algunas de sus piezas más turbadoras, como la serie de ángeles –no incluida en esta muestra– que pintó entonces obsesivamente. Son los suyos ángeles entreverados de humanidad, incluso de animalidad, en perpetua transformación, como hipóstasis de esa naturaleza que había observado a lo largo de su vida.
No sólo el célebre Angelus Novus, de una época anterior, sino sobre todo el Ángel a la escucha, Ángel en proceso, Ángel amado, Ángel todavía femenino, el emocionante e inagotable Ángel olvidadizo, la alegría del Ángel de campana. Todos parecen manifestaciones de esa inocencia que, a despecho del dolor, se negaba a traicionar. Como escribió Walter Benjamin en 'Agesilaus Santander': “El ángel se parece a todo lo que he perdido: hombres y cosas. El ángel habita en las cosas que ya no tengo, las hace transparentes, y detrás de cada una se me aparece él, para quien estaban pensadas”.
También Rilke, al final de su vida, volvió la mirada al ángel, al que nombró, junto a Orfeo, agente de la transformación ontológica que propuso en las Elegías de Duino y en los Sonetos. Su ángel aparece al principio como una criatura terrible que certifica la insalvable distancia entre el hombre y al divinidad para terminar siendo el custodio de la metamorfosis de lo visible en lo invisible, esa operación que sólo nosotros, los seres lingüísticos, somos capaces de hacer, dotando de espíritu a la naturaleza efímera y situando nuestra conciencia de muerte en el centro de su esplendor. En lugar de ser un instrumento de aniquilación sin fin, nuestra provisionalidad deviene una oportunidad para alumbrar y el ángel se convierte en la manifestación de una nueva alegría asertiva.
En la exposición está uno de los últimos cuadros de Klee, Dieser Stern lehrt beugen (Esta estrella enseña a inclinarse, 1940). Sobre un fondo azul se ven dos figuras humanas muy esquemáticas, dobladas, como arrastrándose. Arriba, separada por una severa línea vertical, brilla una estrella, otra vez el círculo de la totalidad. El inalcanzable orden estelar nos ayuda a entender la humillación porque también él está en nosotros. Las estrellas, como dirá Paul Celan, son una creación del hombre. En las dos últimas Elegías, Rilke también levanta la mirada al firmamento como una manera de afirmar la tierra, el suelo, la patria de las lamentaciones, la ciudad del dolor. En el cosmos, dice el poeta, no somos más que unos principiantes. En cambio, estar aquí es maravilloso. “Y arriba las estrellas. Nuevas. Las estrellas de la tierra de las penas / que la lamentación nombra poco a poco”.