Caleidoscopio Mekas
Caja Negra publica ‘Destellos de belleza’, una heterogénea colección de fragmentos de la vida de un cineasta al que el Centro Gallego de la Imagen dedica una retrospectiva hasta febrero de 2023
15 enero, 2023 19:30Aunque Jonas Mekas pase por ser un cineasta emotivo, un poeta de lo cotidiano que nos hace partícipes de su intimidad y la de los suyos, su cine funciona, y la lección es palpable si se compara con la inmensa legión de los egocéntricos, dentro y fuera de la esfera del cine experimental, por las altas dosis de pensamiento que lo configuran como un esfuerzo ingente, desmedido, felizmente doloroso. Junto a Godard podría tratarse del gran melancólico del cine moderno, pues mientras sus películas nos adhieren a la vibración de ese presente vivo e irrepetible, su voz o su escritura nos recuerdan no sólo que “todo ya pasó” —lo que sería demasiado sencillo—, sino que todo lo exhibido, esa sucesión de pícnics, fiestas, paseos, reuniones, charlas… toda esa cotidianidad con familia, amigos, artistas e intelectuales fundamentales en el desarrollo de la escena artística del siglo XX, no debe verse únicamente como una home movie privilegiada.
No se trata sólo de recuerdos, sino de constatar que la memoria, el trabajo sobre la fragilidad documental, ya es imagen, y, por tanto, el lugar de un encuentro que las identidades —y bien poderosas que fueron las personalidades de la inmensa mayoría que atravesó el objetivo de su cámara Bólex— no pueden acaparar del todo. Así, si, como se dice, el cine de Mekas fue el de la mayor hospitalidad, lo fue debido al lugar privilegiado que se le otorga en él al espectador, quien, lejos del intercambiable espectáculo de lo doméstico y la fascinación por lo ajeno, seguía sus pistas para trascender la condición de voyeur y asumir el papel de testigo de una vida modélica, en el sentido de capacitada para revelar y señalar los vaivenes que puntúan cualquier existencia.
Este mismo rol cumple la literatura mekasiana, y, entre ella, estos Destellos de belleza que ahora se publican en español (Caja Negra) como otra suerte de autobiografía oblicua, como si el diario se filmara aquí por otros medios. Habrá imágenes (fotogramas, fotografías, recortes, dibujos, trazos…) y comparecerá la voz a posteriori de su cine fotoquímico, la que ponía en perspectiva lo vivido-filmado, junto a la letra impresa de sus reconocibles intertítulos, después de aquellas eliminaciones con las que el gran crítico Patrice Rollet jugaba colocándolas en vecindad de las paronomásicas iluminaciones rimbaudianas, que espigaban el bruto de imágenes rodadas y montadas dentro de la infatigable cámara del cineasta.
Igualmente, emergerá el Mekas narrador de la etapa videográfica: el parlanchín y cronista que repasa hitos de la época dorada del underground neoyorquino —la fundación de la Film-Makers’ Cooperative, también de su Cinematheque, luego Anthology Film Archives—, y sus protagonistas, la irrepetible fauna artística (Ken Jacobs, Maya Deren, Joseph Cornell, Barbara Rubin, Jack Smith, Peter Kubelka, Andy Warhol) a la que Mekas, fiel a su proceder memorialístico de raigambre proustiana, se encargó de engrandecer para que atravesara los siglos; procedimiento, asimismo, para mejor esfumarse entre las vivencias y poder contarse a través de esa verdadera admiración al prójimo que sólo alcanzan los más grandes.
El título original de esta gavilla de rememoraciones, A dance with Fred Astaire, nace de la primera anécdota recogida, que hace referencia al encuentro entre Mekas y Astaire a petición de Yoko Ono, quien deseaba filmarlos juntos, bailando, para la película Imagine. Allí, frente al gran bailarín que ejercitaba largo y tendido sus pasos, Mekas desoye los consejos y renuncia a ensayar los suyos, asumiendo eso que sabe y nos especifica: que el ejercicio metódico con el que el profesional perfila su arte es lo que acaba con el amateur, ése que sólo posee la gracia inimitable, el arrojo, la valentía inconsciente y temeraria.
Quizás aquí, en este pórtico del libro, se encuentre cifrado algo importante del quehacer mekasiano, la voluntad de mantenerse como intocado por la profesión —y nada más formateado e intercambiable que la mayoría del cine de vanguardia contemporáneo—, como si su curiosidad estética, de la que dan noticias tanto su intensa vida social alrededor de la escena artística norteamericana como la infatigable apuesta por conocer y defender a todo creador que se tomara en serio su medio de expresión, no interfiriera en su proceder, una vez que, allá por 1966, con Notes on the Circus, las actuaciones de los Ringling Brothers se transformaran en esa sucesión de bellas impresiones y éxtasis rítmicos con los que a partir de entonces identificaríamos la inimitable naturalidad de su cine.
Fue éste el momento del vislumbre y la paulatina adquisición de una auténtica lengua propia. Tras los vaivenes lingüísticos de la vida salvada de milagro, que llevaron a Jonas y a su hermano pequeño Adolfas de los campos de trabajo y de refugiados —tras la ocupación nazi, luego soviética, de su Lituania natal (experiencia que se narra en Ningún lugar a donde ir pero cuyos efectos también se nombran aquí en varios momentos)— a la emigración neoyorquina, y así del ruso al alemán y más tarde al inglés —lenguas medio aprendidas bajo imposiciones—, el cine se les apareció como una salvación, como la posibilidad de una nueva lengua al margen del resto, un flexible esperanto que no tardaría en devenir en nuevo espejismo, pues el severo peaje de las imposiciones gramaticales sobre el medio cinematográfico, extraídas de años de esquemas repetitivos y asumidas naturalizaciones, ya suponía una barrera prácticamente infranqueable.
Sería a partir de esa visita al circo filmada en varios días —aquí contada y cuyo resultado, la película arriba citada, haría las delicias de la parentela de Stan Brakhage, que, así son los niños, prefería mil veces más la experiencia filtrada a través de la mirada extática y el montaje vertiginoso proporcionados por Mekas que la que les podía ofrecer la morosa concatenación de las actuaciones circenses en directo—, que Mekas encontraría la manera de encauzar su sensibilidad y transmitir una Welstanschauung.
Si como la primera severidad wittgensteiniana adviertiera, los límites del lenguaje eran los límites del mundo, el cineasta ampliaba por un lado la sensorialidad del espectador —gracias al juego con las velocidades de rodaje y proyección, que colmaban la pulsión escópica con aquello que el ojo no ve— y, por otro, su capacidad mental y asociativa, ante la apertura de este cine a nuevas soluciones de continuidad que excedían la economía narrativa y generaban una gozosa plusvalía fruto del encauce vertical del montaje mediante repeticiones, sobreimpresiones o cortes bruscos.
El resto es historia o leyenda, aquellas películas —Diaries Notes and Sketches (1969), Reminiscences of a Journey to Lithuania (1972), Lost, Lost, Lost (1976), He stands in the desert counting the seconds of his life (1986), As I was moving ahead occasionally I saw brief glimpses of beauty (2000), Out-Takes from the life of a happy man (2012)— que, como decíamos, fueron perfeccionando la inextricable aleación de cotidianidad y rememoración con la que el cineasta construyó una especie de segunda vida desde la que expresarse y proyectarse a los demás.
Que la pregnancia del cine de Mekas tiene que ver, como la del cine clásico —formalizado en buena medida por expatriados europeos como fue el propio lituano—, con el mito lo supo explicar a la perfección Patrice Rollet, quien, en aquel estupendo episodio de CNT (Reminiscenses of Mekas, 2016) que Jacky Raynal dedicara al cineasta, resumiera con perspicacia la triple figura que Mekas había representado en su filmografía. Por un lado el motor de un Ulises lejos de una Ítaca cada vez más desdibujada y sin verdadero retorno posible (y que pronto dejaría de ser geográfica para apuntar al propio cine, ese hogar que tanto le costó construir). Por otro, Penélope, tejiendo sus films-diarios (aquellas tumbas poéticas aderezadas con huellas, con pedazos de vida de los amigos que iban desapareciendo, de Maciunas a Warhol o Frampton) mientras se espera a sí mismo.
Y, por último, Telémaco, quien crece en la ausencia y devuelve lo recibido, lo donado por las personas queridas. Es esta auténtica generosidad, un verdadero ejercicio de transmisión, lo que estructura estos Destellos de belleza, donde el efecto de la devolución nos convierte, como en su cine, en mirones afortunados de un día a día sin cronología en el que una página nos puede llevar al rodaje de Empire de Warhol, otra a una visita a Helen Levitt, a una hambrienta recepción con Anaïs Nin, a reminiscencias de Jerome Hill, Barbara Rubin o Georges Maciunas, a la inauguración del Invisible Cinema de Peter Kubelka o a un encuentro con la madre de Maya Deren.
De casi todo queda un arañazo: una foto, una cinta con cuatro fotogramas, un objeto cualquiera, noticias del particular proyecto archivístico de Mekas, quizás un antropólogo —justo así se define frente a Ricky Leacock— con vocación por acompañar y registra para la posteridad a aquellos que coloreaban la vida de la manera más intrépida y, a veces, desesperada, como el caso, aquí desarrollado, de Valerie Solanas, quien estuvo a punto de llevarse por delante a Warhol antes de tiempo. Alguien, en definitiva, que advirtió que el cine, más que reflejar el mundo, lo propone, y que, al hacerlo, expone a los demás —pues dispone de otra forma los materiales de lo real— a los misterios del instante.