Biblioteca Nacional de Qatar, de Rem Koolhaas (2017) / OMA

Biblioteca Nacional de Qatar, de Rem Koolhaas (2017) / OMA

Artes

Las arquitecturas del saber

Los grandes edificios que custodian libros, desde los clásicos a las propuestas contemporáneas, muestran la evolución del concepto de cultura y los cambios en el ámbito del conocimiento

21 diciembre, 2022 19:30

Muerte del libro, mutación de la literatura, sustitución del texto por la imagen, banalización y comunicabilidad extrema. Estos son los iconos con los que los medios de comunicación dan noticias de la transformación de la cultura traída por la globalización electrónica. Sus lenguajes penetran en cualquier esfera cultural, transformando esa institución humana, sintetizadora de lo biológico, lo colaborativo y lo simbólico en una difracción de planos autónomos donde tan sólo la libertad-capacidad del consumidor es autorizada para realizar las tareas de interacción desempeñadas antes de forma comunitaria. Todo ello servido por la amplia panoplia de aplicaciones que, como ángeles seráficos, revolotean por la pantalla de nuestro celular. Este es ahora nuestro dispositivo para una individualidad cambiante, confusa y problemática.

El libro no era tan sólo un dispositivo de divulgación del conocimiento. Era un inductor de una subjetividad personal plegada a la ritualización de la comunicación interna, la interiorización de una sentimentalidad que, gracias al texto, se hace compartida a todos los que nos rodean. Algo distinto al funcionamiento de un conocimiento producido mediante roces, en que el enganche mediático y tecnológico dibuja un medio participado como propio –esa es la promesa– pero dirigido por intereses ligados al consumo y el prestigio.

Biblioteca de El Escorial, de. Juan de Herrera (1567)

Biblioteca de El Escorial, de. Juan de Herrera (1567)

De siempre el libro ha necesitado de un espacio propio donde ser almacenado para operar con el conocimiento imperante. Era necesaria una relación con los contenedores en los que se instalaba, señalados como lugares del conocimiento. Edificios donde reconocer el estante familiar o el anaquel simbólico, la sala panóptica o la rendija oculta de la tecnología; espacios guiados de un diseño que hace fácil el acceso a cada ejemplar y dispone de estancias para el lector, pero también donde celebrar el valor simbólico de la institución. Sea desde un posicionamiento elitista o iniciático, un proyecto de Estado, como equipamiento cultural o en el desarrollo de nuestras ciudades, o con la cultura popular como pretexto, esa idea ha persistido en el curso de la civilización humana.

Las antiguas bibliotecas, heredadas de una cultura decimonónica, que almacenaban libros disponiéndolos en capas vibrantes para el prestigio de una elite social, eran una máquina eficaz para difundir un mundo de conocimiento y costumbres, de valores y rituales que se insertaban en cada uno de los volúmenes depositados, convirtiéndose así en medios prestigiosos donde residenciar los anhelos. Un ascenso vertical en la consideración social.  Dicha concepción ha supuesto el despliegue a lo largo de la historia de un sinfín de modelos arquitectónicos, tendencias e interpretaciones en las que la ubicación del libro en una biblioteca remite a imaginarios diversos con su presencia: lo laberíntico (orden), lo taxonómico; lo fantasmagórico o representando la vida del entorno urbano.

Proyecto para la Biblioteca del Rey, de Etienne Louis Boullée (1785)

Proyecto para la Biblioteca del Rey, de Etienne Louis Boullée (1785)

De la relevancia de este universo hablan las creaciones que son referencias significativas para la arquitectura, el libro y la cultura: desde las que en sus orígenes formaban parte de palacios y monasterios a las que se disuelven en el espacio fluido que envuelve la escena cotidiana de la habitabilidad contemporánea. Así vemos la mítica Biblioteca de Alejandría –desconocida en su forma precisa, pero imaginada por tantos–, la Real Biblioteca de San Lorenzo de El Escorial (1567) de Juan de Herrera, quien diseña a la vez la Estantería, o los dibujos de la escalonada Biblioteca del Rey, de Étienne Louis Boullée en 1785, momento en el que se singularizan estos contenedores como bibliotecas públicas con el proyecto ilustrado revolucionario. Imágenes iconográficas del universo-biblioteca, tantas veces replicadas en edificios híbridos con programas culturales diversos.

Con la misma intensidad brillan otras obras construidas a lo largo del siglo XX de entre las que destacamos las bibliotecas de Estocolmo (Asplund, 1928) y la de Viipuri (Aalto, 1935), en el primer tercio del siglo, o las de Exeter (Kahn, 1972) y la Estatal de   (Scharoun y Wisniewsk, 1978), adentrándose ya en el último tercio, que han sido las referencias que han marcado este tránsito a la actual producción cultural arquitectónica.Lo que aprende la arquitectura contemporánea de estos viejos recintos es esta idea central, su condición de heterotopía: un medio real que permite un comportamiento no reglado, según las aspiraciones individuales. Pero esta estrategia para la construcción de un espacio otro –tal como lo denomina Foucault– va a ser muy diferente por parte de la arquitectura de los nuevos edificios dedicados, con el antiguo nombre, a constituir un verdadero abrigo de corteza de esa no-cultura de la globalización electrónica.

Biblioteca de Estocolmo de Gunnar Asplund (1928)

Biblioteca de Estocolmo de Gunnar Asplund (1928)

El cosmograma que representaría hoy el universo estelar de las bibliotecas tendría la forma de una constelación, la del libro-biblioteca, sugerida por la trayectoria reveladora de Rem Koolhaas (OMA) –enfocando la mirada con sus parpadeos en la noche extensa y oscura de la cultura mediática– y que está fijada con coordenadas precisas: las de las propuestas para los concursos en París de las bibliotecas Nacional de Francia (1989) y del Campus Jussieu (1992), las de la Central de Seattle (2004) y las de la Nacional de Qatar (2017).

La propuesta presentada por OMA para la Biblioteca Nacional de Francia, que titulan como Muy Grande Biblioteca, puede ser entendida como una innovación tipológica ajustada rigurosamente a esa nueva condición cultural, a una nueva consideración del medio en el que se sumerge y del que anhela formar parte. En la Memoria –verdadero manifiesto cultural– subrayan que para la arquitectura, “liberada de sus antiguas obligaciones, la última función será la creación de espacios simbólicos que acomoden el persistente deseo de colectividad”. La biblioteca es un bloque compacto de información –analógica o digital– en el que “se tallan los vacíos para crear espacios públicos: ausencia flotando en la memoria”.

Biblioteca estatal de Berlín, de Hans Scharoun y Edgar Wisniewsk (1978)

Biblioteca estatal de Berlín, de Hans Scharoun y Edgar Wisniewsk (1978)

En 1992, para la biblioteca del Campus Jussieu, este posicionamiento se reafirma con la aparición de un elemento que estructura al conjunto y lo inserta en su entorno: un recorrido peatonal, social y flexible que, al plegarse, origina plataformas disponibles para ser urbanizadas: “los elementos específicos de las bibliotecas se reimplantan en el nuevo ámbito público como edificios en una ciudad. El visitante se convierte en un –falso– flâneur baudeleriano, inspeccionando y dejándose seducir por un mundo de libros e información y el escenario urbano”. Las palabras certeras de OMA pueden ser comprendidas visitando los espacios de la Mediateca de Sendai de Toyo Ito (2001), un proyecto posterior pero que sigue esa línea de pensamiento. Que esta es la línea triunfadora lo muestra –por negación– la propuesta ganadora para parisina Biblioteca Nacional de Francia construida por Dominique Perrault (1998), que se mueve bajo presupuestos menos mediológicos y más formales.

Desde entonces, este entendimiento toma cuerpo materializándose en la Biblioteca Central de Seattle, en 2004, un gran almacén de información donde conciliar la creciente colección de volúmenes físicos con la voluntad de configurar un “espacio cívico para la circulación del conocimiento”. Ello da lugar a la Espiral de Libros, elemento simbólico que guía la actuación: encastradas en ella, cinco plataformas responden a colecciones programáticas estables y se entrelazan espacialmente con cuatro zonas para actividades más flexibles, disponiendo el sistema de control –la cámara de mezclas– en el centro de la planta intermedia. El resultado, un espacio fluido, atmosférico, en cuyo tránsito se descubren escenografías delirantes y comparten con otros usuarios situaciones diversas, un lugar continuamente activado por la gestión de un conocimiento patrimonializado y dinámico.

Biblioteca Central de Seattle, de Rem Koolhaas (2004)

Biblioteca Central de Seattle, de Rem Koolhaas (2004)

Esta trayectoria, en sus escosuras, se prolonga en distintos episodios de interés en los que detenerse, como es la Biblioteca Alexis de Tocqueville en Caen (2016). Pero es el último de estos ensayos de OMA, la Nacional de Qatar de 2017, la que permite un cierre –provisional– de este posicionamiento. En ella el libro, en su materialidad y presentación, vuelve a tomar el protagonismo de la idea para su organización funcional y simbólica, llevándose de manera singular al diseño de estanterías y edificio. Para ello disponen de una sola estancia triangular donde se encuentran personas y libros, dejando en sus bordes tres pasillos de acceso (diseñados como una topografía de estanterías, intercalados con espacios para leer, socializar y navegar) y un puente que los conecta posibilitando diversos itinerarios. Un diseño que interactúa con la propia colección.

La constelación, así formada por la coincidencia en un tiempo acelerado, es signo de un nuevo zodiaco arquitectónico que, como todo acontecer celeste, remite a su propia y discontinua historia. Y que sólo caóticamente ahora somos capaces de ver en el horizonte contemporáneo. Así, no es difícil señalar una serie de piezas que merecen la atención e invitan a revisar sus significados: las citadas Mediateca de Sendai y Biblioteca Nacional de Francia, con la inserción medioambiental y política de la ingente documentación que se ofrece a la ciudadanía.

Biblioteca ‘Dipòsit de les Aigües’ de Barcelona

Biblioteca ‘Dipòsit de les Aigües’ de Barcelona

Desde una valoración patrimonial, la ejemplar reutilización que Lluís Clotet e Ignacio Paricio hacen en 1998 de las instalaciones de 1876 para la Biblioteca Dipòsit de Les Aigües en Barcelona o la estrategia de regeneración urbana que supone la Biblioteca de Krook en Gante (2019) de Aranda, Pigem y Vilalta con Coussée & Goris; la Hertziana de Navarro Baldeweg (Roma, 2013) o la Biblioteca Hunters Point de Steven Holl (Nueva York, 2019), caracterizadas por su plasticidad atmosférica. Por último, las bibliotecas de la Universidad de Viena (Zaha Hadid, 2013), de Tianjin Binhai. (MVRDV., 2017) o la línea seguida por Mecanoo desde la de la Universidad Tecnológica de Delft (1998) a la de la Fundación Stavros Niarchos (Nueva York, 2021), que con sus marcas registradas participan de la sociedad del conocimiento y el espectáculo.

Podemos pensar que siguen vigentes estas dos maneras de producir estas arquitecturas guiadas por el libro o los nuevos recursos: desde la presencia y acceso directo al documento; o desde su búsqueda, a veces laberíntica, por itinerarios posibles en función de los intereses del lector. En ambos casos la tendencia nos lleva a una revisión de estos lugares del conocimiento donde no solo el libro sino también la pluralidad de servicios culturales asociados se activan y promueven por la ciudadanía. Pero también es cierto, que en sus interiores se detecta como algo presente pero venido de otro lugar, una compañía y unas voces que nos susurran al oído, quedamente, que estos son –decididamente– espacios de un “interior” en el que domina la ley de la concentración máxima de información y, con ella, de la destrucción de cualquier sistema alternativo.