Un cámara toma imágenes de la pintura dedicada al ‘Padre eterno’, ejecutada por Annibale Carracci a comienzos del siglo XVII / EFE

Un cámara toma imágenes de la pintura dedicada al ‘Padre eterno’, ejecutada por Annibale Carracci a comienzos del siglo XVII / EFE

Artes

Carracci, genio y enigma en Barcelona

El Museo Nacional de Arte de Cataluña, junto al Museo del Prado, reúne por primera vez los frescos creados por el pintor boloñés para la iglesia de Santiago de los Españoles de Roma

18 septiembre, 2022 23:00

Entonces era Roma la ciudad abierta al mundo. Los pintores viajaban en tropel hacia la tierra donde cabía el arte entero, atraídos no sólo por la escultura y la arquitectura, sino por lo vibrante del entorno. Era el siglo XVII. Y venían nuevos modales estéticos, otros cauces plásticos por donde continuar la aventura, irradiados en buena parte por el boloñés Annibale Carracci (1560-1609), quien parecía empeñado en amplificar el Barroco para darle brío nuevo en dura pugna con Caravaggio, su principal rival en aquella capital que daba cobijo por igual al crimen y a la belleza.

Carracci, el más joven y destacado integrante de una saga de artistas, se asentó en el clasicismo barroco tras descubrir, primero, a Tiziano en Venecia y, después, a Rafael y Miguel Ángel en Roma. De ellos aprendió la combinación entre el realismo y la suntuosidad, poniendo distancia con la maraña del manierismo y dando aires nuevos al naturalismo. De este modo, su obra se convirtió en un estímulo para los mejores pintores italianos y extranjeros de la primera mitad del XVII, como Reni, Poussin y Cortona, alcanzando a Rubens, quien llegó a tenerlo como guía.

Pero su nombre se fue deshilachando por la cuneta de la Historia, difamado por el Neoclasicismo pujante en el siglo XIX y eclipsado en la siguiente centuria por el interés en Caravaggio, más salvaje, más extremo, en definitiva, más afín a la sensibilidad contemporánea. Por esta deriva, Carracci acabó siendo expulsado del vagón de los grandes maestros, aunque nunca se discutió sus logros en los frescos del Palazzo Farnesio, donde se atrevió a decorar la residencia de un cardenal católico con las escenas de los amores de los dioses paganos relatadas por Ovidio.

‘San Diego de Alcalá recibe el hábito franciscano’ (1604-1605), ejecutado por Annibale Carracci y Francesco Albani / MUSEO NACIONAL DEL PRADO

‘San Diego de Alcalá recibe el hábito franciscano’ (1604-1605), ejecutado por Annibale Carracci y Francesco Albani / MUSEO NACIONAL DEL PRADO

Los estudios surgidos en los años setenta (Donald Posner, Charles Dempsey) han contribuido a apartar los malentendidos adheridos al artista, despachado hasta entonces como un pintor habilidoso pero complaciente o como un autor que se limitó a replicar con fortuna las maneras de Tiziano, Correggio y Veronés. De esas comprobaciones ha surgido, por el contrario, un creador más ancho, luminoso, que tuvo más de intelectual que de loco, incansable en la labor de hallarle a la pintura nuevas salidas plásticas en el crítico momento del último tercio del siglo XVI.

En paralelo, se han llenado los vacíos en torno a su producción. Ha ocurrido así con el lienzo Venus, Adonis y Cupido (1590), que sobrevivió sucesivamente al fuego, al abandono y al desprecio. La tela, adquirida por Felipe IV en 1664, se salvó dos veces de las llamas –el incendio del Alcázar de Madrid y la condena a la hoguera por sus desnudos–, deambuló dos siglos por almacenes y acabó expuesto en 1930 en un salón de la antigua Universidad de Madrid. A día de hoy, está considerada una las obras maestras del Museo del Prado, que lo mostró por primera vez en 1970 y recuperó su brillo con la restauración culminada en 2005.

Otro tanto ha sucedido con los frescos que Carracci realizó para la Capilla Herrera de la iglesia de Santiago de los Españoles en Roma. El conjunto, que fue dado por desaparecido a raíz de la reforma realizada en 1833 en el templo romano a cuenta de su estado ruinoso, se exhibe ahora al completo en el Museo Nacional de Arte de Cataluña (MNAC). La propuesta, abierta hasta el 9 de octubre, permite contemplar una serie excepcional que da cuenta del hervor artístico de la capital italiana en el tránsito del siglo XVI al XVII, al tiempo que viene a arrojar luz a los años finales del pintor, envueltos todavía en la penumbra.

El público recorre la recreación de la Capilla Herrera, en el Museo nacional de Arte de Cataluña / MNAC

El público recorre la recreación de la Capilla Herrera, en el Museo nacional de Arte de Cataluña / MNAC

La historia de estas pinturas es, sencillamente, fabulosa. A comienzos del siglo XVII, el banquero palentino Juan Enríquez de Herrera mandó a construir en la iglesia de Santiago de los Españoles –situada en la Piazza Navona, muy próxima a la fuente de Neptuno– una capilla dedicada a San Diego de Alcalá, monje franciscano elevado a los altares en 1588, a quien había confiado la sanación de su hijo. La construcción se realizó entre 1602 y 1606, momento en el que también se encargó la ejecución de los frescos a Annibale Carracci, quien venía de decorar con gran éxito la galería del Palazzo Farnesio.

A la hora de empezar a trabajar en este ciclo, el artista boloñés se encontró con la dificultad de que apenas existían referencias sobre el aspecto físico del santo de origen sevillano –fallecido en 1463–, quien ni siquiera tenía fijado el catálogo de sus milagros más reseñables. Otro desafío estuvo en la ejecución de las pinturas en el interior de un espacio en obras, con los apuros de desenvolverse en un entorno con andamios, ocupado por trabajadores de otros oficios que no dejaban sitio suficiente, además de ensuciar y generar humedades en el reducido ámbito de la capilla.    

Carracci contó desde el principio con la ayuda de uno de los pintores de su círculo, Francesco Albani (1578-1660), quien asumió la dirección del proyecto a finales de 1604 o comienzos de 1605, cuando el maestro sufrió una violenta enfermedad –posiblemente, la parálisis de sus extremidades– trabajando en el fresco de la zona superior, dedicado a la Asunción de la Virgen. Ese revés obligó a contar con otros artistas próximos al boloñés, como Sisto Badalocchio y Giovanni Lanframco. Esta situación provocó el enfado de Juan Enríquez de Herrera, quien montó en cólera al sentirse engañado.

Los Apóstoles alrededor del sepulcro vacío de la Virgen (1604-1605), de Annibale Albani / MNAC

Los Apóstoles alrededor del sepulcro vacío de la Virgen (1604-1605), de Annibale Albani / MNAC

Para colmo, el deterioro del templo motivó en 1833 el arranque de los frescos. Dieciséis de los diecinueve fragmentos existentes llegaron en 1850 al puerto de Barcelona, de los que nueve quedaron bajo la custodia de la Real Academia Catalana de Bellas Artes de Sant Jordi, institución que los depositó en el MNAC, y los otros siete bajo la tutela del Museo del Prado. Los tres restantes se llevaron a la iglesia romana de Santa María de Montserrat, donde no han podido ser localizados. Allí queda el cuadro del altar de la capilla Herrera, un óleo sobre lienzo que recrea la mediación del santo a favor del hijo del banquero.

El conjunto del Museo del Prado está formado por siete frescos, recientemente restaurados. Los primeros son los cuatro trapecios que decoraban la bóveda de la capilla y que narran asuntos relativos a la vida del santo protagonista: San Diego recibe limosna, la Refacción milagrosa, San Diego salva al muchacho dormido en el horno y San Diego recibe el hábito franciscano. Además, la pinacoteca madrileña posee tres de los óvalos que se situaban en las pechinas: San Lorenzo, San Francisco y Santiago el Mayor.

Un reportero graba imágenes de las obras San Diego de Alcalá recibiendo limosna (i) y Refacción milagrosa (d), de Annibale Carracci / EFE

Un reportero graba imágenes de las obras San Diego de Alcalá recibiendo limosna (i) y Refacción milagrosa (d), de Annibale Carracci / EFE

En el Museo Nacional de Arte de Cataluña se conservan otras nueve pinturas murales, las dos que se situaban en el exterior por encima del acceso a la capilla, la Asunción de la Virgen y los Apóstoles alrededor del sepulcro vacío de la Virgen, y otras cuatro, arrancadas de las paredes laterales del interior, la Predicación de San Diego, la Curación de un joven ciego, la Aparición de San Diego en su sepulcro y el Milagro de las rosas. Además, el centro museístico de Barcelona posee otras tres pinturas al fresco que representan al Padre Eterno, extraído del cierre semiesférico de la linterna, a San Pedro y a San Pablo, santos que flanqueaban el cuadro del altar en el muro testero de la capilla.

A diferencia de su presentación en Madrid –después viajará al Palazzo Barberini de Roma–, el conjunto se muestra en el MNAC con un montaje arquitectónico que recrea la decoración original de la capilla situando los frescos a diferentes alturas. La exposición cuenta con la introducción de un gran cuadro de Gaspar van Wittel prestado por el Museo Thyssen-Bornemisza que muestra la Piazza Navona en 1699–, y se completa con los dibujos preparatorios del artista, algunos de ellos procedentes de la colección particular de la reina Isabel II de Inglaterra.