Luis Paret, en la periferia de Goya
El Museo del Prado resitúa al pintor madrileño en la historia artística del siglo XVIII al subrayar la sofisticación de sus cuadros, su alta calidad técnica y el impulso ilustrado que alimenta su obra
5 julio, 2022 19:00Algunas de las pinceladas más inspiradas del arte español del siglo XVIII salieron de la mano de Luis Paret y Alcázar (Madrid, 1746-1799), quien ha quedado, sin embargo, fuera de foco, periférico, casi solo. Entre las razones que explican su ostracismo están su militancia en el rococó –de escasa fortuna en España– y su existencia difusa y libertina, que le llevó al exilio en Puerto Rico al descubrirse que estaba detrás de las aventuras galantes del infante don Luis (de Borbón), sacándolo así de los raíles de la vida eclesiástica a la que estaba destinado como hermano menor de Carlos III. Pero, sobre todas las cosas, le condenó al olvido su coincidencia con Francisco de Goya, el astro rey de la pintura de su tiempo.
Paret fue el más rococó de los pintores patrios, pero también conoció los principios de un neoclasicismo digno y resuelto. Cualquiera de los dos moldes garantiza, sin embargo, un billete a la (casi) irrelevancia artística. De madre española y padre francés, originario de Theys, pequeña población cercana a Grenoble, hay en su estela algo de niño genio. Cuenta su biografía que a los diez años ingresó en la madrileña Academia de Bellas Artes de San Fernando y que, hacia 1763, atrajo la atención del infante don Luis, quien lo tomó bajo su tutela y le costeó, para empezar, tres años de estancia en Roma. El quinto hijo de Felipe V e Isabel de Farnesio mantuvo el patrocinio al artista hasta el final de sus días.
Hay un Autorretrato en el estudio (1775-1778) que da idea del carácter excéntrico y de las aficiones intelectuales de Paret. Allí se pintó a sí mismo vestido con elegancia y sentado a la mesa de trabajo, con la paleta en el suelo junto a un grueso volumen, un dibujo a sanguina y una carpeta. En el caballete se adivina una lámina ovalada con un naufragio, quizá alusiva al trabajo que desempeñó en el rescate del tesoro del navío de la Armada española San Pedro de Alcántara. Sobre una mesa, se distinguen dos bustos antiguos, posiblemente Séneca y Ovidio, acaso un guiño a su afición a las letras clásicas: en Roma tradujo al español los Diálogos de Luciano de Samósata y firmó en griego muchos de sus cuadros de gabinete.
Ahora, este Luis Paret asoma al completo en la exposición monográfica que le dedica el Museo del Prado hasta el próximo 21 de agosto. Son más de ochenta obras, entre las que se encuentran la mayor parte de sus pinturas y una selección de sus dibujos para, en palabras de la comisaria Gudrun Maurer, conservadora de pintura del siglo XVIII y Goya de la pinacoteca madrileña, plantear “un recorrido temático y cronológico por su carrera profesional, que abarca treinta y tres años, desde 1766 a 1799, cuando ocurrió su prematura muerte”. “Su carrera estuvo marcada, sin duda, por su exilio de tres años y por las dificultades para incorporarse a la vida artística a su regreso a Madrid”, añade.
“Fue un artista con un singular ingenio y con una formación intelectual superior a la mayoría de sus coetáneos. Creó obra en los más variados géneros pictóricos y en todos alcanzó un alto grado de sensibilidad y belleza”, explica Maurer. Con esa versatilidad, es posible descubrirlo como un audaz creador de pintura religiosa y alegórica, como un delicado retratista y como un sensible pintor de paisajes en sus espléndidas vistas del Cantábrico, en las que captó la naturaleza de una manera casi científica. A sus composiciones complejas y originales, a su estilo ecléctico y personal, se une el uso de un colorido limpio y un magistral manejo en sus dibujos del lápiz, la pluma y la aguada.
Resulta Paret tan impar que lo que se exhibe de él en el edificio Jerónimos del Museo del Prado desliza una reflexión sobre cómo se construye la Historia del Arte. Su difícil encaje en la horma establecida para la pintura española lo ha descabalgado de los manuales (“Es un ovni. No se parece a nadie”, ha señalado Miguel Falomir, director de la pinacoteca), pero conviene atenderlo para tener al completo el panorama del arte del siglo XVIII, posiblemente en su vertiente más refinada e intelectual. Ese arte, hoy alejado de la predilección del público, se hizo hueco en la Academia y en la Corte y fue elegido de forma reiterada por ilustrados y burgueses como signo de lujo y distinción.
El Museo del Prado amarra con esta exposición algo de lo apuntado ya por el Bellas Artes de Bilbao (Luis Paret y Alcázar, 1991, y Luis Paret en Bilbao. Arte sacro y profano, 2021) y la Biblioteca Nacional (Dibujos de Luis Paret, 2018): el madrileño es uno de esos artistas que invitan a echar la vista hacia algunos rincones del pasado para entender que siempre es más ancha la realidad que el canon. “Es un pintor totalmente distinto y, como tal, lo hemos tildado de isla aparte cuando posee una calidad extraordinaria”, ha afirmado Falomir, quien remarca: “Sofisticación, cosmopolitismo, elegancia y humor son algunos conceptos presentes en su obra que no se encuentran de forma habitual en la pintura española”.
En esta aproximación se ha apostado por arrancar con una suerte de juego de espejos con el gigante Goya, quien estrenó por sí solo una nueva manera de pintar para establecer uno de los perímetros de la modernidad en España. Sucede así cuando se comparan en la primera sala un dibujo clave de la etapa inicial de Paret (Aníbal en el templo de Hércules en Cádiz, 1766) con la primera pintura documentada del pintor aragonés (Aníbal vencedor que, por primera vez mira Italia desde los Alpes, 1771). Ambos dan cuenta de la importancia en su formación del paso por Italia y dejan en el espectador huellas sobradas de la fuerte personalidad artística de los dos creadores, entonces en el inicio de sus carreras.
Las obras de Luis Paret sirven, a menudo, de coloquio con su presente. Casi con ánimo de caza, asoma a uno de los primeros bailes públicos de máscaras autorizados en Madrid (Baile en máscara, 1767) y a un evento cortesano celebrado en las inmediaciones del palacio de Aranjuez (Las parejas reales, 1770). También retrata escenas de la Corte que hoy sorprenden por su grado de intimidad o de disparate. En uno de los lienzos, Carlos III se dispone a comer en un salón del Palacio Real en presencia de sus ministros, embajadores, sirvientes y perros de caza favoritos. El pintor eligió el momento en el que el monarca se dispone a beber de la copa que le ofrece un criado que dobla la rodilla.
Junto a esa vertiente pública, existe otra más íntima, plasmada, por ejemplo, en sus cuatro autorretratos, en los que da cuenta de su estado de ánimo antes, durante y después del destierro en Puerto Rico. Se trata, sin duda, de un hecho fundamental en su biografía: el exilio truncó su carrera artística, volteó sus ambiciones y acabó por situarle en el extrarradio de la historia de la pintura española del siglo XVIII. Permaneció dos años y medio en la isla caribeña y allí se representó como un campesino, portando un manojo de plátanos y empuñando un machete (Autorretrato como jíbaro, 1776). Con sombrero elegante, aspecto saludable y sonrisa socarrona, parece mofarse de su infortunio.
Sobresalen, finalmente, en la producción del artista las ilustraciones que realizó de las plantas y los animales del gabinete de historia natural reunido por el infante don Luis –a medio camino entre la creación artística y la voluntad científica− y las vistas costeras del País Vasco, donde recaló tras su regreso a España al seguir en vigor la prohibición de instalarse en Madrid. En 1780 logró ser nombrado académico de mérito de la de Bellas Artes de San Fernando gracias al impacto causado por el lienzo La circunspección de Diógenes, que envió desde Bilbao, ciudad en la que recibió importantes encargos de pintura religiosa y estuvo al frente de diversos proyectos de decoración urbana.
Su vida se aceleró tras regresar a Madrid a partir de 1785. Fue nombrado vicesecretario de la Academia y participó activamente en la revisión de los planes de estudios de la institución ilustrada, aunque sin excesiva fortuna porque entonces imperaban las doctrinas neoclásicas de Antonio Rafael Mengs. Su periplo académico iba a terminar en profunda decepción cuando, en 1795, se le negó la tenencia de director a la que se había postulado. Paret falleció cuatro años después tras firmar una declaración de pobre e instituir como herederas a su mujer y sus dos hijas. Con él se apagaba un momento único del arte español, de ánimo ilustrado e impulso rococó, surgido en la periferia de Goya, todo un abismo.