Vigencia y celebración del arte del engaño
El Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid revisa la historia cultural del trampantojo y subraya su asombrosa actualidad en pleno siglo XXI debido a la expansión de los simulacros y las ficciones
2 mayo, 2022 18:05Aquí se viene a celebrar una tradición singularísima de la pintura: la de aquellos artistas que aceptaron el ilusionismo como brújula, los que miraron por el ojo de la cerradura de las cosas, los que sabían que la realidad es una mitología de límites imprecisos. Estos creadores acabaron por refundar lo cotidiano a medio camino entre la burla y el alarde. Hicieron uno de los primeros surcos en la costumbre del asombro, poniendo en práctica las travesuras visuales para romper el cerco a cualquier lógica: el bodegón, la grisalla, los papeles doblados y los pliegues de los paños, la simulación del mármol y la madera gastada y el personaje que parece escapar de los límites del marco y abalanzarse sobre el espectador.
Todo lo que contiene la exposición Hiperreal. El arte del trampantojo termina por empujar a la extrañeza. Al juego. Al extravío. A lo feliz de profesar la magia sin cautelas. Es la fiesta del engaño (o la sublimación de la verosimilitud) que propone el Museo Thyssen-Bornemisza. Qué fortuna tuvo el ilusionismo artístico, cuánta verdad hay en lo que se ve o dónde termina la apariencia y comienza la realidad son algunas de las cuestiones que lanza estos días el centro artístico madrileño, que se suma así a la estela de la fantástica Inganni ad Arte. Meraviglie del trompe-l’œil dalla’anchità al contemporaneo (Palacio Strozzi, Florencia, del 16 de octubre de 2009 al 24 de enero de 2010).
Si bien el término trampantojo es reciente –de origen francés, se acuñó a comienzos del siglo XIX−, el desafío de pintar imágenes que difícilmente puedan distinguirse de la realidad ya está presente en el mundo grecolatino. Es famoso, en este sentido, el relato de Plinio el Viejo en torno a la “ingenua vergüenza” que embargó a Zeuxis cuando se sintió engañado al intentar quitar la tela que cubría el presunto cuadro que Parrasio había realizado en competición con este artista y que finalmente resultó ser una tela pintada. Ese bochorno nacía de advertir que él había conseguido imitar las uvas con tal virtuosismo que había logrado timar a los pájaros, sin embargo, su rival lo había burlado a él mismo.
Los primeros ejemplos de trampantojo pueden hallarse en Grecia y Roma. Se conservan restos de mosaico o de pintura mural en los que, a pesar de su fragmentación o deterioro, se adivina la intención de crear unas imágenes que engañen al ojo. Sucede así en una tesela de pequeño tamaño cedida por el Museo Arqueológico Nacional para la exposición del Thyssen. Hallada en una villa romana en Quintana del Marco (León), el artista representó en ella tres perdices con un gran realismo. Durante la ejecución de la pieza, datada en el siglo IV de nuestra era, su autor se sirvió del tamaño distinto de las aves y de la variedad de tonalidades en los colores para crear la ilusión de una perspectiva real.
A partir de ahí, el trampantojo ha tenido en las artes una presencia constante, con periodos de notorio florecimiento, como el Renacimiento o el Barroco, para decaer tras el Romanticismo, pero sin llegar a desaparecer nunca del radar creativo hasta alcanzar el siglo XXI, posiblemente el tiempo supremo de la simulación. Conviene recorrer esta lección de siglos para descubrir cómo la pintura (por encima de otras disciplinas) se sobrepuso a sus limitaciones refinando sus medios técnicos y expresivos con el fin de llegar a representar un universo ilusorio de volúmenes y espacios. Cuando lo logra, el espectador queda hechizado, casi suspendido en algún punto entre la credulidad y la incredulidad.
A la vista del centenar de piezas reunidas para Hiperreal, el mundo del trampantojo es, sobre todo, un zoológico de cosas pequeñas: frutas, tejidos, animales, estampas, notas autógrafas… Queda desplegada, pues, una antología de ejemplos representativos de las distintas formas del ilusionismo artístico, a la vez que examina la continuidad de determinados temas hasta el siglo XXI, animados por el dominio del simulacro y la ficción. De ello dan testimonio los recientes trabajos de Gerardo Pita, César Galicia e Isidro Blasco, quien presenta la única escultura de la muestra, Tren elevado en Brooklyn, reproducción de uno de los atractivos espacios situados bajo el metro en altura de Nueva York.
Pero, entre todas las fórmulas del trampantojo, sobresale el bodegón. Posiblemente, es el género que más posibilidades ha brindado a los artistas que se han enfrentado al reto de retratar objetos, flores, frutas y otros alimentos de forma tan realista que resultara difícil diferenciar entre la verdad y la ficción. Antonio Leonelli ejecutó hacia 1525 uno de los primeros ejemplos de naturaleza muerta como género independiente, Bodegón con uvas y un pájaro, que recrea el episodio de Zeuxis, incluyendo al pájaro que picotea las uvas. Dicho relato inspiró también a Juan Fernández El Labrador en Bodegón con cuatro racimos de uvas (hacia 1636), mostrando los distintos grados de maduración de la fruta y sus variedades.
Con todo, el bodegón alcanzaría una de sus cimas en los pinceles de Sánchez Cotán, de quien el pintor y tratadista Francisco Pacheco ya daba noticia en su Arte de la pintura (1630) de realizar “obras famosas con la imitación del natural”. Del monje toledano, que solía presentar los objetos comprimidos en una ventana, se exhibe Bodegón con frutas y verduras, fechado hacia 1602, antes de su ingreso en la Cartuja de Granada. Su sobriedad contrasta con los bodegones de mesa, también denominados de banquete, en los que Osias Beert y Willem Claesz Heda no sólo pintan, sino que parecen ofrecer al espectador objetos y alimentos típicos de la clase adinerada holandesa de mediados del siglo XVII.
Las estanterías, armarios o alacenas repletas de libros y objetos diversos son otro de los motivos favoritos en esta revisión del trampantojo confeccionada por Mar Borobia y Guillermo Solana, jefa de Pintura Antigua y director artístico del Museo Thyssen-Bornemisza, respectivamente. Efectos ópticos como el reflejo en metales o cristales de lo que se encuentra frente a ellos, pintar una puerta entreabierta para atraer la mirada hacia el interior o el juego de llaves colgando de la cerradura y proyectando su sombra −como en el lienzo Alacena con objetos (hacia 1730) del sevillano Bernardo Lorente Germán− son recursos frecuentes de los que se valen los pintores para acentuar el engaño.
En esta categoría podrían incluirse también los llamados gabinetes de curiosidades, en los que el artista recrea las piezas más sobresalientes, curiosas y sugestivas de exclusivos coleccionistas, desvelándonos la personalidad y los gustos de sus dueños. El artista alemán Johann Georg Hinz es el autor de una inquietante alacena que contiene conchas marinas, joyas y piedras preciosas, tratadas éstas con una extrema precisión, y una calavera (1666). Otra veces, los libros son los únicos protagonistas de las obras, como Dos estanterías con libros de música (hacia 1720-1730), de Giuseppe Maria Crespi, y La librería (1951), de Kenneth Davies, quien parece revelar su esfera íntima al dar acceso a sus lecturas o consultas.
A menudo también se sirve el engaño artístico de la representación del papel en cualquier formato, ya sea mapa, carta, dibujo, grabado o partitura. Esta diversidad de manuscritos e impresiones cuelgan y decoran fondos de madera o muros enlucidos a los que se fijan con variados sistemas de sujeción y permiten al pintor mostrar su habilidad para reproducir con el pincel las distintas técnicas de estampación, caligrafías, calidades y texturas, recreándose en representar dobleces, roturas y todo tipo de detalles e imperfecciones. Documentos de la tesorería del Ayuntamiento de Ámsterdam (1656), del holandés Cornelis Brisé, es uno de los mejores ejemplos de esta versión del trampantojo.
No faltan los lienzos concebidos para provocar la sorpresa del espectador. Caben aquí los trabajos de Giuseppe Arcimboldo, quien construye en La tierra (hacia 1570) uno de sus inconfundibles perfiles con múltiples figuras de animales, y de Jean-François de Le Motte, un artista francés que desarrolló trabajos decorativos en Tournai. De él se incluye una detallada representación de un gallinero, donde se adivina el sencillo cierre de la puerta, la madera agrietada y astillada o los huecos que se han abierto en la parte superior de la portezuela. Entre los listones de la puerta asoman, además de briznas de paja, las cabezas de un gallo, a la izquierda, y de una gallina, a la derecha, que mira circunspecta al exterior.
De algún modo, la exposición Hiperreal. El arte del trampantojo –abierta hasta el 22 de mayo− no aguarda espectadores, sino cómplices. Hay que andarla (también mentalmente), hay que invadirla, hay que entender que su apuesta es dispensar una experiencia muy despojada, pero que exige una implicación. Su mayor acierto, no hay duda, es su tributo a la humildad, a la cotidiana belleza de lo cercano. “¡Cuántas cosas, / láminas, umbrales, atlas, copas, clavos, / nos sirven como tácitos esclavos, / ciegas y extrañamente sigilosas! / Durarán más allá de nuestro olvido; / no sabrán nunca que nos hemos ido”, proclamó Borges en unos versos estremecedores.