Lucifer y sus heterónimos
El historietista Mike Carey explora en un ciclo de cómics con más de un centenar de entregas, convertidas en serie de televisión, las múltiples representaciones del diablo
22 marzo, 2022 00:00Todo el mundo conoce al diablo, pero el diablo ha tenido muchos nombres (Lucifer, Pastor de soles, Samael, Señor del infierno, Estrella del alba) y con cada uno de ellos parece ofrecer un saliente de su carácter, amalgamado siempre por un orgullo indecible. Lo que Mike Carey se propone en Lucifer es nada menos que mostrar el caleidoscopio completo de esta personalidad, tan fascinante como abrasiva. Una tarea para la que se necesita valor y talento para no hacer de buenas a primeras el ridículo (“¿qué me dice usted, qué este rubiales es el diablo? Sí, claro, claro, venga, hombre”), no digamos ya para salir más que airoso, casi triunfante, como consiguen sus autores.
El punto de partida (pues la del demonio es una historia larga) proviene de otro tebeo (Sandman) pero se explica rápido y se entiende deprisa. Después de miles de años gobernando el Infierno, convencido de que las almas acuden allí por propia voluntad, para saciar su sed egocéntrica de ser atendidas y castigadas, y seguro de no haber tentado nunca a nadie, decide cortarse las alas, abandonar su reino e irse a beber vino francés y a tocar jazz en un club de la Tierra. Alejado de toda lucha por el poder. Pero las cosas no son tan sencillas cuando eres el hijo caído de Dios, y Lucifer se verá arrastrado por los acontecimientos: primero deberá recuperar su poder y después a impulsar y gobernar su propia creación.
Conviene decir que el Cielo (la Ciudad de Plata) y el Infierno tienen aquí sus particularidades. Dios ha impuesto una determinación sobre las cosas (un orden de los acontecimientos más que un destino, aunque Carey no entre en detalles) que la rebelión de Lucifer pretende resquebrajar para introducir algo de libre albedrío. El Infierno no es algo instituido alrededor de la voluntad de Lucifer, sino un territorio que ha crecido a su alrededor, regido por principios más capitalistas (la contabilidad del dolor) que morales o de redención. La creación de Lucifer aspira a ser un universo regido por la libertad, sin culto, sin atajos mágicos ni criaturas sobrenaturales; confrontado al mismo tiempo al Cielo y al Infierno. Un universo sustentado en la propia responsabilidad. Sin excusas ni consuelos.
Lucifer es un tebeo de aventuras y respeta los códigos de la intriga y las peleas. Pero Carey trabaja en direcciones divergentes a la pura acción. Su imaginación anima las jerarquías de los ángeles y arcángeles que desfilan aquí sirviendo a veces a Dios y a veces a sus propios intereses y apetencias, a mitologías cercanas (como la nórdica y la japonesa), a las huestes infernales, y a criaturas nuevas o casi olvidadas (naipes con capacidad de adivinar el futuro, Lilith y sus hijos, las mansiones del silencio, supervivientes de universos muertos) que se integran a la perfección al avispero de intrigas políticas (mucho más sutiles que Juego de tronos) que sostienen un relato que se prolonga durante casi un centenar de entregas (de 22 páginas, después recogidas en cómodos volúmenes).
El desarrollo de las distintas alianzas va paralelo a la evolución del carácter de los numerosos secundarios (y el lector tendrá que adentrarse mucho en estas páginas para creerse hasta qué punto están bien matizados y delineados sus temperamentos) que alteran de continuo sus lealtades, movidos por el egoísmo de la supervivencia. Sobre estas tramas de intereses impacta Lucifer: inteligente, calculador, poderoso, atractivo, justo e implacable. Pero bajo este fondo de luz, detrás de todas las pequeñas victorias de Lucifer escuece su herida primordial. Victorioso para todos, pero derrotado en el combate de su vida, la que libró (y sigue librando) contra su padre.
Si Lucifer destaca por la clarividencia con la que aborda el egoísmo social y la crueldad política, por su suntuosa imaginación mitológica y por una construcción meticulosa de los personajes, cuando se eleva a alturas estratosféricas es cuando el tebeo se hunde en el alto (¡altísimo!) drama familiar. Dios y sus dos hijos favoritos, Lucifer y Miguel (que contiene el poder de dar vida que se le ha sustraído a Lucifer, pero carece de la fuerza de voluntad de la que disfruta y atormenta a su hermano) protagonizan idas y venidas de dependencia y rechazo, espesas y densas, opresivas (ambos se sumergen en la mente de Dios, una piscina de metal líquido), y tremendamente malrolleras, si me permiten la expresión.
Las vicisitudes de la trama llevan al lector a sitios espectaculares y profundos (la invasión del cielo, la destrucción del árbol de la vida, la muerte de los ángeles, la conjura de Lilth, el abandono de Dios...), pero quizás el tramo más intenso coincida con el desenlace, cuando Lucifer, aislado de su padre y de su hermano, se ve obligado a defender la creación de Dios, con argumentos en los que no cree (o en los que le gustaría no creer) y a actuar en un escenario que le aburre; a Lucifer, como a Hamlet, cualquier cosa le parecería mejor que participar en este enredo por la supervivencia de la creación. Después de todo, además de un viaje por el cielo y el infierno, y una mirada al avispero de intereses humanos, Lucifer ahonda en algo que Dios y Lucifer se reconocen en su conversación final: “Las relaciones con el creador nunca son sencillas”.