Valdés Leal, arte y postrimerías
El gran artista barroco español emerge en el cuarto centenario de su nacimiento como un creador individualista, consciente de su talento y superior a sus contemporáneos
15 enero, 2022 00:10Es la dentellada del Barroco y el explorador de límites furiosos: Juan de Valdés Leal (Sevilla, 1622-1690). La suya es una historia acuñada por el triunfo, justificada por el talento, desenvuelta en un imperio que comenzaba una metamorfosis de humo. Uno de aquellos creadores en plena efervescencia que conformó la luminosa excepción de un país infectado por la crisis. Un genio más entre la tropa de los artistas españoles −Velázquez, Zurbarán, Ribera, Murillo, Alonso Cano− del siglo XVII, donde lideró un camino insólito entre su energía inagotable y su inabarcable obra.
Se ocupó, a su modo, de ensanchar el arte de su tiempo desde una doble ansiedad: de un lado, asumió la obra de sus predecesores y sus contemporáneos como campo de aprendizaje; del otro, expandió la estética de su presente planteando nuevas preguntas y aproximaciones. Como sucede con los grandes creadores, vino a saltarse todos los protocolos para establecer en la jurisdicción de sus trabajos una nueva forma de hablar en arte: las composiciones, plenas de movimiento y dinamismo, encuadradas a veces en suntuosas arquitecturas, la concepción (casi) teatral de los personajes, la luz fuertemente contrastada.
A lo largo de su vida, pugnó por auparse en solitario hasta el centro mismo del Barroco y, frente a todos sus contemporáneos, cuajó una voz única y personal, reconocible aún hoy entre la gran densidad creadora de su época. Esa distinción, sin embargo, le arrebató gloria y reconocimiento. “Valdés Leal fue víctima de su propio éxito al forjarse el papel de extravagante para sí mismo. Su propio individualismo resultó ser el enemigo de su legado y los cambiantes gustos artísticos se volvieron en su contra”, asegura Peter Cherry, uno de los grandes especialistas en el arte español del siglo XVII.
Detalle de la Alegoría de la Vanidad (1660) de Valdés Leal, hoy en Hartford (Estados Unidos) / MBASE
De ahí que aún quede mucho de enigma en Valdés Leal, también uno de los creadores más plurales del Barroco español. Pintor, escultor, grabador, arquitecto y, si se otorga veracidad a la afirmación del tratadista Antonio Palomino, quien lo conoció en persona y recibió de él alguna lección de pintura, incluso gozó del “ornato de todas las buenas letras, sin olvidar las de la poesía”. Sin embargo, a la vez que su obra se viene descifrando, su biografía sigue acumulando repintes delirantes, falsos fondos e hipótesis de saldo. Sobre todo, su vida de artista.
De este modo, en él se alternan claridades y penumbras que entusiasman, que desconciertan, que empujan. El presunto carácter altivo y orgulloso, la insistencia en los asuntos tétricos o fúnebres, el estilo pictórico aparentemente descuidado o inacabado erosionaron la fama póstuma del artista, cuyo semblante apenas conocemos por la descripción que dejó Palomino (“Fue don Juan de Valdés Leal de mediana estatura, grueso, pero bien hecho, redondo de semblante, ojos vivos y color trigueño claro”) y por el aguafuerte con su efigie que conserva la Biblioteca Nacional de España.
Dos jóvenes señalan la multitud de ángeles que acompañan una de las versiones de Valdés de la Inmaculada Concepción / MBASE
Persiste, además, el mito de su rivalidad con Murillo, construida a modo de juego de opuestos por el historiador y crítico Ceán Bermúdez y amplificada por muchos de los estudiosos que le continuaron, aunque sin base sólida. Es cierto que ambos pugnaron por los mismos encargos en la Sevilla del XVII –una ciudad en decadencia donde brillaba, con todo el brío, el arte−, pero también compartieron las más ambiciosas empresas artísticas de la época, como las fiestas en honor a San Fernando de 1671, la decoración de la iglesia de la Santa Caridad y la dirección de la Academia de Pintura.
Conviene, pues, entender ese choque entre Murillo y Valdés no tanto como un duelo a muerte sino como un detonador de la fiebre artística. Así, el indiscutible éxito de las fórmulas del primero impulsó al segundo a recorrer sendas expresivas alternativas. La ilustración de este refinado ejercicio de supervivencia –no tuvo más remedio que buscar nuevos nichos comerciales, se diría hoy, en el grabado, la pintura mural y las arquitecturas efímeras– es uno de los grandes atractivos de la exposición del cuarto centenario del artista: Valdés Leal (1622-1690), en el Museo de Bellas Artes de Sevilla (hasta el 27 de marzo de 2022).
Un grupo de personas observa el lienzo Los desposorios de la Virgen y san José (1657), en el Museo Bellas Artes de Sevilla / MBASE
Ese juego de contrates tiene también su impacto en la pintura, llegándose a explicar el estilo de Valdés por su fuerte temperamento. “Mientras Murillo dulcificó las circunstancias materiales y espirituales de su época, Valdés, menos afortunado y optimista, no disimuló las crispaciones y padecimientos (…). Fueron dos conceptos artísticos contrapuestos y, a la vez, complementarios, ya que Murillo vio el lado amable de la existencia, mientras que Valdés tradujo el fatalismo de los tiempos que le tocó vivir”, ha señalado Enrique Valdivieso, experto en la pintura sevillana del Siglo de Oro.
Valdivieso, autor de una biografía sobre el pintor y comisario de la exposición Valdés Leal (Museo de Bellas Artes de Sevilla y Museo Nacional del Prado, 1991), ha insistido: “Sus obras evidencian que pintaba con espíritu arrebatado, desde dentro hacia fuera con tal fuerza que en ocasiones pudiera calificarse de pintor expresionista y, al igual que los expresionistas, Valdés Leal llega a deformar el aspecto exterior de sus figuras con la intención de reflejar la potencia interior de los sentimientos que las dominan”.
El sacrificio de Isaac (hacia 1656-1659), hoy en una colección particular, una de las obras maestras de Valdés Leal / MBASE
Al margen de los rasgos de su personalidad, cuyo mal carácter desmentirían sus participaciones en trabajos colectivos, el interés por educar a sus vástagos en la producción artística –incluida su hija, Luisa Morales, quien firmó con el apellido materno− y el amplio número de seguidores que dejó a su muerte, gana peso en la confección de un estilo pictórico tan personal como el de Valdés Leal su decisiva visita a Madrid hacia 1655 y el descubrimiento allí de las pinceladas de Tiziano y Rubens, acaso perceptibles por vez primera en el lienzo que recrea La batalla de los sarracenos.
En este punto, Ignacio Cano, uno de los comisarios de la muestra del cuarto centenario de Valdés Leal junto a Valme Muñoz e Ignacio Hermoso, recalca la importancia del viaje a la Corte. “El aprendizaje sevillano lo educó, sin duda, en los modos de pintar de Juan de Roelas o en la firme y libre pincelada de Herrera el Viejo. Sin embargo, el modo atrevido y rápido de conducir el pincel sobre el lienzo y de la aplicación del color difícilmente podría entenderse tan solo por esas influencias. A esa soltura, además, hay que sumar otro rasgo apreciable, el de los novedosos recursos compositivos”.
Peter Cherry ahonda, por su parte, en la singularidad del artista a partir de una premisa rotunda: “Valdés Leal pensaba de sí mismo no solo que era diferente, sino que era mejor que sus compañeros”. Y fija su principal signo de distinción en la fuerte conciencia que tenía de su propia individualidad, manifestada, por ejemplo, en el desvelo por firmar todos sus trabajos. “Dada la naturaleza en gran manera distintiva de su estilo pictórico, este signo literal de autoría podría parecer redundante, sin embargo era importante para él”, añade el profesor del Trinity College de Dublín.
Dos ángeles del escultor Pedro Roldán y policromados por Valdés, en una sala junto a lienzos de Murillo / MBASE
Cherry, autor del estudio Arte y naturaleza: el bodegón español en el Siglo de Oro (1999), ha apuntado también la originalidad de su técnica. Así, “sus pinturas están generalmente trabajadas alla prima y los pigmentos, aplicados con espontaneidad”, salvo las grandes composiciones, generalmente avanzados en dibujos y bocetos preparatorios al óleo. E insiste en su audacia: “Toques separados, no mezclados, de colores más claros o más fuertes se yuxtaponen a los más oscuros en el modelado de formas, prescindiendo de tonos medios y la degradación del color, y creando fuertes contrastes de luz y sombra”.
Para colmo, Valdés eligió un enfoque personal en la composición de los temas convencionales –por lo general, encargos de iglesias y órdenes religiosas− y solía animarlos con llamativos efectos en la proyección de figuras en el espacio pictórico, la iluminación y el color. Estas innovaciones son el resultado de la “bizarría”, que él veía como la característica principal de su pintura. De hecho, este término fue empleado tempranamente para describir el retablo del Carmen Calzado de Córdoba, cuya pintura central, El rapto de Elías, es un alarde de expresividad y movimiento.
Finis Gloriae Mundi, una de las Postrimerías de la iglesia de la Caridad de Sevilla / MBASE
Este modo tan nuevo con los pinceles no se acabó de entender del todo hasta las primeras décadas del siglo XX cuando algunos –Celestino López Martínez, Aureliano de Beruete y José Gestoso, casi replicando el fenómeno de Manuel Bartolomé Cossío con El Greco− pusieron las córneas en sus cosas y encontraron de nuevo la potencia inédita, la agitación, el color y el movimiento como vocación y como destino. Ahí empezó a descubrirse que sus escorzos de prodigio y su barroco extremo venían de un pensamiento hondo. Igual que la ardiente orquestación de elementos y la combinación de una intensa carnalidad y una inesperada abstracción.
Hasta llegar a ese instante, Valdés Leal había pasado del olvido a quedar instalado en la literatura y el imaginario popular como “el pintor de los muertos” gracias a la fama alcanzada por los lienzos de Las Postrimerías (In ictu oculi y Finis Gloriae Mundi) pintados el Hospital de la Caridad de Sevilla. Con sus recreaciones, Théophile Gautier y Alexandre Dumas describieron lo que, a sus ojos, era un espectáculo macabro cuando las dos vanitas alertan, con un impactante realismo, de la brevedad de la vida y de la certeza de la muerte. En definitiva: el aullido barroco del más barroco de los artistas.