El mundo de Carmen Laffón / DANIEL ROSELL

El mundo de Carmen Laffón / DANIEL ROSELL

Artes

Carmen Laffón: creer en la pintura

La artista fundamental del realismo español deja tras su muerte una obra pictórica de enorme intensidad caracterizada por la inteligencia, la sensibilidad y la belleza

13 noviembre, 2021 00:10

Tal vez fue Carmen Laffón (Sevilla, 1934-Sanlúcar de Barrameda, Cádiz, 2021) una de las últimas artistas que creyeron ciegamente en la pintura. En el calambre de pintar. En las preguntas que esa labor ensancha. Un día decidió instalarse en la casa familiar de La Jara, con vistas amplias al coto de Doñana, y abrirse un estudio donde nada sonaba más que el silencio. Fue una creadora obsesiva, de mano lenta. Algunas de sus series −El río y sus orillas, Bajamar y Los armarios− le han acompañado durante décadas, regresando a ellas de forma compulsiva para añadir si acaso una pincelada más. Hasta el final, ocurrido días atrás, gastó una autenticidad hecha de discreción y entusiasmo. Los ojos fijos. La mandíbula fuerte. Los pies pequeños. La senda hecha a solas.

Porque, en la jungla del mundo del arte, escogió la senda de la figuración, pero no exactamente de la realidad. O no, al menos, de lo evidente. “Más que propiamente realista, así sin más, se ubica siempre en el quicio de lo real, en sus umbrales. Se emplaza entre lo objetivo y lo subjetivo, entre lo horizontal y lo vertical, entre el interior y el exterior, entre lo próximo y lo lejano”, valoró Francisco Calvo Serraller. “En su defensa podríamos decir que lo que muestra es la posibilidad de adquirir una relación de confianza e intimidad con el mundo, por medio de disciplina, cuidado y pudor; sus obras transmiten ese sentido de armonía activa, y es esta armonía lo que tanto nos complace”, resaltó el crítico Kevin Power, uno de sus más finos apologetas.      

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Carmen Laffón, en la inauguración de ‘La sal’ en Valladolid / MUSEO DE ARTE CONTEMPORÁNEO PATIO HERRERIANO

Para encontrarle un hilo común a toda su producción, Juan Bosco Díaz-Urmeneta, autor del Catálogo razonado de la artista –volumen publicado el año pasado y que reúne más de 1.300 piezas, sin incluir la obra gráfica, cifra que da cuenta de su incansable trabajo− ha utilizado indistintamente los términos asombro y estremecimiento. “Pero, quizás, los cuadros de Laffón responden a una actitud más humilde y a la vez más atrevida”, escribe el crítico de arte. “Cabría llamarla saber de la carne inteligente. Es el que adquieren quienes, sabiéndose parte de la naturaleza, respetan su silencio, su continuo hacer y deshacer, su oscura fertilidad y a la vez ofrecen la palabra o la imagen para salir de su reserva”.

Hasta llegar a esa cima, Laffón tuvo por maestro al pintor costumbrista Manuel González Santos, patrocinador del raro talento de aquella muchacha de infancia lunar y sobradamente acolchada por unos padres ricos e ilustrados que decidieron educarla en casa, pero no dudaron en enviarla a la Escuela de Bellas Artes de Sevilla cuando apenas había cumplido quince años. Si bien no había muchas mujeres en aquellas lecciones, pasó allí tres cursos bajo el influjo de Miguel Pérez Aguilera, otro de sus referentes, y uno más en las aulas de Madrid, antes de viajar a Roma y París, donde quedó impresionada por Piero della Francesca, Marc Chagall… Quizás Camille Corot. Es decir, los de la tribu del pasado. Algunos de los indiscutibles del tiempo atrás.  

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La artista, de niña (primera por la derecha), en las clases de Manuel González Santos / ARCHIVO HISTÓRICO PROVINCIAL DE SEVILLA

Debió ser una niña seca como una vara, con ramalazos de extravagancia. “Lo primero que pinté fue una latita de sardinas en una ventana y aquello lo encontré maravilloso”, recordó en una de sus escasas entrevistas televisivas, ofrecida con ocasión de la retrospectiva que le dedicó el Museo Reina Sofía de Madrid (1992). Nunca fue capaz de explicar de dónde le vino la fascinación por la pintura, aunque en su discurso de ingreso en la Academia de Bellas Artes de San Fernando (16 de enero de 2000) justificó su predilección por la ribera del Guadalquivir: “Llamo la atención sobre los paisajes considerados oficialmente no bellos; los paisajes humildes, los secos, los desnudos, esos lugares de extraña belleza, de aparente simplicidad y profundas complejidades”.

Identificada de forma insistente con las escuelas sevillana y andaluza de pintura, conviene, para fijar con exactitud su estatura artística, desempolvar el arrojo de su aventura –nunca atendió a la moda del mercado ni se dejó llevar por los intereses de grupos artísticos−, que acabó siendo reconocida con los principales galardones, salvo el premio Velázquez: el Nacional de Artes Plásticas (1982) y la Medalla de Oro a las Bellas Artes (1999), entre otros. Sirva como ejemplo de la extrañeza inicial de sus propuestas que el cuadro Grupo de niños (1954), rechazado para la Exposición de Otoño de la Academia sevillana, le valió para ganar en un ámbito menos local y más exigente: la convocatoria del Ministerio de Educación para una beca en Italia. 

A partir de ahí, se alistó a mediados de los sesenta en la galería de Juana Mordó –donde rugían los abstractos: Manuel Millares, Antonio Saura, Pablo Palazuelo, Lucio Muñoz, Gustavo Torner y Fernando Zóbel, entre otros− e impulsó desde la capital hispalense la galería La Pasarela, una de las vías de entrada de la modernidad artística en España. En aquellos años, la pintora también forjó una intensa amistad con Zóbel: asistió a la inauguración del Museo de Arte Abstracto de Cuenca en 1966 y, años después, ambos se asentarían en un estudio situado en la calle sevillana Conde de Ybarra. Laffón pintó allí uno de sus lienzos más hermosos, La cuna (1969-1974), que el artista nacido en Manila reinterpretó profusamente en sus cuadernos de dibujo. 

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Muchacha de espaldas (1956) y Muchacha de perfil (1956-1957), dos lienzos de la primera etapa de Carmen Laffón

Los lienzos de Carmen Laffón que recrean íntimos interiores o la desembocadura del gran río andaluz son aclamados, reconocibles a modo de huella de artista. Pero existen otros trabajos que revelan no a una pintora de hallazgos, sino de insistencia. De una sola neurosis: dibujar el tiempo en el paisaje y en los objetos. Ocurre así con el ciclo Marcelina (1964-1967), avivado por el descubrimiento de una antigua muñeca en la casa de una amiga, y la amplia serie dedicada a los Armarios blancos (1979-2017), en los que el crítico Santiago Olmo trazó un afortunado paralelismo entre estos muebles y el rostro humano: silenciosos y dispuestos frontal y verticalmente, la simultaneidad de interior y exterior, claridad y enigma abonarían tal sugerencia.  

Otras veces su pintura es una pregunta incesante que se aloja en la cacharrería humilde y luminosa, en el rumor cartujo de la escena pobre, esa forma de volar ligero por el arte sin más neurosis que insistir una vez y otra en el enigma que ofrece lo inerte. En el ambiente del taller o en las espuertas cargadas de uva –con todas sus derivaciones hacia la escultura presentes en sus recreaciones de sus estudios y en la serie Las viñas−, Laffón encontró ese placer que muestra el camino hacia la suprema armonía. Y, de algún modo, esa forma de estar en la vida es también la de sus creaciones: despojarse hasta que sólo queden los elementos necesarios, los imprescindibles, aquellos que permiten atisbar algo parecido a la belleza.

En otros trabajos, Laffón mantiene el asombro intacto. Y la inquietud, que tantas veces está concentrada en los personajes de su pintura, que acabaron por desaparecer de sus lienzos, salvo los bien pagados encargos: los reyes Juan Carlos y Sofía, Mariano Rubio, Miguel Blesa, Luis María Linde… Pero antes de toda esa espuma, hombres y mujeres desconocidos, niños anónimos. Seres que rara vez miran de frente al espectador, a quienes no se les ve con definición el rostro. En sus figuras hay algo de aparición con un punto, a veces, de cierto drama. Sucede, por ejemplo, en los retratos iniciales dedicados a las muchachas, donde éstas se presentan en crudo, con un ramalazo patético, como dejando ver la otra cara de la luna, casi arrojadas a la intemperie.

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Bodegón de los pinceles (2005), escultura de Carmen Laffón en bronce pintado / MUSEO DE BELLAS ARTES DE SEVILLA

A medida que pasaron los años, Carmen Laffón se fue quedando cada vez más sola. Más despojada. Las pequeñas telas de vasos con flores son de una esencialidad desasosegante. Cada vez más lejos de la ortodoxia contemporánea, su pintura iba abundando más en la metafísica que exige mirar más allá, dejar atrás la quietud para interpretar otras variaciones de mirar, de pensar, de estar y de ser. Porque ante algunas series de naturalezas muertas –lienzos, esculturas– el espectador se va desmoronando lentamente hasta diluirse por completo en la jurisdicción de esa mesa en la que apoya los objetos del taller, la neurosis de la paleta, el pincel, los botes. Es lo que hace de ella una pintora en permanente actualidad, inmune al zigzag de las indecisiones del arte.

Pese a lo que parece aparentar, la obra de Laffón no arrastra melancolía sino ráfagas de soledad, de asombro, de distancia, de algo furtivo. Es una pintura de emociones interiores, porque la vida se concreta en lo pequeño. Pero también de grandes horizontes, de espacios de amplitud. En la última de sus series, La sal (2017-2020), se adentró casi en la abstracción al tratar de representar el blanco de las salinas de Bonanza, también en la desembocadura del Guadalquivir. A aquellas pinturas de gran formato se les unía un conjunto de ocho bajorrelieves ahora adquiridos por los coleccionistas Helga de Alvear y Mario Losantos con destino al Museo Reina Sofía, donde cerrará el nuevo recorrido de su colección permanente en una sala dedicada a la creación ecofeminista

Carmen Laffón trabaja en uno de los grandes lienzos de la exposición ‘El paisaje y el lugar’. CAAC

Carmen Laffón trabaja en uno de los grandes lienzos de la exposición ‘El paisaje y el lugar’. CAAC

Quizás haya artistas figurativos más potentes que Carmen Laffón, pero no es fácil encontrarlos tan delicadamente emocionantes. Ni tan decisivos en su autoridad de hacer de su pintura de raíz clásica un artefacto de categoría posmoderna: fuera de cualquier nomenclatura. Simplemente acogedora, fértil, sutil. Si por algo aún seduce esta pintora es por esa falta de originalidad que es, a la vez, una defensa del individualismo. Todo indica que el paso del tiempo, lejos de ser implacable con su trabajo, realzará y resituará su condición de mujer discreta y artista genial. Pues, de algún modo, ella propuso mirar y dudar de otro modo: con sensibilidad y con inteligencia. Porque todos, en definitiva, somos parte de la misma representación.