El arte de Georgia O’Keeffe / DANIEL ROSELL

El arte de Georgia O’Keeffe / DANIEL ROSELL

Artes

Georgia O’Keeffe, la artista nómada

La obra de la pintora norteamericana, caracterizada por su expresivo uso del color, explora la naturaleza y sus ciclos vitales a través de lienzos donde suceden cosas

17 julio, 2021 00:10

Georgia O’Keeffe vivió a punto del siglo –98 años– instalada de principio a fin en el arte. Por todos los frentes de su existencia, pintura. Y así fue haciendo senda, entre viajes, entre amigos, entre libros, entre soledades. Convirtió sus lienzos en un lugar en el mundo donde sucedían cosas sin necesidad de invocarlas. Todo lo que salió de sus pinceles es, por decirlo de algún modo, paisaje: flores, plantas, árboles y huesos de animales. “Hay algo inexplicable en la naturaleza que me hace sentir que el mundo es mucho más grande que mi capacidad de comprenderlo”, anotó la artista ‒nacida en una granja del Medio Oeste americano en 1887‒ antes de encajar entre aquellos seres que sólo alcanzarían equilibrio en el movimiento, en la exploración y en la rebeldía. 

O’Keeffe es una de esas creadoras cuya obra conviene no explicar en exceso. Se diría que lo suyo sencillamente acontece, se abalanza sobre el presente y va marcando el arte de su tiempo desde los márgenes hasta conquistar el centro mismo. Pero tuvieron que ocurrir muchas cosas antes de que su nombre quedase grabado en el mármol de la posteridad artística del siglo XX. Entre ellas, una furia reactiva que canalizó en un estilo estrictamente personal sustentado en una expresiva paleta de color y en la exploración de la naturaleza y sus ciclos vitales, como si invocara ante el lienzo en blanco una forma de escudriñar en lo ya existente lo nuevo, lo aún por pintar, asumiendo como propio el desafío de alejarse de las ópticas y las escalas tradicionales

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Georgia O’Keeffe, en una fotografía de 1918 / GEORGIA O’KEEFFE MUSEUM

“Rara vez uno se toma el tiempo para ver realmente una flor”, aseguró la artista, quien añadió: “La he pintado lo suficientemente grande para que otros vean lo que yo veo“. Del voltio de esa frase se deduce que fue un ser con una sensibilidad extrema al frente de una expedición estética particular, aunque expresada en casi dos mil pinturas y un puñado de esculturas concebidas desde la búsqueda y la condición del caminante que elige cómo percibir, experimentar y reelaborar su entorno. En sus trabajos se perciben las enseñanzas de Arthur Wesley Dow, un paisajista americano seguidor de Gauguin y Bernard, y las formulaciones de la Straight Photography, el movimiento liderado por Alfred Stieglitz, quien patrocinaría a la artista antes de convertirse en su esposo. 

A Stieglitz precisamente se le debe una instantánea decisiva, fundamental, para comprender el making-off de la artista. En la fotografía, realizada en la década de los veinte, Georgia O’Keeffe camina de espaldas por un paisaje árido, casi desértico, a pleno sol y cubierta con sombrero, cargando con un abrigo y un lienzo de grandes dimensiones. En esa imagen está cifrada su potencia creativa: de su encuentro con la naturaleza surgió una pintura que despoja a las cosas de su forma para expresarlas en color, en mancha, en sensación última. Así, elimina tonos innecesarios y enfatiza los efectos más directos y contundentes hasta descubrir que la abstracción es, quizás, otra versión de la figuración: no niega la realidad, sólo la muestra en su forma esencial.

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Desde las llanuras II, óleo sobre lienzo ejecutado por la artista en 1954 / MUSEO THYSSEN, GEORGIA O’KEEFFE MUSEUM, VEGAP, MADRID, 2021

Quizás por su insistencia en las representaciones del paisaje estadounidense –desde la naturaleza exuberante de Lake George, al norte de Estado de Nueva York, a la aridez de los cerros del desierto de Nuevo México– y su definido carácter –fuerte individualismo, la integridad personal y franqueza sin adornos– ha acabado por erigirse en la pintora americana por excelencia. A ello se suma su temprana elección por formarse en las escuelas nacionales, militando, primero, en el Art Institute de Chicago y, después, en la Art Students League de Nueva York, apartándose de tantos artistas estadounidenses que viajaron al extranjero. Ella no salió de su país hasta cumplidos los sesenta años, lo que ha agigantado su aura de pintora nacional americana.    

En este punto, conviene subrayar que, cuando O’Keeffe se echó a pintar, hacia 1916, las vanguardias comenzaban a aplicar, al otro lado del mundo, descargas al arte con su violín desquiciado y su botella quebrada. Ella llegaría a Nueva York poco después, cuando aún los taxistas llevaban pajarita y la ciudad de los rascacielos comenzaba a arrebatarle a París el título de capital de los excesos. Las décadas de los veinte y treinta fueron su campo de pruebas para asaltar el palacio de invierno de los padres de la contemporaneidad artística. Un desafío que, en su caso, devino en fenómeno inesperado bajo la forma de un lenguaje propio, que a veces parece remitir con exactitud a una realidad visible, mientras que en otras ocasiones parece alejarse del objeto de inspiración para convertirse en una armoniosa mixtura de formas y colores. 

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Fotografía de O’Keeffe  realizada por Alfred Stieglitz en la década de los veinte / GEORGIA O’KEEFFE MUSEUM

En su formación cultural se percibe la huella de Henry David Thoreau, filósofo defensor de la naturaleza y de un estilo vitalista genuinamente americano. Desde el punto de vista artístico, O’Keeffe combinó el espíritu sintético y simplificado proveniente de las primeras vanguardias, pero dotándolo de un sentido monumental, que se resistió siempre a la desaparición total de la figura. Su fascinación inicial por los iconos más característicos de la modernidad urbana e industrial fue progresivamente sustituida por un amor místico a la naturaleza. De ahí proceden las que resultarían sus imágenes más populares de flores, conchas, cráneos animales y paisajes, tratados de una forma inconfundiblemente original.

Pero, junto a sus indudables virtudes artísticas, O’Keeffe siempre desplegó un fino olfato para los negocios. Ya instalada en el piso 30 del Hotel Shelton de Nueva York, con residencia en algunas de las casas que adquirió en Nuevo México –una situada en pleno desierto, en Ghost Ranch, y otra en el pequeño pueblo de Abiquiú–, la artista siempre se movió en el mercado con firmeza e inteligencia, controlando estrechamente la disponibilidad de obras para sostener la demanda y los precios, y eligiendo exposiciones y publicaciones que avivaran su prestigio y, de paso, la valoración de sus lienzos. En 1928 pidió 25.000 dólares por seis de sus pinturas de calas y lirios, la suma más grande jamás ofrecida a un artista americano vivo; en 2014, en una subasta en Sotheby’s, su lienzo Estramonio. Flor blanca (1932) alcanzó 35,4 millones de euros

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Hojas de otoño-Lake George, N.Y. 1924 / COLUMBUS MUSEUM OF ART, GEORGIA O’KEEFFE MUSEUM, VEGAP, MADRID, 2021

Su elevada cotización y su veneración como artista nacional en Estados Unidos ha jugado, sin embargo, en contra a la hora de su difusión en el exterior, donde apenas se la conoce por sus cuadros de grandes flores. No es extraño, por tanto, que la primera retrospectiva dedicada a su producción en Europa se celebrara en una fecha tan tardía como 1993 (Georgia O’Keeffe. American and Modern, Hayward Gallery, Londres), mientras que en España hubo que esperar a 2002 para contemplar una selección de su trabajo (Georgia O’Keeffe. Naturalezas íntimas, Fundación Juan March, Madrid). Sucede igual con las obras de su autoría en museos internacionales: fuera de EE.UU. sólo posee una el Pompidou de París; dos, la Lenbachhaus de Múnich; y cinco, el Museo Thyssen.

Con esa notable representación, este último centro artístico madrileño lidera una revisión de su obra (Georgia O’Keeffe, hasta el 20 de agosto) que supera, incluso, a la confeccionada por la Tate Modern de Londres en 2016 al presentarla como una creadora con un personalísimo concepto del arte, sin sucumbir a los tópicos interpretativos que la han perseguido siempre. La exposición, que viajará al Centre Pompidou y a la Fondation Beyeler de Basilea, aparta las lecturas simples en torno a su iconografía –como símbolo sexual o expresión del género femenino– que fueron alentadas por su marido, el fotógrafo Alfred Stieglitz, propietario de la célebre galería neoyorquina 291, el primer gran foro de difusión vanguardista de Estados Unidos.

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El lienzo Puerta negra con rojo, firmado por Georgia O’Keeffe en 1954 / CHRYSLER MUSEUM OF ART, NORFOLK, VA, GEORGIA O’KEEFFE MUSEUM, VEGAP, MADRID, 2021

En su propuesta, la comisaria Marta Ruiz del Árbol, conservadora de Pintura Moderna del Museo Thyssen, ha hallado en los viajes ese hilván que une y amplifica la intensa actividad profesional desplegada a lo largo de siete décadas por Georgia O’Keeffe. Para la artista, que guardaba celosamente el material que había ido atesorando en cada travesía en cajas –las travel boxes–, conservadas hoy en el museo que lleva su nombre en Santa Fe, el viaje era, además de propiciador de nuevos temas, parte fundamental de su proceso creativo. “Encontrar la sensación de infinito en la línea del horizonte o simplemente en la próxima colina”, anotaría la pintora, para quien la actividad de caminar, unida a la de recolectar, inauguraba cualquier acción artística. 

En toda su vida nunca dejó de viajar. Por Estados Unidos, en primer lugar, y por todos los continentes del planeta en el último tercio de su vida. Desde las planicies y cañones de Texas a los paisajes urbanos, en los que captó la rápida transformación de Manhattan en la ciudad de los rascacielos. Sus obras también dieron cabida a las tormentas del lago George o las espectaculares formaciones geológicas del Sudoeste americano. Igual ocurrió con sus largos recorridos a pie por el paisaje agreste de Nuevo México, donde se ocupada de recoger flores y piedras, o con sus vuelos transoceánicos, plasmados en unas pinturas que representan horizontes de múltiples tonos o que recuerdan a los ríos serpenteantes observados desde la ventanilla del avión. 

De sus recorridos, quedó gratamente impresionada por España, que pisó en dos ocasiones, en 1953 y 1954. En la primera de ellas entró por el  País Vasco procedente desde Francia y visitó las cuevas de Altamira antes de llegar a Madrid, donde le fascinó el Museo del Prado, particularmente Francisco de Goya. Quizá fueran las obras del aragonés lo que la animó a emprender un segundo viaje apenas transcurrido un año. Entre los meses de marzo y mayo de 1954, la pintora estadounidense vivió la Semana Santa y la Feria de Sevilla, asistiendo el 29 de abril de a uno de los festejos taurinos en la plaza de la Maestranza a tenor del programa de mano que se conserva en los archivos de la pintora, quien llegó a registrar el colorido del traje de dos de los toreros (Manolo Vázquez, rojo, y Juan Posada, lavanda).   

Georgia O’Keeffe mantuvo una alta tensión creativa hasta el final de sus días, incluso cuando la dolencia ocular que le afectó los últimos años la apartó de la pintura y la puso en la órbita de la cerámica. Falleció el 6 de marzo de 1986 y sus cenizas fueron esparcidas en los alrededores su casa de adobe en Ghost Ranch. “Cuando pienso en la muerte, solo lamento que no podré volver a ver este hermoso país, a menos que los indios estén en lo cierto y mi espíritu siga vagando por aquí cuando yo ya me haya ido”, dijo en alguna ocasión. Eso sí, cuando le preguntaron cómo le gustaría ser recordada, la respuesta fue clara, sencilla y contundente: “Simplemente como pintora”.