La guerra de la 'Postfotografía'
La fotografía española, castigada por una economía empobrecida y precarizada, se asoma a un cisma entre la tradición documental y su conversión en arte conceptual
28 noviembre, 2020 00:10“Enturbian el agua para que parezca profunda”. Así, citando a Nietzsche, el fotógrafo Juan Valbuena (Madrid, 1973, uno de los impulsores del influyente colectivo NOPHOTO, editor de la revista Phree y profesor en EFTI), explica cómo a una parte de la fotografía contemporánea española “se nos ha ido de las manos” el discurso visual hasta volverlo innecesariamente denso, turbio, opaco. Espoleada por conceptos como postfotografía, apostolado en España por sumos sacerdotes como Joan Fontcuberta, la fotografía contemporánea cuestiona la noción de autor, deslegitima los discursos de la originalidad, bendice las prácticas de adopción apropiacionistas, da prevalencia a la circulación de las imágenes por encima de su propio contenido, reivindica la figura del amateur, reclama para el espectador interactivo de la Red la condición de coautor de una obra o expande la teoría de que la realidad ya no existe pues cualquier imagen es siempre el resultado de una ficción.
Semejante andanada a la histórica línea de flotación de la fotografía clásica embestida desde el campo del arte conceptual, solo podía producir una terrible jaqueca y dolor de urticaria en gran parte de la comunidad fotográfica española, proveniente de prácticas documentales cuyo origen más pulcro, compositivo y analógico ha sido violentamente sacudido por la nueva ontología de la imagen digital, esa que ha convertido la imagen física en un código numérico y que ha trasladado la corporeidad del papel donde las imágenes eran pulidas en codiciados y preciosistas baritados hasta la fosforescencia líquida y fugaz de las pantallas.
La guerra ha estallado. Fotógrafos contra artistas visuales. Creadores conceptuales contra documentalistas. Realidad frente a constructos teóricos. La fotografía española se asoma a un cisma irreversible que divide en dos bandos la escena. El combate no es solo teórico. En una industria precarizada, con un sector que, abatido por el hundimiento de su mercado y puesto que había sido excluido de las ayudas anunciadas por el Gobierno para paliar los estragos de la pandemia en el cine, las artes contemporáneas o el libro, en junio pasado salió “escandalizado” y sintiendo “vergüenza ajena” de una reunión a la desesperada con el secretario general del Ministerio de Cultura y Deporte, Javier García Fernández, según narró el fotoperiodista Gervasio Sánchez, uno de los cuatro premios nacionales que asistieron, el modus vivendi de los fotógrafos está en juego.
Sánchez, aludiendo a esa corriente postmoderna, contraataca: “Una serie de popes se están cargando a la fotografía. Están pisoteando al fotoperiodismo. Ellos deciden por dónde tienen que ir el arte y la fotografía y eso influye en museos como el Reina Sofía, que pasa absolutamente de la fotografía documental. Pero eso no ocurre en Alemania o Francia”. La penúltima escaramuza de este combate, que de forma sorda o muy airada recorre continuamente las redes sociales, se libró en Madrid el 19 de octubre de 2019. Ese día, la artista conceptual Montserrat Soto (Barcelona, 58 años) ganó los 30.000 euros y el prestigio del Premio Nacional de Fotografía. En cuanto la noticia se difundió, decenas de aficionados, entre perplejos y sorprendidos, corrieron a teclear su nombre para adivinar quién era Soto, pues no la conocían y cuando la conocieron, no la reconocieron como fotógrafa.
Esa tarde, la historiadora Laura Terré, vinculada al rescate de los grandes fotógrafos documentales del Grupo AFAL, que formaba parte del jurado, proclamó públicamente que ella no había votado a favor y que, frente al jurado, le había resultado imposible “convencer de imponderables que los ojos no están capacitados para ver o los corazones a sentir o los cerebros a pensar”. Fotógrafos de tradición humanista como Juan Manuel Díaz Burgos se apresuraron a felicitarla por su “valentía”. Soto, para quien la fotografía es básicamente un soporte, un medio, mezcla la pintura con textos o collages
Al año siguiente, y cuando la teoría de la balanza sugería que, para equilibrar, el Nacional de Fotografía se inclinaría esta vez hacia un fotógrafo documental, especialmente en un año en el que los grandes fotoperiodistas españoles se habían fajado con valentía contra el reto de la covid, otro jurado volvió a distinguir a una fotógrafa de prácticas conceptuales desconocida incluso para los militantes de lo contemporáneo: la profesora alicantina Ana Teresa Ortega que a principios de los 90 investigó las posibilidades creativas de unir su interés inicial por la escultura con la fotografía en proyectos tridimensionales o insertando emulsiones fotográficas sobre soportes de algodón o de metacrilato. “Hoy la mezcla de lenguajes es absoluta. La fotografía bebe de todo y todos beben de la fotografía. Aunque, en verdad, los fotógrafos no dejan de trabajar en dos dimensiones, al margen de que hagan videos también”, explicó Ortega su híbrida y amplia posición artística.
Pero si el año pasado la difusión del premio desencadenó una feroz tormenta en las redes, esta vez el fallo pasó como la luz por el cristal causando una asombrosa tibieza entre la vieja afición bidimensional, quizá ya agotada de un debate que da por perdido, sin provocar tampoco un alirón excesivo entre la crecida afición contemporánea. Apenas nada, ni fu ni fa. “Al Premio Nacional de la Fotografía le está ocurriendo lo peor que le podría pasar: lo único que empieza a provocar es indiferencia”, sentenció a los pocos días uno de los grandes fotógrafos documentales de este país, eterno candidato a un galardón que pospone continuamente los nombres sagrados entre la afición de Navia, Momeñe, Díaz Burgos o Hara en favor de autoras conceptuales conocidas casi únicamente en el ámbito de las galerías de arte.
En la fotografía española, al igual que ocurrió antes en la internacional, la tentación de cifrar y cargar de significado a la imagen ha cristalizado claramente, según indica Valbuena, en la deriva del fotolibro, ese objeto talismán que suele obsesionar a los jóvenes fotógrafos obcecados con publicar urgentemente su primer proyecto –cuando a Ramón Masats, por citar a un maestro indiscutible, su primer libro le tardó 10 años– y que según Valbuena, que es uno de los mejores editores fotográficos de este país, ha derivado hoy “hacia unas estructuras supercrípticas que no son el camino. A mí hay muchos que, incluso siendo de amigos, me dejan frío. La fotografía está pensada para contar historias más que para hacer ejercicios de metafotografía”.
Fruto, a menudo, de proyectos infartados por un exceso de teoría sostenido por imágenes no precisamente recias, muchos de esos trabajos olvidan que, como sostiene Eduardo Momeñe (Bilbao, 1952), respetado como uno de los grandes pensadores españoles del género, “la fotografía es un lenguaje no decible. No hablable. Queremos hablar con un medio que nos obliga a tener un esparadrapo en la boca. Yo no necesito entender nada. Solo necesito que la fotografía me atrape”. La consecuencia es que el boom del fotolibro español, que empezó con el inesperado éxito de Infinito del sevillano David Jiménez y que en 2015 alcanzó su dorada velocidad de crucero a instancias de varios factores –una suma de talento, autoedición y hambre de fotografía– más el liderazgo de La Kursala, de la Universidad de Cádiz, un pequeño proyecto basado en conceder a los fotógrafos 2.000 euros para editar un fotolibro de 500 ejemplares (425 para la Universidad, 75 para ellos) más otros 900 euros para la producción de una exposición. De esa fórmula tan barata salieron nombres como Ricardo Cases, Cristina de Middel o el propio Valbuena.
Pero cuando el boom parecía asentado, descubrimos un espejismo. “Las tiradas estaban sobredimensionadas y el público que decimos que está, no sabemos dónde está. Si los discursos son tan cerrados, si somos tan densos, la complejidad es tanta y el producto es tan caro, así no llegamos al público”, resume Valbuena. Situada frente a una encrucijada decisiva, la fotografía española –en crisis replicada con el retardo habitual de la internacional– se enfrenta al debate de evaporarse en el nuevo contexto de las artes visuales, un genérico intermodal en el que la antigua imagen fija cotiza hoy muy a la baja, pues ni siquiera la fotografía puede aferrarse con demasiada certeza al viejo precepto de ser un arte de la memoria.
Los teléfonos móviles nos permiten hoy pulsar sobre una imagen y animar lo inanimado, convertir en vivo lo que antes era un instante congelado. De ahí, Ingrid Guardiola, en su ensayo El ojo y la navaja (Arcadia) deriva que las ficciones son tan reales “que magia e imagen parecen intercambiar sus funciones”. La tentación de liquidar la herencia del documentalismo y de lo real que, hasta ahora, había forjado la mirada y nutrido gran parte de la producción de los fotógrafos, está en el aire. El dicto de los nuevos gurús de la contemporaneidad obliga al viejo fotógrafo cazador a convertirse en un nuevo agricultor.
Hoy, se nos dice, para ser fotógrafo ni siquiera es necesario tener cámara. “Uno de los grandes cambios de la fotografía de las últimas décadas está relacionado con la renuncia a lo documental. Los autores trabajan ahora no como cazadores del instante, como ocurría en el siglo XX, sino como pacientes agricultores que a partir de una imagen tomada, de un archivo digital de Internet o de cualquier otra fuente, construyen un discurso con códigos inéditos”, propuso el comisario Sema D ´Acosta –de la factoría de Joan Fontcuberta– a finales de 2018 en el SCAN de Tarragona, una incubadora o un tinglado –“Tinglado”, se llaman sus propios espacios expositivos– que aviva a la vanguardia visual española.
En privado, numerosos grandes fotógrafos vinculados a la tradición documental recibieron ese certificado de defunción con una mezcla de sorna, escándalo o indiferencia. Varios vectores se juntan. De una parte, la reflexión teórica hace años que viene socavando la credibilidad de lo real en una práctica que, como la fotográfica, enmascara en la apariencia mecánica de su dispositivo con una serie de decisiones arbitrarias –qué fotografío, cómo lo fotografío, qué entra, qué se queda fuera del cuadro– que, desde Niepce, siempre han pertenecido al dueño de la cámara.
La devaluación de la fotografía, convertida en un consumible bien avenido con la fosforescencia adictiva de la pantalla en red, la sobresaturación de imágenes que parecen “vivir por su cuenta y replicarse a la manera de un virus mutante”, según la descripción del profesor de la Universidad de Cádiz Juan Martín Prada y la democratización de la fotografía digital, que ha traído una torrentera de imágenes que tumban la calidad media del producto y están reclamando una severa ecología, han derribado el viejo castillo de la fotografía analógica donde antes ser el mero dueño de una cámara y acceder a los (no muy complicados) secretos del laboratorio te convertían en el brujo de la tribu y te garantizaban una posición de privilegio, por muy mediocre fotógrafo que fueras.
La expansión de las escuelas de fotografía y artes visuales –EFTI, Lens, Dinamo Visual Lab –en Madrid–, Grisart –en Barcelona– o el CFC de Bilbao han puesto en la calle, a pesar de sus caras matrículas, a centenares de jóvenes fotógrafos y fotógrafas con una formación inédita para un país de clásicos fotógrafos autodidactas. Sin embargo, Valbuena, que dirige un máster de gestión de proyectos en una de esas escuelas, observa en sus alumnos: “No veo profundidad. Veo más surfistas que buceadores y veo mucha confusión. Ellos creen que el oficio es una cosa fácil, romántica. Sí, es verdad que hacer una foto es fácil pero, y además de eso, ¿qué?”.
Por otro lado, la industria fotográfica, por raquítica que sea, se ha desplazado hacia la galería de arte donde la fotografía española, salvo episodios aislados, no había entrado hasta hace bien poco, ya fuera por falta de tradición o por ser de entrada un género reproducible, es decir, muy poco atractivo y antieconómico para la exclusivista unicidad que demandan los coleccionistas del mercado del arte. Allí, los antiguos fotógrafos ahora son artistas y, a impulsos de mayores ambiciones creativas que también conviertan a su imagen, potencialmente reproducible, en una obra única, la adornan con intervenciones plásticas y la envuelven en un gran aparato teórico.
Pero esa parece ser la única forma de lograr vender una foto porque, sobre las ventas, la unanimidad es abrumadora: nadie compra una foto en España y los felices tiempos de los 2.000 o 3.000 euros por un retrato editorial no parece que vayan a volver, como dice Luis Baylón. “La inmensa mayoría de los fotógrafos que conozco no viven de la fotografía y los hay con una cierta trayectoria que no llegan a fin de mes”, certifica Gervasio Sánchez. A falta de ventas, de encargos editoriales y periodísticos la pérdida de contacto con la prensa explica también la pérdida de conexión con lo real de muchos fotógrafos replegados en su ensimismamiento conceptual y con los proyectos públicos menguados hasta el enanismo, muchos grandes fotógrafos se refugiaron en el negocio colateral de los talleres, que tras algunos años muy rumbosos, también están empezando a hacer aguas. De modo que, mientras que el combate entre la realidad y la ficción continúa, el campo de batalla, diezmado por una covid que ha arrasado con encuentros y festivales, solo presenta supervivientes y muchos cadáveres.