Mafalda, la niña creada por Quino, llevando una tarta de cumpleaños

Mafalda, la niña creada por Quino, llevando una tarta de cumpleaños

Artes

Mafalda, humanismo hasta en la sopa

Se cumple medio siglo de la publicación del primer libro de Mafalda, la tira cómica de Quino. ¿Cuáles son las razones de que este personaje se haya convertido en un clásico?

22 abril, 2020 00:00

Por regla general, el humor tiene fecha de caducidad. Muchos chistes políticos  –ingeniosísimos–  pierden frescura si los sacamos de la nevera de la actualidad. Cada vez comprobamos más que algunos gags que nos parecían descacharrantes se ven desprovistos de sus superpoderes ante la kriptonita del tiempo. Como cantaba Morrissey en aquel disco de The Smiths: “This joke isn’t funny anymore”. En ocasiones, al echar la vista atrás, nos resulta sonrojante –o directamente marciano–  observar cómo y de qué nos reíamos hace tan solo unos cuantos años. Podemos decir que a los chistes les pasa como a la famosa manzana de Berkeley: su sabor solo puede existir en el comercio íntimo entre la manzana y el paladar, entre obra y contexto. 

Y sin embargo, como en toda condición y circunstancia, existen heroicas excepciones. Algunos humoristas son capaces de detener el tiempo. Ciertas piezas cómicas resultan inmarcesibles. Existen personajes de ficción que resisten incólumes al desgaste de la erosión del río de la vida, que no ceden un ápice de su lozanía original. Sucede, por ejemplo, con las películas de Charles Chaplin o Buster Keaton, con algunos chistes de Eugenio, pasa también en algunas viñetas que trascienden su propio cometido –no olvidemos que fueron creadas en el fragor del día a día y el consumo rápido de la prensa–  para convertirse en extrañamente eternas, forever young, pedazos incaducables con todas sus capacidades organolépticas –la sonrisa, la carcajada o la reflexión– intactas. 

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“Toda lectura de un clásico es, en realidad, una relectura.”, apuntaba Italo Calvino en sus tesis –ya clásicas ellas también– sobre la condición que hace a estos textos inmortales. Siempre hemos entendido la máxima con una doble interpretación. La primera, sin duda, hace referencia a que esas obras –El Quijote, Gilgamesh, Snoopy– forman parte de nosotros independientemente de que las hayamos leído o no. Las conocemos antes de conocerlas. Las propuestas que representan nos configuran en lo más íntimo: modelan nuestro pensamiento y lenguaje. Son nuestra cultura, y como nosotros estamos hechos de cultura, son nosotros mismos. 

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La otra interpretación resulta tal vez más lateral, pero creemos que no menos cierta. Explica bien –irónicamente– ese afán que nos asalta a la mayoría por ocultar algunas de nuestras lagunas culturales, algunos enormes lagos Victoria, otras apenas charquitos. Así las cosas, nadie se atreve a confesar sin apuro que lee por primera vez a Shakespeare o a Emily Dickinson, siempre decimos, ay, que los estamos releyendo

Una de las piezas que sin duda forman parte de ese panteón de héroes olímpicos, es la obra de Joaquín Lavado (Mendoza, 1932), alias Quino. El mendocino es el padre putativo de la tira cómica y costumbrista Mafalda –la niña enamorada del método socrático, una feminista cabezona con lazo, la impenitente hater sopera– y su mundo barrial de clase media argentina. Su universo, de claro origen ultralocal, ha trascendido fronteras, idiomas y décadas. 

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El ilustrador y humorista argentino Joaquín Lavado, Quino, junto a su criatura.

¿Quién le iba a decir a Quino cuando decidió rescatar un personaje creado para una humilde campaña publicitaria, que aquellas pocas viñetas de trazo sencillo se iban a convertir en uno de los referentes artísticos del siglo XX? Que el propio Umberto Eco –su primer editor fuera de Latinoamerica– iba a asegurar sobre su creación: “En fin, Mafalda, en todas las situaciones, es una heroína de nuestro tiempo, algo que no parece una calificación exagerada para el pequeño de personaje de papel y tinta que Quino propone. Nadie niega que las historietas (cuando alcanzan cierto nivel de calidad) asuman una función que pone en cuestión las costumbres. Y Mafalda refleja la tendencia de una juventud inquieta que asume aquí la forma paradójica de disidencia infantil, de esquemas psicológicos de reacción a los medios de comunicación de masas, de urticaria moral provocada por la lógica de la Guerra Fría, de asma intelectual causada por el hongo atómico. Ya que nuestros hijos van a convertirse –por mérito nuestro– en otras tantas Mafaldas, será prudente que la tratemos con el respeto que merece un personaje real”.

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Efectivamente, Mafalda es un referente de comportamiento. Nuestro Pepito Grillo favorito. Tal vez no sea tan evidente que los mejores humoristas sean también –a su manera– grandes moralistas. Las obras completas de Mafalda son uno de nuestros libros de ética de referencia, justo al lado de Aristóteles y de Hannah Arendt. Su criticismo en el entorno familiar apela directamente a las contradicciones e hipocresías de nuestra sociedad. Su preocupación por el globo terráqueo –“¿Te duele China?”, le preguntaba en muchas ocasiones– acabó siendo el nuestro. La manera con la que mira al padre cuando vuelve derrotado de la oficina y le espeta: “¿esto es lo que hace el trabajo con los adultos?”. Su gracejo onomástico para bautizar mascotas: recuerden que su tortuga se llama Burocracia. Su actitud de líder de la canción protesta sin música, su preocupación insobornable, sus quejas sin tasa, idealistas, su fatalismo infantil, su peterpanismo cósmico, resume buena parte de lo mejor y peor de la tradición progresista finisecular. 

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Edición de Lumen de las historieta de Mafalda.

Con los años la tira crece desde la familia nuclear de hija única –madre y padre prototípicos–  hasta abarcar un barrio entero. Sobre todo cuando la publicación pasa de semanal a diaria y Quino necesita otros alicientes para ampliar tramas y decorados. Aparecen entonces otros personajes que también se han convertido en eternos. Tal vez menos reflexivos, pero más divertidos. Es en esa alteridad –como Cervantes cuando se da cuenta de que la novela ejemplar del hidalgo loco se le está convirtiendo en una gran novela al descubrir a Sancho Panza– cuando Quino se da cuenta de que las puyas progres de Mafalda funcionan de perlas ante la visión del mundo de Manolito –un inmigrante español muy preocupado por el dinero–, la deliciosamente insoportable Susanita –y su visión carpetovetónica de lo femenino– o el existencialista Felipe y su  pereza imaginativa. 

Mafalda Neomundismo

Así, entre conversaciones y reflexiones, juegos y veras, pasa la vida en la tira, atenta al latido de lo cotidiano, sin perder la visión general. Mirando hacia al cielo con los pies en la maceta, como dice Kiko Veneno. Una pequeña comedia humana donde los padres representan los valores del pasado, Mafalda y su cuestionamiento es el presente y los jóvenes personajes –la pequeña Libertad– la confianza, algo mermada, en un futuro mejor. A la par que la familia crece, lo hace también la maestría de Quino en el dibujo. No hay más que repasar la diferencia entre los primeros álbumes de Mafalda y sus últimos libros de ilustraciones para darse cuenta de su compromiso con el arte y su capacidad de trabajo –es famosa su decisión de repetir y repetir bocetos hasta dar con la mano y el botijo perfectos–, su asombrosa capacidad para convertirse el virtuoso calígrafo de nuestros desvelos y esperanzas.  

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Las pensadoras del mundo de la cooperación internacional explican que el éxito completo de una ONG es su disolución absoluta. Es decir, que las injusticias y desigualdades que hicieron nacer a esas organizaciones desparezcan para siempre. La verdad es que hace lustros que Quino decidió prejubilar a Mafalda –su particular oenegé– y en la actualidad solo la utiliza en momentos escogidos como alguna campaña de la ONU en favor de la infancia. Pero el hecho es que sus antiguas reivindicaciones: la disolución de los ejércitos, el reparto de recursos, la igualdad entre géneros y clases, la justicia social, siguen más en boga que nunca. Se nos ocurre que quizás el triunfo definitivo de Mafalda sería que algún día, no demasiado remoto, dejara de hacernos gracia.