El Raval (en crudo) de Oriol Miñarro
El fotógrafo catalán publica ‘Welcome to the barrio’, una perturbada radiografía de la marginalidad cotidiana en el céntrico distrito de la Barcelona más salvaje
10 enero, 2020 00:00Puños cerrados que exhiben robustos anillos que, expandiéndose recios sobre varios dedos, proclaman un amenazador Depelea. Una guitarra algo cochambrosa y a falta de alguna cuerda que en su caja, como un anhelo de consoladora esperanza, afirma: “Dios te ama”. Un perro que, medio asustado, mira a cámara mientras del culo le sale un zurullo de mierda. El contundente retrato de un hombre devastado del que no necesitamos ver su rostro sino solo sus degradados pies, con sus uñas emponzoñadas, macilentas y curvadas hacia fuera como garras de aves de presa, para conocer su historia desgraciada contada por el siguiente diálogo rotulado en sus empeines: “Estoy cansado”, dice garabateado el rótulo de uno. “Yo también”, le contesta el otro como un graffiti mudo.
La mirada frontal, indiferente o retadora, de un hombre de torso desnudo y tatuado que, posado sobre la carrocería de un coche que parece abandonado junto a una vieja máquina de coser en el solar de una calle desvencijada, reposa las manos dobladas sobre sí agarrando bajo el puño apretado de la izquierda el inquietante y aparatoso cuchillo de quien debe creer que salir a la calle es aventurarse a una cacería en la jungla urbana. Cazar o ser cazado.
Cañís y salvajes, bizarras y perturbadoras, herederas de un cóctel de variada tradición donde se agitan y se mezclan Diane Arbus, Joan Colom, Anders Petersen, García-Alix o Joel-Peter Wilkin, las imágenes con las que Oriol Miñarro (Barcelona, 1974) radiografía la piel más descarnada del Raval de Barcelona en Welcome to the barrio (FracasoBooks), nos sumergen en una suerte de delirio visual paralelo al de la otra ciudad, esa Barcelona rutinaria que discurre por las Ramblas hacia el mar invadida por reatas amorfas de turistas ignorantes de que muy cerca, apenas a unos metros, por los callejones más descascarillados y empobrecidos del Raval, pulula una fauna de personajes que parecen reactualizar, en clave suburbial, a los que habitaban los grabados tenebristas de Francisco de Goya.
“La calle es una ópera, una tragicomedia”, dice Oriol Miñarro, quizá porque los personajes reales y acanallados de sus fotos conviven muy próximos con los sublimados y ficticios de las trágicas historias que en el Teatre del Liceu se representan para evasión y seguridad de su audiencia burguesa. Con una estética deliberadamente feísta, en tomas crudas y cercanas –nada de la plácida autoprotección del tele–, peinando el barrio en las tres horas para comer que le dan su empleo como vendedor de alfombras, basculando sobre la cuerda floja del límite difuso que media entre presentar un trabajo ético y decente de unos personajes sorprendidos en su más fiera verdad o traspasar con ellos la frontera escandalosa del morbo y el frikismo, Oriol Miñarro, salvando la honradez de su mirada a toda costa, nos presenta un trabajo que da un inesperado puñetazo sobre la mesa autocomplaciente y endogámica de la fotografía española contemporánea, tan afectada de la inane sofistificación postfotográfica, el exceso de trabajos sobrecargados de retórica y un vacuo –pero moníiiiisimo– formalismo incubado en esas caras escuelas de fotografía que Oriol Miñarro… no pisó jamás porque es un francotirador autodidacta.
“Soy un verso libre y hago lo que me da la real gana”, se explica Miñarro, que tampoco quiere teorizar demasiado su trabajo hasta el punto de que el libro carece del típico texto introductorio para no predeterminar su lectura visual ni tergiversar el impacto que provocan sus fotografías con el pie de foto que es el que, como sostiene Eduardo Momeñe, carga realmente de opinión y de narratividad a la pura desnudez de las imágenes.
Lo que no evita –porque las imágenes no solo no pueden evitarlo, sino que a su modo de puzzle fragmentario lo proclaman orgánicamente con vehemencia– que Welcome to the barrio constituya un trabajo intensamente político, un mosaico radical que arde en la retina de sus espectadores, sobre los efectos devastadores de la crisis, la persistencia de los tics “del franquismo sociológico en el que todavía vivimos”, dice Miñarro, y la hecatombe de las periferias desahuciadas –por céntricas que puedan resultarnos– como la del Raval, que es el barrio más pobre de todos los del centro de Barcelona, aglutina a un 50% de extranjeros y suele trepar hasta las escaletas de los informativos solo por las redadas policiales contra los narcopisos y por otros conflictos callejeros desatados sobre la agrietada piel de aquellas callejuelas que se conocieron desde siempre como el Barrio Chino, pero que también fueron el decorado fabril del digno movimiento obrero catalán.
Sobre el deterioro y la deriva actual todo ello –sin hacer ninguna alharaca sociológica– va Welcome to the barrio, el feroz trabajo documentalista de Oriol Miñarro cocido al fuego lento de seis o siete años y muchas horas paseando por el barrio, muchas conversaciones con sus personajes sin tener ni un solo percance nunca y muchas fotos descartadas por resultar excesivamente freaks y truculentas.
Pero, como esos dragones de múltiples cabezas, Welcome to the barrio va de otras cosas, incluso va de cómo un creador, un fotógrafo, para combatir las tres horas de aburrimiento que le parten el horario laboral en la comida y a impulsos de su obsesión compulsiva por fotografiar la ley de la calle, acaba construyendo finalmente un barrio delirante en su cabeza, una suerte de imaginario perturbador, psicótico, como una galería del extrañamiento más oscuro a pesar de ser público y urbano, que también es la mirada que caracteriza a sus otros dos trabajos fotográficos, Ínsula y Lóbulo occipital, pese a estar fraguados en las antípodas formales de este proyecto estricta y descarnadamente documental. Parece una paradoja –que las imágenes de la cruda realidad nos parezcan tomadas en estado de delirio– pero ya decía Man Ray que “la fotografía es la irrealidad contenida en la realidad misma”.
En imágenes escuetas, muy cerradas, que salvan la dignidad pública de sus protagonistas guillotinándoles la cabeza y dejándolos sin rostro –es decir: acentuando el carácter simbólico de lo que muestran, porque la carga metafórica y coral de sus historias no es propiedad exclusiva de los caretos de sus protagonistas– y de un modo fragmentario, amontonando una infinidad de detalles de cabezas disecadas o carteles de corridas de toros, paellas, rulos, la abandonada pata seca de un jamón ya devorado o bocas con dentaduras asquerosamente podridas y arruinadas –como ven, todo un catálogo del typical spanish capturado en el mismo centro de Barcelona– en imágenes que tomadas aisladamente parecerían documentos tan abruptos como extraviados pero que enfrentadas en la paginación del libro unas contra las otras, con el añadido del bucle de una cierta repetición, estallan en múltiples significados, todos sarcásticos y ácidos sí, pero al mismo tiempo respetuosos y empáticos con esta pasarela de seres que también podemos ver como una colección de inocentes y de víctimas a los que nadie quiere mirar de frente pues su presencia, colada inesperadamente desde algún inframundo, mancha el pulcro orden visual de los rectos ciudadanos bienpensantes.
La potencia ideológica de Welcome to the barrio reside pues en las sacudidas provocadas por la colisión de sus imágenes, concebida por Miñarro junto al director de arte del libro, Toni Amengual, otro guerrillero visual cuyo Flowers for Franco acaba de ser elegido como uno de los 30 mejores fotolibros del año en todo el mundo por la revista Time.
La fijación por la huella del franquismo recorre también el libro, como cuando la imagen de una desgraciada barriga de la que emerge un bulto aparatoso y monstruoso se enfrenta con la imagen enhiesta de un Francisco Franco de cera embutido en su traje de legionario porque… “sí, el tumor era Franco”, nos confirma su travesura Oriol Miñarro. Y así en otros juegos de dobles imágenes de este libro lacónico, áspero y desabrido cuyas imágenes atemporales y tan cerradas y aisladas que podrían extrapolarse a otros barrios marginales de España, en el que se cumple a rajatabla con la ley más básica de la calle –ver, oír y callar– sin prejuzgar la mirada, pero usando y barajando la edición fotográfica para extraer la tremenda radiografía del Raval más descarnado, acre y bizarro que usted haya visto nunca jamás.