'La desesperación de Satán', de Francisco de Goya

'La desesperación de Satán', de Francisco de Goya

Artes

Goya en sus dibujos

El Museo del Prado dedica una exposición antológica a una colección de obras donde el pintor muestra su capacidad para representar la condición humana

17 diciembre, 2019 00:00

“Llegó en efecto Goya, sordo, viejo, torpe y débil, y sin saber una palabra de francés, y sin traer criado (que nadie más que él lo necesita), y tan contento y tan deseoso de ver mundo”. Así describía Leandro Fernández de Moratín al Goya anciano en una carta a un amigo recogida en Sólo la voluntad me sobra, el catálogo de la exposición de los dibujos de Goya que se puede ver en el Museo del Prado –hasta el 19 de febrero de 2020– y que es sin duda una de las mejores que se han hecho en este país en mucho tiempo. La observación de Moratín de que Goya, aun a pesar de su decadencia física, seguía “tan contento y deseoso de ver mundo”, resume el espíritu tenaz e indesmayable que anima estas piezas, en cuya perfecta factura apenas hay variaciones estilísticas a lo largo de los años. 

Se podría decir que esta exposición ilumina a Goya de un modo particularmente intenso, como si se le descubriera por primera vez. En la intimidad de sus cuadernos, Goya se muestra más cercano y vivo que nunca, a la vez que su misterio se acendra en cada trazo. Aquí notamos su pulso, el movimiento de su mano, la ansiedad de su pupila, el hambre de su mente, casi su aliento. Sorprende, en primer lugar, la excelencia de todos y cada uno de los dibujos, donde no hay correcciones ni apenas arrepentimientos. Cada detalle, así sea una cara en tercer plano, está perfectamente atendida y situada. Pero también ese pie subiendo una escalera o pisando el dobladillo de un vestido. 

Caricatura alegre, Francisco de Goya / MUSEO DEL PRADO

Caricatura alegre, Francisco de Goya / MUSEO DEL PRADO

El espectro de su atención es también impresionante. Hay Caprichos, Desastres de la guerra, Tauromaquias, sueños, locos, tullidos, borrachos, curas, niños, bandoleros, fantasmas y muchas mujeres. Como observó Félix de Azúa, con quien tuve la suerte de ver la exposición y a quien debo la devoción por el pintor, Goya ve a la mujer con una infinita ternura, salvada para siempre en el fervor de su adoración. A pesar de los intentos de los comisarios, José Manuel Mantilla y Manuela B. Mena Marqués, por dar explicaciones psicológicas e incluso ideológicas de los dibujos, muchas veces discutibles (hay por ejemplo una sección dedicada a la “violencia contra la mujer”, de un oportunismo embarazoso), la verdad es que es muy difícil, a mi entender, reducir el mundo de Goya a un relato unívoco o categórico, pues la fuerza de su expresión muestra sobre todo la variedad y la complejidad de la condición humana, más allá del juicio moral o los tópicos de la época.

Azúa habló también de un Cervantes visual. Y es exacto. Uno también pensó en Shakespeare, con su capacidad para dar voz a toda la posibilidad humana, desde la más alta a la más baja, mostrándola tan sólo y sin revelar ningún partido. Pero Goya está empujado a la tormenta de la modernidad de un modo especialmente violento. Y estos dibujos son el diario de ese tránsito. La humanidad está retratada tanto en el detalle de su vulgaridad cotidiana –esas bocas comiendo– como en la experiencia de un nuevo horror –los montones de cadáveres–, el fenómeno de la multitud –precedente de las masas del siglo XX–, la inocencia vulnerada –esa niña que ve cómo se llevan a su madre muerta– o el enigma de la dignidad imbatible –el viejo que aún aprende– frente a la postración de la obsecuencia –el viejo servil encorvado sobre sus bastones–.

Goya retrata también una España fascinante, asomada y retraída frente a la Revolución francesa, escindida entre el catolicismo, la superstición, la magia y la corona y la promesa de la Ilustración, la revuelta y la emancipación constitucional. Hay, a este respecto, un dibujo excelente titulado “No sabe lo que hace” en el que se ve a un albañil encaramado a una escalera y destruyendo, armado con un pico, una estatua que conmemoraba la Constitución de 1812, abolida por Fernando VII a su regreso. La imagen recuerda a aquel grabado titulado “Murió la verdad” y donde una joven resplandeciente, metáfora de una nueva verdad secular, está siendo enterrada por un obispo y unos curas, aunque al mismo tiempo, merced a la inagotable significación del pintor, podamos ver el funeral como el inevitable entierro de la verdad teológica, ya para siempre perdida. No es raro que Baudelaire escribiera entusiasmado sobre los grabados de Goya. 

Autorretrato, Francisco de Goya / MUSEO DEL PRADO

Autorretrato, Francisco de Goya / MUSEO DEL PRADO

Hay una serie de dibujos (los números 64, 65 y 66 del catálogo) que parecen una secuencia premeditada. Se trata de los esbozos para el Capricho número diez, titulado “El amor y la muerte” y en el que una mujer trata de sostener el cuerpo malherido de su amado. En el primer dibujo, el más antiguo, la mujer sostiene al hombre, apoyados los dos contra un muro, todavía con cierta esperanza, mirando al cielo, como si pidiera clemencia y aún no supiera de la gravedad de la herida. En el segundo, una aguada de tinta roja sobre papel seda cuya densidad de trazo parece prefigurar a Edward Munch, el dramatismo se acentúa. El rostro de la mujer se vuelve ahora, con gesto maternal, hacia la cara dolorida del amado, que parece haber perdido la fuerza y ya no se tiene en pie. En el último, a lápiz rojo sobre papel verjurado –el que Goya utilizaría para pasarlo a la plancha de cobre y componer el grabado–, la desesperación se ha apoderado de la mujer, que está a punto de vencerse por el peso muerto del hombre, ya cadáver. Las variaciones son mínimas, pero todo un mundo separa el primero del último dibujo. 

La misma transformación se observa en otras dos sanguinas preparatorias de los Desastres “Madre infeliz” y “Carretadas de cementerio” (números 124 y 125 del catálogo). En el primero, tres tipos se están llevando el cadáver de una mujer, mientras en el extremo derecho, en plena armonía lineal con el tercero de los que sujetan a su madre muerta y que aparece de espaldas, descubierto, una niña parece correr aún hacia ella, tapándose la cara por el llanto. En el otro extremo se distingue otro cuerpo, quizá un cadáver o tal vez alguien que oculta su dolor ante la escena y que sirve de contrapunto a la inocencia destruida de la niña.

En el segundo, “Carretadas de cementerio”, dos hombres están cargando el cadáver de una mujer a un carro, subiéndolo uno por las piernas desde arriba y sujetándolo otro por los hombros desde el suelo, de tal manera que Goya compone el cuerpo de la mujer con una postura que recuerda al descendimiento de Cristo o incluso a la crucifixión cabeza abajo de San Pedro, por ejemplo en el cuadro de Caravaggio. Como dijo André Malraux, hablando precisamente de Goya: “Cuando Cristo ya no es el sentido del mundo, un asesinado al borde del camino es más significativo que un crucifijo”.

Es fascinante imaginar lo que estaba ocurriendo en Europa en aquella época, en el tránsito del siglo XVIII al XIX, cuando un orden que había durado milenios estaba siendo derribado gracias a la Revolución francesa y empezaba una era en la que aún estamos y que podemos llamar Romanticismo. La pirámide con la que se había organizado el mundo estaba siendo invertida para propiciar una horizontalidad de la que nuestra actual democracia absoluta sigue siendo una consecuencia.

En esas primeras décadas del siglo XIX, cuando Goya concebía muchos de estos dibujos, pero también lienzos como La última comunión de San José de Calasanz o las pinturas negras de la Quinta del Sordo, Beethoven componía su obra tardía, por ejemplo la sonata Hammerklavier, sus últimos cuartetos o la Missa Solemnis, mientras muy cerca Friedrich Hölderlin, en las fronteras de la lucidez, escribía sus poemas finales, como “Memoria”, “Pan y vino” o “Patmos”. Tanto Goya habiéndose emancipado de Velázquez y Rembrandt como Beethoven de Haydn y Mozart o Hölderlin de Schiller y Klopstock, los tres estaban dando testimonio de un giro radical y en el que el hombre empezaba a experimentar su desahucio de la naturaleza, es decir, de la divinidad. Atender a su obra sigue siendo la mejor manera de explicarnos algo de lo que nos está ocurriendo.