Picasso, un caníbal entre mujeres
El genio tuvo a lo largo de su vida ocho grandes amores a través de los que es posible trazar el mapa de las distintas etapas de su pintura. Todas sus relaciones acabaron en daño
4 enero, 2019 00:00Para llegar hasta el fondo de Pablo Picasso hay que pasar irremediablemente por las mujeres de su vida. Porque él, que lo fue todo en el arte, siempre tuvo una dama en las proximidades. Una amante en la sala de máquinas de aquel talento furioso. Una hembra como fuerza motora de lo nuevo aún por hacer. Todas fueron, acaso, víctimas del genio imprevisible que almacenaba aquel tipo irrepetible. "Después de Picasso, Dios", vino a decir Dora Maar cuando aún sangraba por el abandono del artista. Y aquel aullido, lanzado desde unos nervios en punta, podría ser el lema de una fascinación que explica el extremo feroz de sus seducciones.
Porque todo su impresionante legado nació del pulso del deseo. Y desde ahí se fue expandiendo hasta alcanzar otras muchas latitudes, casi todas las mejores de su tiempo. Picasso alimentó su arte con las proteínas de los cuerpos ajenos: parte de su pintura mejor está en los lienzos en los que cifró su biografía con un nombre delante, con una pasión al lado. De ahí que sea posible hacer el itinerario de su creación si se tiene el atlas desplegado de las mujeres en las que se hizo sitio, con algo del hechizo que dispensa su biografía más callada, allí donde se agolpan la pasión erótica, el choque de cuerpos, el morse animal, la carne en llamas.
De cada uno de los amores que sentó a su lado, el pintor hizo un corazón impaciente, una promesa, una ternura, una huida y, después, un daño. Fernande, Eva, Olga, Marie-Thérèse, Dora, Françoise, Genevieve, Jacqueline… Cada uno de esos nombres indica un cambio, un golpe de timón, una nueva búsqueda, un sendero inédito por el que aquel artista de ojos color tizón y piernas arqueadas iba a entrar como el buen salvaje, sin dios ni amo. En la estela ancha de su biografía, las mujeres no parecen ser ni adorno ni alimento, sino la aguja imantada de una brújula muy loca, muy extrema, con una única dirección posible: él mismo.
Pablo Picasso (1904, París) / CANALS i LLAMBí
"Ninguna mujer podrá ser feliz con mi hijo. No pertenece a nadie, porque no pertenece más que a su arte", le advirtió a Olga Koklova la madre del pintor, María Picasso, quien guardó durante años en un cofre cada uno de los papeles y retales en los que el muchacho clavó el plumín o el lápiz. Con su matrimonio en 1918 en París, aquella bailarina rusa fría y distante, encajada en la aristocracia de la danza a través de los ballets de Serguéi Diáguilev, entraba oficialmente un ecosistema familiar de claro signo femenino (abuela, madre, dos tías y dos hermanas) que todas las biografías señalan como fundamental en la cocción definitiva de la relación del artista con las mujeres.
Pero en el cuartel de aquella infancia con aroma a genio ocurrió algo más profundo que le dejaría por dentro una alianza de rarezas y rechazos: la muerte de su hermana Conchita por difteria. Según relató Jacqueline Roque, la última mujer del pintor, al biógrafo John Richardson, el niño Picasso ofreció a Dios renunciar a su talento por mantenerla con vida. Pero el impulso pudo más que la promesa y Pablo Ruiz, que tenía trece años, volvió a pintar. La pequeña moriría a causa de la tardanza en suministrarle un suero que debía llegar a La Coruña desde París. Pero él no pudo quitarse nunca la mancha de la culpa: su vida y su obra quedaron asociadas al sacrificio de alguna mujer.
Otro capítulo con dinamita sucedió cuando el artista ya estaba aupado en los años juveniles: el suicidio (por amor) de su amigo Carlos Casagemas. Con él cruzó tabaco, absenta y risas en Barcelona, donde se hicieron cómplices de burdeles y extravíos demostrando ambos una contrastada solvencia para el exceso. En un viaje a París, los amigos se instalaron con tres mujeres en el estudio de Isidre Nonell, que acabó convertido en una comuna desatada. Pero Casagemas confundió aquella expedición con el amor y, tras ser humillado por una de aquellas chicas, se pegó un tiro en la sien durante una cena con amigos en el Café de l’Hyppodrome. Con aquel dolor en el costado, Picasso puso en marcha la etapa azul de su pintura.
Picasso, con su primer mujer, Olga Koklova, en una fotografía de 1919
Sin embargo, aquellas figuras de un patetismo inclemente le durarían al pintor hasta conocer, en 1903, a Fernande Olivier en el edificio Bateau-Lavoir, su primer estudio en París, radicado en la feligresía más loca de Montmartre. Ella era dulce y flaca. Hermosa y de ojos claros, traía el zarpazo temprano de ser el fruto de una relación prohibida entre su madre y un hombre casado. Colgado en esas caderas con tanto bamboleo, Picasso comenzó la etapa rosa y de ahí, el camino de la vanguardia, la aventura del cubismo que alcanzó cumbre en una tela prodigiosa, osada y loquísima para ser 1907: Las señoritas de Avignon. Allí, dicen, deslizó el retrato de su primer gran amor.
Aquella pieza inauguró el porvenir de Picasso, al que asistía Fernande en primera fila soportando las inclemencias emocionales del artista, sus celos, las noches infinitas de opio y vino malo en los cafés o en el tugurio donde vivían, con las visitas de Guillaume Apollinaire, Max Jacob y André Salmon como gamberros inagotables. Pero la fiesta, como siempre, se torció. "Fui su compañera fiel en los años de pobreza, cuando él no era nadie, pero no supe serlo en los años de prosperidad", escribe en Picasso y sus amigos (Taurus), el libro donde vuelca su relación de siete años de ferocidad.
Porque Picasso empieza a trotar por el cubismo con Eva Gouel, hasta entonces pareja del pintor y grabador polaco Louis Marcoussis. De 1911 a 1914 se mantienen, más o menos, juntos. Sigue la vanguardia. Es la mudanza de Montmartre a Montparnasse. Es la absenta. Es la venta de Los saltimbanquis por 11.500 francos en una subasta y la firma con el galerista Daniel-Henry Kahnweiler. Pero también la Primera Guerra Mundial y el alistamiento de tantos amigos. El adiós definitivo del padre, José Ruiz y Blasco, un limitado pintor de palomas, y la muerte de ella, Eva Gouel, en diciembre de 1915 a causa de la tuberculosis. Ma jolie, "mi bella", la llamaba.
De aquel dolor Picasso se recupera entre amores de paso (Gabrielle Lapeyre, Irène Lagut, Elvira Paladini, conocida como You-You, y la modelo Émilienne Pâquerette) y excesos tóxicos hasta colarse en la cama de Olga Koklova. Fue su primera mujer con papeles. El pintor malagueño había ejecutado, por sugerencia de Jean Cocteau, los decorados para las funciones de la coreografía Parade de los ballets rusos de Diághilev. Y allí, en aquella algarabía, estaba ella: noble de cuna, escasamente impresionable, dotada para la elegancia y con propensión a la alta burguesía. Nada más apagarse entre ellos el primer aullido de placer, el periodo más clásico del artista se abría de par en par.
Aquella vida de fiestas a bordo de trajes almidonados y gentes de vanidad inagotable desactivó su instinto de perro callejero, de catador de tabernas agrias. Pero convirtió su relación, poco a poco, en una batalla de mucha artillería emocional. Y en 1925 pintó La danza, una tela inquietante donde las dos figuras protagonistas tienen algo de extremaunción de sí mismas. "Soy Olga Koklova. Soporté al genio con cariño durante más de doce años. Fui legalmente su esposa, di a luz a su primer hijo, Pablo, y, como a casi todas, me abandonó". Jacqueline Roque, muchos años después, se encargó de que en la tumba de Olga, en Cannes, nunca faltaran flores frescas.
La autoridad de Picasso, a finales de la década de 1920, era deslumbrante. Empezaba a tomar hechuras de ser divino. Una mañana, caminando frente a las Galerías Lafayette de París, detuvo a Marie-Thérèse Walter: rubia, sensual, atlética. Menor de edad: apenas diecisiete años. Era el 8 de enero de 1927. Y el caníbal regresa al color. Un color más maduro, más crudo por dentro, más entero. Marie-Thérèse es la pulsión sexual de Picasso, que compra el castillo de Boisgeloup y le dice: "Es para ti". Ella inicia el periodo matissiano de Picasso, que tiene ya 45 años. La intensa naturaleza sexual de la relación está desplegada en numerosas piezas, como en la serie de Figuras a la orilla del mar.
El pintor y Dora Maar, en una instantánea tomada por Man Ray en la localidad francesa de Antibes hacia 1937
De esos encuentros nace Maya, la hija de ambos, casi una despedida, porque no tardaría en entrar en escena Dora Maar. Ella es la enigmática mujer que conoce en el café Les Deux Magots de París mientras puntea su mano con una pequeña navaja para sorpresa de los allí reunidos. Picasso, intrigado, se acerca a pedirle uno de sus guantes ensangrentados y, al poco, echan a volar. Caen las hojas del calendario de 1936 y Franco se levanta en armas contra la República, mientras que él vuelve a su tiniebla, a su salto de un amor a otro... De Marie-Thérèse poco más se supo hasta que su hija la halló colgada en el garaje de su casa en 1977. El genio, otra vez, había devorado a su presa.
Pero es el tiempo de Dora Maar, singularísima poeta, pintora y fotógrafa que documenta la ejecución del Guernica, donde el artista va a establecer una nueva galaxia de sí mismo. Es testigo del encargo y del trabajo de Picasso en la más universal de sus telas. Su fama (el prestigio ya estaba asentado) crece sin tregua. Ella, trágica y desgarrada, pasa lentamente, de 1936 a 1943, de amante a víctima. Los retratos que le hizo en ese periodo, llenos de crispación, aventuraban no sólo un nuevo estadio de la pintura del genio, sino la huella de su relación. Tras el fin, llegó para Dora la locura. Y tras la locura, el abandono, la nada, el extravío. Murió sola a los noventa años, en 1997.
Llega la hora de pasar a otra pareja. A otra forma de pintar. A otro modo de devorar. "Soy Françoise Gilot. A Picasso le di dos hijos, Claude y Paloma. Compartí mi vida con él durante nueve años. Queriéndole con locura, fui la única que lo abandonó". Es 1943. El artista tiene 62 años; Françoise, 23. Aún estaba con Dora y seguía viéndose con Marie-Thérèse con la excusa de visitar a su hija Maya. El triángulo era un cortocircuito extraordinario. Al acabar la Segunda Guerra Mundial se instala en la Costa Azul con Françoise. El color del mediterráneo, las formas voluptuosas, la luz de la costa y el mar se instalan en su pintura como un pabellón de reposo.
Pero, de nuevo, se cruza un nuevo ejemplar de hembra para el apetito del pintor, Genevieve Laporte, con quien establece una extraña relación furtiva que se mantendría durante varios años. Picasso pinta con ansia desbordada. Es un talismán. Pero, a compás de su fama, crece su desdén contra quienes le rodean. "No estoy dispuesta a pasar mi vida junto a un monumento histórico. Es insoportable", escribió Gilot en un libro, Vida con Picasso, que el artista intentó en vano que no llegara nunca a publicarse. Ella decidió un día dejarlo todo atrás y escapó. También lo contó, con algo de revancha: "Soy la única mujer que lo dejó, la única que no se sacrificó al monstruo sagrado".
Jacqueline Roque enseña a Picasso algunos pasos de ballet en una célebre imagen de David Douglas Duncan
Genevieve ocupó plaza junto a Picasso en el trono. Fue el exorcismo del pintor ante su primer (y único) abandono, pero, entonces, la joven Jacqueline Roque apareció. Ella tenía 27 años; él, 47 más. “Has entrado en sacerdocio. Me llamarás monseñor”, dicen que le anunció el artista, quien inició el cortejo dibujándole una paloma en su casa con tiza y entregándole una rosa cada día durante seis meses. Amante, secretaria, ama de llaves, enfermera, cortafuegos. Jacqueline pasó veinte años con el mayor genio del arte del siglo XX. Lo que para unas mujeres había sido una cárcel, para otra era el paraíso.
Picasso, visto con los ojos de Jacqueline, se convierte en un ser excepcional, no sólo como artista sino como ser humano. Pablo quiere casarse con ella para asegurarse de que la dejarán cuidarlo si enferma y para protegerla cuando él ya no esté. Le enseña que hay que ser desconfiado con los extraños, por eso la hace permanecer muda hasta que comprueba que el terreno es seguro. Pablo bendice la cama antes de acostarse porque es supersticioso, y no contempla la posibilidad de volver a casarse, ni siquiera con ella, hasta que muere Olga, su legítima esposa. El divorcio habría supuesto partir en dos su fortuna.
En esos años últimos, el malagueño crea como si no hubiera un mañana. Trabaja la cerámica. Pinta las grandes series femeninas: Las Meninas, Las mujeres de Argel y, sobre todo, El pintor y la modelo. Modela. Jacqueline es el muro infranqueable para los centenares de admiradores y fotógrafos que se agolpan a las puertas de las casas. Y fue su modelo infatigable. Pasaba horas y noches viendo al artista en el estudio. El viejo minotauro había descubierto que no tenía una forma de hacer, sino que él era una de las formas de la pintura. Y, mujer a mujer, fue avanzando en la expedición de ser el más feroz de los artistas.
Pablo Picasso muere el 8 de abril de 1973. Jacqueline durmió esa noche junto al cadáver sobre un túmulo de nieve cubierta tan sólo por una bata blanca, deseando seguramente que le agarrase una pulmonía. A él le dieron tierra al pie de la escalera de entrada al castillo de Vauvernages. Muy a solas. "No quería que el Partido Comunista se aprovechara de la muerte de mi marido". Jacqueline se pegó un tiro el 15 de octubre de 1986 tras pasar por el infierno del alcohol y la depresión. Sin Pablo no había motivo para seguir. Fue la última mujer que lo abrazó dejándose extraer el alma. "No se le puede hacer sombra al sol", reconocería ella. Así. Simplemente.