'Afal': la 'cara B' de España
José María Artero y Carlos Pérez Siquier renovaron el arte fotográfico en los siete años que duró la revista 'Afal', donde militaron Masats, Maspons, Miserachs y Colom
11 julio, 2018 00:00Bien podrían pasar por los Rolling Stones de la fotografía española, según la finísima definición de Carlos Pérez Siquier, quien gasta al borde de los noventa años una melena blanca de violinista partida por la mitad, muy lisa y muy peinada, mientras apura el último trago de un gin-tonic. Él, que siempre ha hecho uso de un nervio óptico muy vivo, fundó la revista Afal en la árida y periférica Almería de los cincuenta, que ya tiene mérito. Junto a José María Artero, aquel empleado de banca, formó banda allí con Josep Maria Casademont, Ramón Masats, Oriol Maspons, Xavier Miserachs y Ricard Terré, entre otros, para armar un puzzle visual asombroso sobre aquel ferial de beatas y jornaleros y buscavidas y aceras surcadas por alpargatas y zapatos de arpillera.
Porque ellos, y otros tantos, afianzaron desde esas páginas una forma de mirar España, de encuadrarla, de adivinar su luz de sol y de magro. Establecieron una vanguardia gráfica en un territorio donde los 600, la nevera y los planes de desarrollo iban dejando atrás el aceite de ricino, el piojo verde y la cartilla de racionamiento. Una España de curas con sotana, de barrios paupérrimos, de primeras ráfagas yeyés, de confesionarios, de procesiones y de consignas de la sección femenina. De aquel país descompensado hicieron memoria en vivo estos hombres con una cámara colgada al hombro. Aquella tropa se convirtió en un generador de audacias desde el mismo momento en que decidieron acercar la córnea al visor de una Leica.
El álbum de Isabel, fotografía de Gonzalo Juanes (1956). MNCARS / DONACIÓN FAMILIA AUTRIC-TAMAYO, 2018
Así, cada uno con su plomo, estuvieron danzando por las calles o por los caminos y documentando la cara B de la España una, grande y libre, de unas ciudades y de unos pueblos con un programa de festividad torcida, con unas formas y colores ya casi olvidados. Ellos dieron forma a nuestra memoria, dura y humanísima, sin afán de homilía, sencillamente con esa autenticidad del testigo, con el ojo hecho a todo lo que de extraordinario hay en lo cotidiano. Lo que salió de ahí fue una fotografía de éxtasis peatonal que no buscaba tunelar al que mira, sino sencillamente mostrarle una insólita poética de geografías y gentes, de extrañezas y costumbres, de desamparo y soledades con intensidad contenida, vibrante, extraña.
“Este arte, como cualquier arte auténtico, debería ser creación, imaginación, invención, brote, destello y expresión de un canto profundo, y a fuerza de ser explicado, regulado, academizado, no es nada más que un arte de imitación y de fabricación…”, proclamaron en el artículo Fotografía, ¡despierta…! que apareció en el número tres de Afal. Y alrededor de ese fuego se calentaron los mejores fotógrafos españoles del momento, que andaban esparcidos por el extrarradio de la Península: Vigo, Gijón, Vitoria, Barcelona y Almería. Curiosamente, aquella agrupación de creadores en una única e insólita constelación se debió a una corazonada y a una incansable actividad postal. “No teníamos dinero para conferencias telefónicas”, recuerda, entre risas, Pérez Siquier.
La Chanca vista por Pérez Siquier / MNCARS / DONACIÓN FAMILIA AUTRIC-TAMAYO, 2018
Mientras el franquismo se apolillaba, este grupo de jóvenes tronados fueron armando el mejor álbum de escenas de este país sin remedio. Andalucía, en La Chanca de Carlos Pérez Siquier; Madrid, en las imágenes de Gabriel Cualladó y de Francisco Gómez; Asturias, en los ojos de Gonzalo Juanes; Vitoria, fijada por Alberto Schommer. Y un grupo brillante de fotógrafos catalanes: Ramón Masats, como testigo en los sanfermines; Francisco Ontañón, registrando su vida urbana y Julio Ubiña, tras los pasos de Ernest Hemingway en Pamplona; Ricard Terré, en Galicia; las fotos taurinas de Leopoldo Pomés; Xavier Miserachs, prendido de la Costa Brava; la Barcelona dorada de Oriol Maspons y Joan Colom, el último en llegar, con asiento en la notaría suburbial del Raval.
Pero la revista no sólo atrajo a los mejores de la fotografía española, también la puso en hora con la que se hacía en el extranjero, difundiéndola y trabando relaciones con grupos similares como La Ventana, de México; La Bussola, de Milán, y Les 30 x 40, de París. Con el colectivo francés, dirigido por Roger Doloy, los fotógrafos de Afal realizaron en 1959 una exposición en la biblioteca de la embajada española en la capital gala. El representante del gobierno de Franco, el conde de Casa Rojas, destacó en el folleto de la cita –nunca llegó la financiación del Ministerio de Asuntos Exteriores para el catálogo- el hecho de que la muestra estaba organizada por una provincia afectada por la sequía, Almería... En fin, el diplomático no se había enterado de nada.
La fotografía Exposición (1957) de Alberto Schommer. MNCARS / DONACIÓN FAMILIA AUTRIC-TAMAYO, 2018
“El mérito de sus fotografías no se debe al momento que les tocó vivir, sino a su sensibilidad que les hizo responder de forma diferente a la vida. Esta sensibilidad como sentido de percepción aguzado –siempre innato, nunca pretendido, ni imitado, ni controlado- es el secreto del fotógrafo de Afal”, ha explicado Laura Terré, quien puso esta aventura cultural en la órbita académica con la tesis doctoral El grupo fotográfico Afal (Universitat de Barcelona, 1998). Ella está detrás de la donación de 650 imágenes que el matrimonio Adolfo Autric y Rosario Tamayo ha realizado al Museo Reina Sofía de Madrid, que acaba de abrirle sala a ese fabuloso carrusel de estampas de la España de los cincuenta y los sesenta.
Luego, Afal acabó muriendo de éxito. Siete años; treinta y seis números. “Y eutanasia al canto”, explica, con sorna, Pérez Siquier. Antes morir que contaminarse, decidieron sus promotores, quienes se tomaron con humor el final de su aventura. El definitivo adiós se lo comunicaron a los socios con una tarjeta que contenía la fotografía de una tumba infantil, blanca y pequeña, rodeada de hierba. Sobre la lápida se podía leer: “Revista Afal. 1956-1963. R.I.P.”. En la otra cara, una imagen de un entierro con su cortejo de Xavier Miserachs. ”Las revoluciones tienen que morir jóvenes y no hay que procurar alargarles la vida porque languidecen. Fueron siete años, creo que suficientes”, remata el fotógrafo almeriense, que ahí sigue, aún en el oficio, con algo de cazador iluminado.