Artes

El gran amor de un mujeriego

16 abril, 2017 00:00

Me hubiera gustado estar el 21 de este mes en Barcelona y acercarme al 99 de la calle Bruc, esquina Valencia, para asistir a la colocación de una placa en memoria de Palau i Fabre, que vivió muchos años allí. Durante estos meses habrá otras celebraciones, memoriales, exposiciones, recitales y homenajes al alquimista en el centenario de su nacimiento, y se volverá a emitir por el Canal 33 el espléndido documental que le consagraron, cuando ya era mayor, Olga Palet y Pedro Secorún.

Palau fue, como poeta, un raro, y como persona un ecorché vif, un desollado en vida, por lo que me cae especialmente simpático y presto siempre atención a sus versos aunque no me sepa ninguno de memoria. Me cae mejor aún porque era un fanático, un irreductible que se tomaba mortalmente en serio las cosas de la cultura, de la vida, de la poesía, y personajes así se mantienen lejos del habitual transaccionismo hipócrita que es el aceite untuoso de la vida social, y que a menudo nos rebaja un poco o hasta nos envilece.

Palau es el autor de uno de los grandes libros-testimonio de amor del siglo XX, que es Estimat Picasso

Pero, sobre todo, Palau es el autor de uno de los grandes libros-testimonio de amor del siglo XX, que es Estimat Picasso (hay edición castellana: Querido Picasso).

Palau descubrió la pintura de Picasso y de forma automática dejó de escribir poesía: "Descubrí que lo que yo quería decir con mis versos ya lo decía antes, y mucho mejor, Picasso con su pintura". (Este espíritu de sacrificio de un "yo" que por otra parte no era un pequeño "yo" sino al contrario, de grandes dimensiones, ese autosacrificio voluntario y convencido ante el altar de otro artista, es infrecuente. Aunque no único: el otro día en la Filmoteca de Madrid Jiri Menzel le decía al público que había acudido a ver Trenes rigurosamente vigilados, que le valió el Oscar en 1967, que mejor haría, en vez de ver sus películas, en leer las novelas de Hrabal en las que estaban basadas, pues son infinitamente mejores).

Así que Palau en adelante ya escribió exclusivamente sobre Picasso, le dedicó una docena de libros, tanto más meritorios cuanto que los hizo solo, sin ayudas ni apoyo financiero. Fue su apóstol en España. Y peregrinó para visitarlo en su casa de Nôtre-Dame de Vie, en Mougins, el el corazón de la Costa Azul, tantas veces como pudo, cada vez que podía reunir un poco de dinero para pagarse el billete de tren y la habitación de hotel donde durante largas y nerviosas horas esperaba, pegado al teléfono, la llamada de algún sirviente del pintor que le dijese que ya podía subir, que Dios le recibiría aquella tarde, hacia las cinco.

Ese amor, esa adoración, por grotesca que sea, o tal vez precisamente porque es grotesca, me parece asombrosa y admirable

En Querido Picasso cuenta todas y cada una de esas visitas que se sucedieron durante años hasta que Jacqueline le expulsó --sin que quedase claro si por celos, como creía Palau, o por pelmazo, como también podría ser--. Uno asiste a los enfebrecidos movimientos de una gran pasión no correspondida, con todas sus etapas: largo anhelo, intercambios de regalos, miedo a ser rechazado, sumisión, plenitud, celos de otros pretendientes, ruptura... Sólo que aquí el campo de batalla del amor no es el sexo, no es el cuerpo --Palau, como Picasso, era un mujeriego, y para nada homosexual-- sino el arte de la pintura.

Ese amor, esa adoración, por grotesca que sea, o tal vez precisamente porque es grotesca, me parece asombrosa y admirable. El libro es bien conocido pero aún no reconocido como el monumento de la literatura amorosa que es, disfrazado de modesto dietario de visitas a un venerado santuario.