Ada Colau: el fracaso de Alicia en la ciudad de los comuneros
Un día nos dijo que el Mobile World Congress (MWC) era una cuestión de retorno para la ciudad, no un valor en sí mismo, y al día siguiente que el futuro del 22@ tenía que estar ligado a la economía social y cooperativa. Entonces supimos que todo había terminado. Que la invención del futuro iba a languidecer en brazos de la sostenibilidad. Lo que empezaron Narcís Serra y Maragall y que desmontaron Jordi Hereu y Xavier Trias entraba en acoso y derribo de la mano de Ada Colau. La alcaldesa del cambio, la edil del pueblo, ha resultado ser una dama de rompe y rasga, pero de rompe y rasga lo que otros han levantado con esfuerzo.
"La ciutat d'ideals que volíem bastir", de los alejandrinos de Màrius Torres, no será abatida por las bombas fascistas, como escribió el poeta en La ciutat llunyana. Ahora se la están cargando sus propios gestores, salvaguarda del monocultivo de valores presuntamente sociales. En la cabeza de Colau reinan el asociacionismo y los comités de autodefensa cubanos, que luchan por el naming progre de calles y plazas; ella se rodea de comisarios que borran los vestigios borbónicos y la memoria del general, cuyas malas pulgas no conocieron, pese a su antifranquismo de camuflaje.
La izquierda pedía inteligencia, pero los comuneros (perdón, los comunes) de Colau han optado por el resentimiento ante la obra de gobierno maragalliana: ciudad olímpica, frente marítimo, Fira 2000, el nuevo Liceu, rondas, ruptura de las rigideces y fin del mercantilismo rancio, y más cosas, como el citado 22@ habitado por fortalezas tecnológicas como Indra o Mediapro. Todo está paralizado. La herencia se descapitaliza porque para el actual ayuntamiento lo desconocido le es ajeno.
Colau y su mano derecha, Gerardo Pisarello, han convertido el disfraz en sustancia. Tragaldabas de la iconoclastia de barrio, confunden el sesgo con el hecho. Lo mismo facilitan la performance de la figura ecuestre decapitada del Born para que sirva de festín a levantiscos de chiruca y fular, que utilizan plazas, estatuas y mausoleos para activar la reacción ventral de la Cataluña etrusca. Pero se han olvidado del proyecto urbanístico más poderoso del sur de Europa o mejor dicho lo han cambiado por una visión pastueña del Poble Nou, la promesa gentrificadora del siglo XXI, convertida ahora en centro parroquial.
¿De qué les valió a estos chicos leer a Manuel Castells y parafrasear La ciudad conquistada, de Jordi Borja? Ellos mueren por el cruce de civilizaciones y navegan a diario en el hornillo transcultural del Raval y el Gótico. Echan de menos el quicio de un portal muy cosmopolita y, para olvidar las penas, se sumergen en horas de birlibirloques ideológicos sin entender que sus vecinos esperan soluciones. ¡Cuánto daño han hecho Lenin y Gramsci!, sobre todo si no se han leído.
La izquierda pedía inteligencia, pero los comuneros (perdón, los comunes) de Colau han optado por el resentimiento ante la obra de gobierno maragalliana
Los políticos de tertulia anidan en los platós. A falta de los antiguos cafés, los cargos institucionales ocupan saloncitos del Hofmann si no quieren ser vistos en el Ecuestre. Colau actúa en contexto, se escuda en la necesidad para diseñar su estrategia de futuro, pensando en España, una orilla en la que todavía se puede anteponer la justicia social al destello de la tierra.
Dejando atrás la autodeterminación, la alcaldesa tendrá tiempo de subir peldaños en el mundo entre podemita y carmeniano que reina en Vallecas, Malasaña o los Austrias. Allí en el "Madrid que bien defiendes", como diría Monedero, ella se siente admirada. Fue la reina del escrache, la madre coraje de los desahuciados, la alternativa de muchos desde aquel 15-M que le arrebató el pedigrí revolucionario a la Rosa de Fuego.
Para qué bajarse del tren en la Ciutadella si te puedes bajar en Atocha. Colau niega su intención de hacer las Españas, pero le asusta que la capital catalana quiera ser el feudo de una República de servicios cuando, al salir de la UE, el país vuelva a la peseta de Laureano Figuerola, el gran economista liberal, hijo de Calaf. La locura indepe es una ventolera que también se la llevaría por delante a ella, sobre todo después de que Artur Mas haya contado en el Jarama que la solución es un pacto con el Estado. Mas es un primor del trabajo fraccional, como sabemos desde su pacto con ZP en 2004 con el dichoso Estatut. El ceño sombrío del ex president anuncia siempre una traición.
Dejando atrás la autodeterminación, la alcaldesa tendrá tiempo de subir peldaños en el mundo entre podemita y carmeniano que reina en Vallecas, Malasaña o los Austrias. Allí en el "Madrid que bien defiendes", como diría Monedero, ella se siente admirada
La Colau que debutó desconfiada ante la Formula 1 de Montmeló es la misma que acaba de perder su batallita frente a las eléctricas. Endesa y Gas Natural no volverán a suministrar a Barcelona después del fallo del Tribunal de Contratos Púbicos, y ahora serán David Madí y Fainé los que diseñen el mapa de la pobreza energética y ella no les podrá multar, como pretendía. ¿Es que tampoco hay gerente municipal? Colau se le cae a uno de las manos; una mujer estupenda en el amplio sentido del término, pero una alcaldesa mediocre. Pero ella no es culpable directa, solo es el efecto de la devastación socioconvergente desencadenada mucho antes, cuyo origen data del Congreso de Sitges del PSC. El socialismo de los capitanes derrotó entonces a Narcís Serra y rompió el compromiso histórico formado entre la dupla Maragall-Bohigas y la periferia. Antes de la caída de los dioses, Joan Clos cerró los flecos de la transformación del modelo de ciudad basado en proyectos público-privados. Y después, silencio y tierra batida. Hereu y Xavi Trias encapotaron el cielo, y finalmente la reacción popular, fruto de la crisis, depositó a Colau en el trono del Concell de Cent. Ha sido en vano.
Barcelona es un proyecto poliédrico. Una ciudad en la que nunca se captura la realidad como la vemos; hay que inventarla para entenderla, como le ocurre a Phil Winter (Rüdiger Vogler) en la Alicia de Wim Wenders. Antes de posar la mirada en los milagros, hay que subjetivarlos, como en la fotografía de Frank Cappa. Barcelona no es una estación de paso como quiere Colau sino un proyecto sin fin basado en barruntos tecnológicos hechos de industria y vivienda, tal como lo pensó Le Corbusier en la primera Expo Universal.
La ciudad vive en tu interior "antes de despedazarse", escribió Benjamín pensando en Paris. Barcelona, por su parte, es un laberinto del que Colau quiere huir porque no consigue desencriptar. Y es que no se puede crear lo que no se entiende.