Javier Mariscal, ese garriri
El dibujante, que con cuatro trazos es capaz de fabricar una historieta, es de las pocas personas que creen que todo está a su alcance, pese a momentos complicados
1 julio, 2024 00:00Me contó en cierta ocasión Javier Mariscal (Valencia, 1950) que cuando llegó a Barcelona en 1970 con su amigo del alma Carlos Pastor (alias Séfer, derivado de la versión inglesa de su apellido, Shepherd, quien nos dejó antes de tiempo, en el 2022), deambulaban por una ciudad que les parecía enorme en comparación con la suya y ante la que experimentaban constantemente una sorpresa y un estupor que se acabarían convirtiendo en parte fundamental de la obra del papá de Cobi. Si andaban por la calle Balmes, miraban hacia arriba, hacia la montaña, y se maravillaban de lo lejos que estaba; y si miraban hacia abajo, hacia el mar, lo mismo. Esa actitud, entre la sorpresa, la exaltación y un fatalismo amable, se acabó contagiando a sus primeros personajes de comic, Los Garriris, formado por dos bichejos siempre en busca de juerga y de chicas (mejor si se trataba de fransesas) que eran, en realidad, una versión no excesivamente paródica de Javier y Séfer.
Javier Errando Mariscal nunca ha sido un dibujante de tebeos stricto sensu, pero sí un dibujante a secas, un dibujante que, con cuatro garabatos, era capaz de fabricarte una historieta, un taburete, una cortina, una habitación de hotel, una escultura o un cuadro. Sus comics huyen como de la peste de la tradicional estructura de exposición, nudo y desenlace (puede que llegue a haberlos, pero no necesariamente en ese orden). Hablando en plata, a los Garriris solo les pasan chorradas y menudencias, y su carácter no da para explicar grandes historias: cuando le dio por hacer una serie de televisión con ellos, tuve que decirle, con gran dolor de mi corazón, que los Garriris no eran los Simpson o Los Picapiedra, familias tremendamente humanas con cuyas peripecias podía empatizar cualquiera. Los Garriris necesitaban un público especial (del que yo siempre he formado parte) que disfrutaran con las andanzas delirantes y chuscas de los trasuntos de los señores Mariscal y Pastor. La tuvieron durante el underground y encontraron su sitio en El Rrollo Enmascarado, Star o El Víbora. Pero la evolución de nuestro hombre no tuvo lugar en el mundo del comic, sino en todo lo que encontraba por ahí y se veía capaz de hacer (o de dibujar y que otros lo hicieran).
Más allá del 'Cobi'
Pese a su actitud aparentemente despistada, de labriego que no sabe dónde le da el aire, de Paco Martínez Soria en La ciudad no es para mí, Javier se reveló en Barcelona como el mejor vendedor de sí mismo (y luego en el extranjero, donde hablaba varios idiomas, todos mal, pero daba lo mismo). No hacía falta que ofreciera algo en concreto, pues le bastaba con su extrema simpatía y su portentosa labia (desordenada, pero eficaz) para convencer a editores, galeristas, fabricantes de muebles y hasta al alcalde de Barcelona, Pasqual Maragall, que lo adoraba y le reía todas las gracias y lo bendijo a la hora de diseñar a Cobi, la mascota de los Juegos Olímpicos celebrados en la ciudad en 1992. Desde un punto de vista personal, debo decir que, en todas las conversaciones que he mantenido con Mariscal desde finales de los 70, nunca he entendido muy bien lo que me estaba contando, pero el relato se me antojaba tan divertido y a menudo delirante, que acababa disfrutándolo mucho. Lo que más me pasmaba (y me pasma) de él es que ninguna iniciativa personal le parece por encima de sus posibilidades.
Cuando se puso a pintar cuadros por la influencia de Miquel Barceló, al que había acogido a su llegada de Mallorca a Barcelona, pensé que la cosa le superaba, aunque me acabaron gustando: los fabricaba casi en cadena y, a veces, la noche de la inauguración, si plantabas un dedo en algún lienzo (lo sé: no debe hacerse), te lo manchabas porque la pintura aún no se había secado del todo. Cuando se lanzó a diseñar (o dibujar) muebles, tenía ideas magistrales junto a otras dignas de un bombero, pero ahí estaba Pepe Cortés para que sus sillas se aguantaran de pie (el llamado taburete amoral, con una de las tres patas, ondulante, me sigue pareciendo una idea muy feliz). Cuando le dio por el interiorismo, las diferencias (en cuanto a utilidad) de sus diseños las solucionaba su amigo Fernando Salas. Y así sucesivamente, hasta que, con la creación en 1989 del Estudio Mariscal, aquel chico valenciano de buena familia que había salido ligeramente hippy y que se pasmaba por la extensión de la barcelonesa calle Balmes, se convirtió en una especie de Walt Disney multimedia que se veía capaz de enfrentarse a todo. Hasta al cine de dibujos animados, como demuestran sus dos colaboraciones con Fernando Trueba, Chico y Rita (2010) y No disparen al pianista (2023).
Un crío de setenta y tantos años
Javier Mariscal es de las pocas personas que he conocido que creen que todo está a su alcance (y, en su caso, a menudo lo han estado). Y si algo salía mal, como cuando se arruinó con Chico y Rita, era incapaz de caer en la desesperación. Te lo encontrabas, sabías que las estaba pasando canutas, te interesabas por su situación financiera y él se encargaba de quitarte el peso de encima con alguno de sus discursos vagamente comprensibles en los que siempre queda claro que, en esta vida, no hay que conceder demasiada importancia ni al éxito ni al fracaso. No sé si es consciente de ello, pero Javier Mariscal es nuestro artista más zen (ni Tàpies, ni Plensa ni hostias). Cuando te lo cruzas, nunca sabes si está en la cima o en el fondo de un precipicio, pues su actitud es siempre la misma: alegría, francas sonrisas, optimismo galopante y, en resumen, una simpatía a prueba de bombas.
Javier es ahora como un crío de setenta y tantos años que sigue disfrutando con todo lo que hace, aunque a veces no sepas de qué se trata. Juraría que no ha dejado ningún palo por tocar, pero igual me equivoco y un día de éstos nos sale con alguna nueva disciplina nunca antes abordada. Hay artistas a los que el dinero les cambia el carácter, generalmente a peor (pienso en nuestro común amigo Miquel Barceló, especialista en sustituir a los compinches por sicofantes), pero Mariscal no forma parte de ese colectivo. Yo diría que no ha cambiado nada desde que le conocí a finales de los 70. Y aunque no siempre entienda lo que me está contando, su mera presencia me basta para ponerme de buen humor.