La arquitectura 'noir' y el consumo cultural
El género policiaco proporciona un armazón narrativo eficaz y de fácil manejo que hace que sea utilizado tanto por los artistas como por los fabricantes de best-sellers de aeropuerto o productos de streaming de consumo rápido
18 junio, 2023 19:00La anécdota es de sobra conocida: Arthur Conan Doyle, harto de su exitoso Sherlock Holmes que lo etiquetaba como autor de relatos policiacos y quitaba lustre a sus novelones históricos, que él consideraba más importantes, decidió asesinar a su personaje en las cataratas de Reichenbach en la Suiza alpina. Utilizó para ello al archienemigo y némesis del detective, el profesor Moriarty. Es igualmente conocido lo que sucedió a continuación: indignados, los forofos del personaje montaron tal campaña de acoso y derribo que el contrito autor no tuvo más remedio que resucitar al maldito Sherlock. Lo cierto es que hoy en día nadie se acuerda de las novelas serias de Conan Doyle y, en cambio, como dejó escrito Borges en un precioso poema: “Pensar de tarde en tarde en Sherlock Holmes es una / de las buenas costumbres que nos quedan”.
Un siglo después, seguimos -como lectores y como espectadores- atrapados en las seductoras redes de las tramas detectivescas: se comete un crimen y hay que resolverlo siguiendo procedimientos deductivos hasta dar con el culpable. Según los casos y las ambiciones del autor, el desarrollo se centrará solo en la mecánica deductiva a modo de juego, indagará en los condicionantes sociales que llevaron al crimen, explorará las complejidades psicológicas de los involucrados en la investigación, o hasta cuestionará o parodiará el artificio literario de las pesquisas que rodean y su resolución.
Lo que es poco discutible -y de ahí el éxito sostenido en el tiempo del género- es que una trama que toma como punto de partida un crimen y plantea su resolución es un mecanismo narrativo que, si está bien armado, es casi infalible para mantener en vilo al lector o al espectador. ¿Por qué? Porque es una de las formas más simples y eficaces para construir un relato y plantea de forma diáfana una de las finalidades que cumplen las ficciones en nuestras vidas: poner orden y dar sentido al sinsentido de la vida.
La realidad puede ser azarosa, caótica y desconcertante, pero, salvo los casos puntuales de ciertas narraciones existencialistas o vanguardistas que exploran el sinsentido, a las ficciones les pedimos coherencia, estructura, progresión armónica y una resolución que suele incorporar un golpe de efecto o giro sorprendente, pero que sobre todo debe cerrar de forma lógica la historia planteada. Es uno de los elementos presentes en la teoría del viaje del héroe del mitólogo Joseph Campbell, utilizada como santo Grial por todos los guionistas del Hollywood.
El género policiaco proporciona un armazón narrativo eficaz y de fácil manejo y eso explica por qué es utilizado por creadores de ambiciones y capacidades muy diversas. Entre otros por los fabricantes de best-sellers de aeropuerto y de productos de streaming de consumo rápido, que pueden orquestar tramas detectivescas más o menos ingeniosas sin meterse en profundas exploraciones psicológicas o en la construcción de situaciones dramáticas complejas. Con el simple oficio de saber mantener un ritmo ágil y manejar diálogos medianamente competentes, se puede fabricar un thriller resultón. La industria editorial publica centenares cada año y las plataformas de streaming están repletas de ellos. Es evidente que tienen su público. Nada que objetar, salvo cuando se intenta revestir estos productos de entretenimiento como obras de relevancia cultural, envolviéndolos en un pedigrí que no les corresponde.
Sin embargo, quienes desprecian el género policiaco como tal considerándolo un mero subproducto, se equivocan. En realidad, no es más que un contenedor y los resultados serán unos u otros dependiendo del uso se le dé. Borges, por ejemplo, utilizó recursos propios de este tipo de literatura en algunos de sus cuentos fundamentales, mientras que, a cuatro manos con Bioy, coescribió como mero divertimento relatos detectivescos menos ambiciosos. Los dos contribuyeron además tempranamente a dar prestigio cultural al género. Recopilaron dos antologías de cuentos policiacos, la primera aparecida en 1943 y la segunda en 1951. Y en la editorial Emecé dirigieron la mítica colección El Séptimo Círculo, que arrancó en 1945 y sobrevivió hasta los años ochenta, aunque ya sin ellos al frente.
Ellos fueron los responsables de la selección de los primeros 120 títulos, hasta mediados de los años sesenta. La etapa gloriosa de Borges y Bioy tenía además el sello distintivo de las preciosas cubiertas del pintor y diseñador José Bonomi, con sus emblemáticos dibujos de formas geométricas. La colección se inauguró con La bestia debe morir de Nicolas Blake (seudónimo para estos menesteres del poeta británico Cecil Day-Lewis, padre del actor Daniel Day-Lewis) y publicó más novelas enigma que novelas negras, fundamentalmente anglosajonas, además de algunas obras que mezclaban lo policiaco con lo fantástico, como El maestro del juicio final de Leo Perutz. Y unas pocas piezas autóctonas, como Los que aman odian, la novelita policiaca escrita a cuatro manos por Bioy y Silvina Ocampo, y El estruendo de las rosas de Manuel Peyrou, gran amigo de Borges.
La puesta en marcha de El Séptimo Círculo tiene importancia histórica, porque sus artífices estaban reivindicando un género en aquel entonces menospreciado, mucho antes de que se produjera la mayoritaria aceptación de la que hoy goza. La selección de títulos que propusieron nos lleva a un aspecto de Borges casi tan importante como su dimensión de escritor esencial del siglo XX. Me refiero al Borges prescriptor sabio y sagaz, que rescataba, entre otros, a autores minusvalorados del policiaco y el fantástico.
En el mismo año 1945 del nacimiento del Séptimo Círculo, Gallimard puso en marcha en París otra colección muy importante consagrada al género, la Serie Noire (por el color de sus cubiertas), dirigida por Marcel Duhamel. Tenía una orientación diametralmente opuesta a la argentina, ya que ponía en valor la novela negra frente a la novela enigma. Decía Duhamel para explicar su propuesta: “El aficionado de enigmas à la Sherlock Holmes no quedará satisfecho. (…) Las novelas que presentamos describen policías más corruptos que los delincuentes que persiguen. El detective no siempre consigue resolver el misterio. En ocasiones no hay misterio, y otras ni siquiera detective. Pero entonces… Entonces queda la acción, la angustia, la violencia”. Tiene cabida ahí la plana mayor de los autores pulp americanos: Dashiell Hammett, Raymond Chandler, Horace McCoy, James Cain, W. R. Burnett, Jim Thompson, David Goodis…
La colección forma parte de la penetración de la cultura popular americana -literatura pulp, jazz, rock’n’roll, cine de Hollywood, cómics- en Europa en el contexto de la posguerra y la guerra fría. Y es un perfecto ejemplo de que será sobre todo desde París desde donde se reivindicará la relevancia de estas producciones culturales consideradas todavía como meros divertimentos de masas. La influencia de la novela negra americana se puede rastrear además en pastiches literarios como los que hila el también músico de jazz Boris Vian -Escupiré sobre vuestras tumbas, Que se mueran los feos-; en los polar de Jean Pierre Melville, translación al contexto francés de los códigos visuales y argumentales del cine negro americano, y en películas de directores de la nouvelle vague, repletas de guiños a la cultura pop americana y el género negro en particular. Desde Godard a Chabrol, pasando por Truffaut, que adapta a escritores como David Goodis (Tirad sobre el pianista) y Cornell Woolrich (La novia vestía de negro, La sirena del Mississippi).
Posteriormente, Simenon entra en el catálogo de Adelphi de la mano de Roberto Calasso, lector entusiasta del belga al que contribuyó a prestigiar. Siguiendo su estela, en España lo publicaron editoriales con solera como Tusquets y Acantilado, que ahora lo coedita con Anagrama. La consagración definitiva se produce en 2003, cuando entra en la Pleiade, mientras que autores pulp americanos como Hammett, Chandler, Cain o Woolrich están hoy representados en la Library of America.
Si trazamos una sucinta y esquemática evolución del género podríamos decir que, partiendo de las primeras tentativas de Edgar Allan Poe con sus relatos de Auguste Dupin, la escuela británica del whodunit -que tiene su representante más célebre en Agatha Christie- perfecciona las tramas orquestadas como jeroglíficos a resolver, Por su parte, la escuela pulp americana saca el policiaco a la calle y le da una dimensión sociopolítica, a través de figuras como Hammett, mientras que Chandler esculpe como nadie el arquetipo del detective moderno con la figura de Philip Marlowe, al que dota de una voz propia al estar las novelas narradas en primera persona. En la pantalla, Humphrey Bogart -con la ayuda de un sombrero Borsalino y una gabardina- lo modela visualmente.
Los novelistas europeos del ámbito ideológico comunista -Montalbán, Camilleri, Márkaris… -siguen la estela de Hammett en la utilización del género como un modo de retratar críticamente la sociedad llegando a muchos lectores. Y crean detectives filosofantes a partir del modelo Chandler. El siguiente salto lo ejemplifican -en la estela de Highsmith- los escritores nórdicos -como Mankell, Stieg Larsson o Jo Nesbo- que construyen personajes psicológicamente más complejos, tramas más turbias y exacerban la violencia. Al mismo tiempo, la pujanza del audiovisual, sobre todo a partir de la llegada del streaming, ha aupado dos tendencias complementarias: la presencia de guionistas que se pasan a novelistas y la de novelistas que escriben pensando en la guionización. El resultado: thrillers en ocasiones eficaces, pero casi siempre superficiales, a los que a veces se intenta revestir de una supuesta ambición creativa.
Vuelvo a uno de los argumentos iniciales para ir concluyendo. El género funciona como un armazón. Depende quién se sirva de él y cómo lo use, los resultados serán puro entretenimiento -que puede ser muy digno y hasta brillante- o una obra con enjundia literaria. Pongo algunos ejemplos: cuando Umberto Eco juega con la novela enigma en El nombre de la rosa hace algo más que un mero pastiche, porque despliega toda su erudición y solidez. Otro caso en la misma línea sería el de Donna Tartt en novelas como El secreto o El jilguero. En cambio, propuestas como las de Joël Dicker -La verdad sobre el caso Harry Quebert- o el reciente fenómeno de Virginia Feito La señora March, tan solo se disfrazan de gran literatura.
En España, desde el minusvalorado y muy reivindicable pionero Francisco García Pavón con sus novelas de los años sesenta protagonizadas por Plinio, el policía municipal de Tomelloso, el género ha contado con escritores solventes consagrados a él -desde González Ledesma a Lorenzo Silva- y con autores literarios que lo han visitado ocasionalmente, como Marsé, Mendoza o Cercas, ciñéndose -con mayor o menor ortodoxia- a sus postulados básicos.
Uno de los peligros que debe esquivar el policiaco es lo rutinario, la repetición de fórmulas repetitivas, de clichés en la construcción de personajes y situaciones. Por eso, entre los clásicos algunos de los mejores son los más excéntricos e imprevisibles, desde John Franklin Bardin a Marc Behm. Las aportaciones contemporáneas más estimulantes son las de aquellos que juegan con elementos del género para llevarlo a su propio e inimitable terreno y acabar subvirtiéndolo (o acaso reinventándolo): en literatura el mejor ejemplo sería Patrick Modiano, con sus improvisados detectives de aires casi metafísicos que casi nunca encuentran lo que buscan, y en cine David Lynch, que maneja atmósferas policiacas que derivan en exploraciones surreales.
Si el cine más comercial y las plataformas han podido contribuir a devaluar el género con productos reiterativos y planos, acabo citando algunas producciones que en estos momentos se pueden ver en plataformas y que son ejemplo de cómo el policiaco sigue hoy vivo y con fuerza. Una serie india de Netflix, Dehli Crime, que pasó muy desapercibida y lleva ya dos temporadas. La primera, centrada en el caso real de una chica que sufrió una salvaje violación grupal en un autobús, es un retrato demoledor de la complejidad social de la India actual y de los escasos medios materiales y nula formación de su policía.
Otro ejemplo -actualmente en Filmin y Movistar +-: la contundente Holy Spider de Ali Abbasi, iraní nacionalizado danés. Está basada también en el caso real sucedido en una ciudad santa iraní, en la que un piadoso ciudadano decidió acabar con el vicio asesinando prostitutas, ante la pasividad de las autoridades. Rodada obviamente fuera de Irán, es un retrato de las miserias morales del régimen teocrático, pero al mismo tiempo un thriller de pulso impecable. Y por último, Emily la estafadora, una película indie americana estrenada directamente en Movistar +. Protagonizada y producida por Aubrey Plaza y dirigida por el debutante John Patton Ford, se mueve en la estela de los frenéticos policiacos de los hermanos Safdie -Good Time, Diamantes en bruto - y sigue las andanzas de una chica que estafa con tarjetas de crédito falsas. Tiene escenas de una tensión casi insoportable y al mismo tiempo es un retrato inclemente de la precariedad laboral.