Godard, arte y 'agitprop' cultural
La obra del director francés, donde se cuestiona el sentido del cine y se experimenta sin cesar, permite contemplar los grandes cambios culturales desde los años 50 hasta nuestros días
14 septiembre, 2022 19:30Cuando te dedican un biopic es que te has convertido en un icono. No hay muchos directores de cine que hayan tenido ese honor. Al recién fallecido Jean-Luc Godard, Michael Hazanavicius le dedicó en 2017 uno. Su título, Mal genio (brillante versión española del original francés, Le Redoutable, que podría traducirse como el temible o el formidable) ya permite intuir que el retratado no sale muy bien parado. La película se basa en la excelente novela autobiográfica Un año ajetreado (está traducida al castellano en Anagrama) de Anne Wiazemsky, la jovencísima actriz que se convirtió en pareja y musa del cineasta en sus convulsos años de tránsito hacia el maoísmo.
Parece que a Godard no le hizo ninguna gracia la imagen que se daba de él en Mal genio, aunque alguien que siempre fue tan iconoclasta, antisistema y faltón debería haber aplaudido que se lo bajara del pedestal. Sus admiradores y gran parte de la crítica atacaron con ferocidad la película porque consideraron que ridiculizaba a Godard (interpretado de forma brillantísima por Louis Garrel). Es cierto que Hazanavicus tiene muy mala baba y puede llegar a ser cruel, pero creo que el retrato de un Godard pedante, cargante, políticamente desnortado, enfermizamente celoso y machista hasta extremos cavernícolas es certero por mucho que duela. Aunque, claro está, Godard era eso, pero también mucho más que eso.
De hecho, es un personaje escurridizo, poliédrico, casi inasible. Era tan paradójico y contradictorio que se puede amarlo y odiarlo al mismo tiempo –a mí me pasa–, reconocerlo como genio y denunciarlo como farsante, defenderlo como inmenso cineasta y denostarlo como cantamañanas insufrible. El cineasta se autodestruyó y reinventó una y otra vez, en una suerte de revolución permanente que lo llevó a explorar infinitos caminos en el cine, incluidos unos cuantos callejones sin salida.
Fue el más radical y el más irreductible de los miembros de la Nouvelle Vague –Truffaut, Chabrol, Rohmer, Malle, Rivette–, el grupo de jóvenes que a partir de mediados de los años 50 del pasado siglo reinventaron dos veces el cine. Primero, como críticos de los Cahiers de Cinéma, nos descubrieron una nueva manera de ver el cine clásico. Ellos revalorizaron como verdaderos creadores y autores a cineastas entonces tenidos por meros entertainers –Hitchcock, Ford, Hawks, Ray, Lang, Aldrich, Preminger y otros maestros del cine de Hollywood hoy indiscutidos– y reivindicaron a figuras menospreciadas del cine francés como Jacques Becker (aunque también es verdad que lo hicieron a costa de atacar con crueldad, muchas veces injusta, a otros cineastas acusándolos de academicistas, relamidos, caducos y sin personalidad). Entre esos críticos, Godard era de los más beligerantes y de los más sagaces.
La segunda reinvención la hicieron ya como cineastas, sacando las cámaras a la calle, buscando jóvenes actores que traían aire fresco y modos de interpretar más desinhibidos, trabajando con equipos muy reducidos y material liviano. Siguiendo la estela del neorrealismo italiano, liberaron al cine del corsé de los grandes estudios y los decorados, abrieron las ventanas, rodaron cámara en mano por las aceras y el cine cambió para siempre. La transformación que pusieron en marcha es una de las sacudidas estéticas más contundentes del siglo XX y se extendió por todo el planeta (Free Cinema británico, Nuevo cine checo, Nuevo Hollywood, Cinema nouvo brasileño…). Pasados los fervores juveniles, la mayoría de sus miembros dejaron de lado las proclamas y moderaron sus posturas (Truffaut acabó rodando películas como El último metro enteramente en estudio, Alain Resnais terminó filmando brillantes puestas en escena teatrales…), pero hubo uno, Godard, que no cejó en el empeño de destruirlo y reinventarlo todo.
En su permanente búsqueda, o acaso huida hacia adelante, pasó incluso de la revuelta estética a la revolución política en su etapa maoísta con la creación del colectivo Dziga Vértov y sus rodajes asamblearios, y posteriormente su reflexión sobre las imágenes le llevó a probar todo tipo de técnicas (rodó en video, con teléfono móvil, en 3D….). Adicto a las boutades y los gestos grandilocuentes, sentencioso, ditirámbico, agudo, lúcido, dogmático, irritante, malcarado…, son muchos y contradictorios los adjetivos que pueden aplicársele. Sus escritos y entrevistas están reunidos en el imprescindible volumen Jean-Luc Godard par Jean Luc Godard que editó Cahiers du Cinéma y Colin McCabe escribió una buena biografía sobre él: Godard: retrato del artista a los setenta (que editó en castellano Seix Barral en 2005). Suma de contradicciones, transformador del cine, polemista profesional, agitador intelectual, Godard fue en sus años de esplendor en la década de los 60 testigo y actor de una época de cambios sociales y culturales que siguen marcándonos.
En esta etapa, acaso la única indiscutible de su carrera, que arranca en 1960 y va hasta su deriva maoísta a partir del mayo del 68, Godard es una figura central no solo del cine sino de la cultura europea, con una influencia arrolladora. Rueda hasta tres películas por año y en cada una de ellas parece querer reinventarlo todo. Su aportación es inmensa. Convierte a Jean-Paul Belmondo en estrella con Al final de la escapada, rodada en las calles de París y después lanza a Anna Karina como icono de la época. Mezcla alta y baja cultura, filosofía y pulp, y juega con los géneros: hace un pastiche pop del policiaco americano en Banda aparte y de la ciencia ficción en Lemmy contra Alphaville.
Denuncia la prostitución en Vivir su vida y la institución familiar en Una mujer casada. En El desprecio hace que un anciano Fritz Lang se interprete a sí mismo y cuenta como protagonista con la superestrella francesa del momento, Brigitte Bardot (acabado el rodaje, el productor, Dino de Laurentis, le obligó a filmar escenas adicionales con ella, para que la Bardot saliera desnuda en pantalla como reclamo para el gran público). Rodó con The Rolling Stones un abtruso documental titulado Sympathy for he Devil (One Plus One) y con Marianne Faithfull, Made in USA. Hizo cine político con Los carabineros y cine político-pop con La chinoise (que anunciaba su conversión al maoismo).
Tuvo problemas con la censura con El soldadito porque denunciaba la guerra de Argelia. Rompió moldes narrativos, introduciendo citas y guiños, convirtiendo la pantalla en un collage en Pierrot el loco. Y en Weekend, tras presentar un surrealista apocalipsis del mundo burgués anunció en el último fotograma de la película el “Fin del cine”. En esta década de revueltas culturales, sociales y políticas en Europa y Estados Unidos, de glorificación del pop, celebración de lo pulp y desacralización de la alta cultura, Godard ocupa un lugar central no solo cineasta, sino como figura fundamental de las vanguardias. Liberado de los corses de la narrativa convencional, todo cabe y todo puede mezclarse en sus películas collage. Convierte los títulos de crédito en puro arte pop, introduce eslóganes, guiños, citas, altera el montaje, rompe la cuarta pared, sacude al espectador.
La conversión al maoísmo le llevó a un cine militante con rodajes asamblearios. Fue un posicionamiento entre ingenuo y mezquino, de diletante intelectual. Ingenuo porque si lo que pretendía era contribuir a la revolución a través del cine, sus películas no las veían más que cuatro snobs. En el fondo, mucho más político era Claude Chabrol, que con su serie de películas policiacas en las que diseccionaba las miserias de la burguesía francesa de provincias llegaba a más público y era mucho más incisivo. Godard fue también mezquino, porque a esas alturas ya llegaban noticias de las atrocidades de la revolución cultural china y para declararse maoísta había que ser muy cínico o muy estúpido (por aquella época, por cierto, también estaban desarrollando su genocidio de magnitudes inimaginables los jemers rojos camboyanos, a cuyos líderes les habían llenado la cabeza de ideas política e ideales revolucionarios nada menos que en La Sorbona parisina).
Salvo por alguna película que llegó a tener cierto eco –Todo va bien, con Jane Fonda en su etapa de entusiasmos militantes– Godard dejó de ser una figura relevante y central del cine francés. De esta época es la célere y agria polémica epistolar con Truffaut en 1973, cuando La noche americana acababa de ganar el Oscar mientras él estaba enfrascado en su cine colectivista y proletario. Godard le escribió a Truffaut: “Ayer vi La noche americana. Probablemente nadie te tratará de mentiroso, pero yo sí lo hago. No se trata de una injuria fascista, es una crítica y es precisamente la ausencia de crítica lo que nos dejan este tipo de películas: las de Chabrol, las de Ferreri, Vernneuil, Delannoy o Renoir, de las cuales yo me quejo”. Siguen una serie de reflexiones algo confusas y escritas en un francés no muy ortodoxo, y al final, después de insultarlo, tiene el cuajo de pedirle que ponga dinero para financiar una de sus películas maoístas.
Truffaut le respondió con indignación en una larga carta: “Jean-Luc. Para no obligarte a leer esta carta desagradable hasta el final, comienzo por lo esencial: no entraré en coproducción en tu película. En segundo lugar, te devuelvo tu carta a Jean-Pierre Léaud: la leí y me parece repugnante. Es por eso que siento que ha llegado el momento de decirte que en mi opinión te comportas como un mierda. (…) Me importa un pito lo que pienses de La Noche Americana, (…) Tú siempre has dominado el arte de hacerte pasar por una víctima (…) pero te las arreglas muy bien para hacer lo que quieres, cuando quieres, como quieres y sobre todo preservar la imagen pura y dura que quieres mantener (…) Amante de gestos y de declaraciones espectaculares, altivo y perentorio, estás instalado en un pedestal, indiferente a los otros, incapaz de dedicar algunas horas desinteresadas para ayudar a alguien. Entre tu interés por las masas y tu narcisismo no hay lugar para nada ni para nadie”. La amistad y posterior ruptura entre ambos está muy bien retratada en el documental Truffaut/Godard: Deux de la Vague de Emmanuel Laurent.
En los años ochenta, Godard aparcó las veleidades revolucionarias y volvió sin mucho éxito a un cine narrativo –aunque no convencional– con películas como Salve quien pueda (la vida), Nombre: Carmen o Yo te saludo María, en cuyo estreno en Cannes recibió un célebre tartazo retransmitido por todas las televisiones, mientras que en España provocó manifestaciones religiosas ante los cines en que se proyectaba por afrentas a la virgen. Esta etapa acaba con una delirante versión del Rey Lear con Norman Mailer, Woody Allen, Leos Carax y el escenógrafo Peter Sellars. Se la produjeron nada menos que Menahem Golam y Yoram Globus, dos israelíes mezcla de productores, pillos y estafadores que intentaron conquistar Hollywood como reyes del cine de acción barato y cutre con su productora Cannon (sobre sus andanzas hay un documental estupendo: Electric Bogaloo, the Wild, Undtold Story of Cannon Films).
Pasa entonces Godard al cine ensayo, a la reflexión sobre la cultura de las imágenes, sobre la mirada. Hace películas de bajo coste, no narrativas, experimentales y ensimismadas, rodadas en soportes muy diversos. De este periodo lo más estimulante es el alud y collage de imágenes de la monumental Histoire(s) du cinéma, su particular repaso a la historia de este arte del siglo XX. Retirado en Suiza, el cineasta polemiza, provoca, se pelea, sigue explorando caminos visuales y luchando contra sí mismo. Su cine es cada vez más minoritario, pero su figura es venerada. Es el viejo radical, el destructor y reinventor de la imagen en movimiento.
Más allá del interés o rechazo que susciten su obra y sus posicionamientos, su radicalismo estético y político, lo cierto es que no se puede hablar del cine ni de la cultura del siglo XX en general sin mencionar a Godard. Su influencia en cineastas de generaciones posteriores es enorme, hay ecos de su cine en Tarantino, Jarmush, Carax… Pero la relevancia de su figura sobrepasa las pantallas. Ha sido algo más que un cineasta, ha sido un artista de vanguardia cuya obra en los últimos años pasó de las filmotecas a los museos: el Pompidou le dedicó en 2006 una gran exposición, el MoMA le encargó una película, el Reina Sofía le organizó un ciclo en 2020…
Por encima de todas sus polémicas, Godard ha dejado una serie de sentencias inolvidables: “El trávelin es una cuestión moral”, Para hacer una película solo se necesita un arma y una mujer”, “La fotografía es verdad y el cine es verdad a 24 fotogramas por segundo”, “El cine no es un arte que filma la vida, el cine está entre el arte y la vida”, “Una historia debe tener un principio, un nudo y un desenlace, pero no necesariamente en este orden”, “El cine es el más hermoso fraude del mundo”, o aquella famosa frase que puso en boca de Parvulesco, el famoso escritor interpretado por el cineasta Jean Pierre Melville en Al final de la escapada: “Aspiro a ser inmortal y después morir.”
Al final, lo más importante de su contribución al cine es que fue capaz de crear algo que está al alcance de muy pocos: un puñado de imágenes icónicas e indelebles: Belmondo pasándose el dedo por los labios en Al final de la escapada; Jean Seberg repartiendo el Herald por los Campos Elíseos en esa misma película; Michel Piccoli diciendo aquello de “Te amo totalmente, tiernamente, trágicamente” en El desprecio; Brigitte Bardot moviéndose en esa película por la Villa Malaparte del arquitecto Adalberto Libera en Capri acompañada por la poderosa música de Georges Delerue y la fotografía de colores vivos de Raoul Coutard; los tres protagonistas de Banda aparte corriendo por el Louvre o improvisando un baile a lo Fred Astaire en un café; el rostro y la mirada de Anna Karina en Vivir su vida, Belmondo con la cara pintada de azul en Pierrot el loco…
Godard era el último de los grandes de la nouvelle vague que seguía vivo. Y además en activo hasta casi el último momento. Con su desaparición se cierra definitivamente un periodo trascendental del cine y la cultura del siglo XX. Además, se ha ido por voluntad propia, mediante suicidio asistido. Un postrero acto de rebeldía.