El rastro de Madrid (1859)

El rastro de Madrid (1859)

Ciencia

El rastro, laboratorio científico

La arqueología de los residuos resucita objetos domésticos que aportan información valiosa para entender cómo vivían quienes nos precedieron y cómo era realmente el mundo del pasado

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En matemáticas es primordial no dejar de considerar los restos y los residuos. En el estudio de las funciones de variable compleja siempre me ha sorprendido la importancia de unos puntos raros llamados singularidades. Presentan unos residuos que sumados de forma adecuada dan el valor de una integral, de una forma sencilla e impecable. Ese teorema despertó en mí el valor que puede tener la basura, lo que es despreciado como vulgar y queda apartado por la idea de la belleza que impera. Ni qué decir tiene que aquella impresión la acabé vinculando con las maravillosas asociaciones de Ramón Gómez de la Serna en sus páginas sobre el Rastro madrileño, donde evocaba y salvaba objetos abandonados, inútiles o marchitados. Montones de cosas tiradas que pueden resultar, en cambio, una purga ideal para el alma: la calma, la despeja, la ablanda con benevolencia y desinterés.

Me he encontrado con el libro de una curiosa autora británica. Lara Maiklem, quien dice que no es una matemática nata y que los números le desconciertan, ha destacado en las redes sociales por llamar la atención sobre los mudlark, palabra de difícil traducción. Digamos que en jerga viene a significar: cerdo, pillo de la calle, niño desarreglado, persona impaciente que busca y rebusca en el lodazal restos aprovechables. Hace tres o cuatro años, ella publicó un libro con el título Mudlark: In Search of London’s Past Along the River Thames, que ha sido traducido hace poco al español como Mudlarking (Capitán Swing), y donde narra sus experiencias de búsqueda paseando por Londres, siguiendo las orillas del río Támesis.

Lara Maiklem
Lara Maiklem

Lara Maiklem creció en una granja lechera y con 20 años de edad se fue a vivir a Londres. No tardó en enamorarse del Támesis y del distrito de Greenwich, de un modo muy especial: “sigue llamándome –dice– es un viejo amigo y lo echaría terriblemente de menos si no lo visitara”. Afirma que incluso ha mentido para llegar a tiempo al río: “Llama a todas horas y yo obedezco; me obligo a salir de una cama caliente, me enfundo en capas de ropa y bajo las escaleras si hacer ruido tratando de no despertar a quien duerme en la casa”. Asombroso. Sola con el río, se sintió de nuevo en casa: feliz, sanaba su corazón roto.

¿Pero qué hace en su visita, sólo contemplar obsesionada el paso del agua? ¿Qué busca? De hecho, aprovechando el movimiento de la marea, rebusca objetos en el barro, objetos perdidos o tirados en el Támesis. El drenaje anual del río indica que se descargan en él unas 7.200 piscinas olímpicas de aguas residuales no tratadas. Imagen de consumismo y desmesura, hay lugares con amianto, plomo, arsénico y cadmio. Veneno y agentes cancerígenos, además de los microplásticos que van a parar al río y al mar. Pero Maiklen se inclina por la poesía antes que por el activismo. Por esto, se permite observar que, en ciertas épocas del año, las angulas muertas se asemejan a cordones de botas sobre los guijarros.

Los hallazgos que más abundan, explica, son accesorios personales, prendas de ropa, suelas de madera, correas y fajas de cuero, vainas de espada, trozos de tela de seda y galones, redecillas de pelo, peines de madera. Un modo de distraerse en el que todo es importante. Pero su tesoro favorito son los alfileres hechos a mano: “Cada vez que recojo uno pienso en las manos que lo habrán tocado (…) en la ropa que sujetaba y en las conversaciones que se mantenían mientras alguien lo llevaba puesto”.

El afán por rescatar y valorar los objetos por sí mismos, con independencia de su procedencia. Hay que saber que a quienes intentan detectar metales, raspar y excavar el fango, se les exige una serie de permisos. En la segunda mitad del siglo XIX, se prohibió entrar en las cloacas londinenses sin una autorización. Se hizo frecuente entonces la figura de unos hombres provistos de enormes y mugrientos abrigos que, por las noches, hurgaban en las alcantarillas y buscaban chatarra, monedas, clavos, joyas, platos, cubiertos. Eran los toshers y se arriesgaban a perderse o a morir ahogados cuando entraba la marea, o por la mordedura de una rata que podía provocarles una septicemia.

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No es raro, nos dice, encontrar restos humanos en el río, lo que comporta la obligación de informar a la policía. Así, en 2009 fue hallada una calavera que la policía sometió a un análisis de radiocarbono que descartó una muerte reciente (databa de más de dos siglos) y fue entregada al Museo de Londres. Cuenta Lara Maiklen que ella encontró un primer hueso humano cuando tenía sólo 10 años y que, emulando a su madre, comenzó a esa edad a coleccionar lo que otros habían perdido: “La educación de mi aguda mirada se la debo a mi madre, se convirtió en mi tutora en el arte de mirar”. Sin olvidar la fuerza de los olores básicos del barro y la arcilla, pero “el aroma principal –afirma– varía según la ubicación, el clima y la época del año”.

Asimismo, Maiklen reivindica a Ivor Noël Hume, como gran padrino de los rebuscadores modernos. Antes de él, recalca, la mayoría de los arqueólogos menospreciaban los artilugios hallados fuera de contexto. Ella, ciertamente, descarta recoger cualquier objeto, pero dice temblar al pensar en los tesoros que ha dejado atrás simplemente por no saber lo que eran. Y tras cometer errores de principiante, hoy día se lleva a casa algunos objetos misteriosos, por si las moscas; y a veces, dice, se lleva una bonita sorpresa. La orilla alberga valiosas piezas minúsculas de lugares lejanos. Cerámica y tejas medievales; tapones de ánforas romanas; piedras de brujas; pipas de arcilla; broches; botellas de perfume. O bien, juguetes perdidos que despiertan particulares emociones; “un juguete roto –escribió Gómez de la Serna hace más de un siglo– es tan desolador como un Cristo en la cruz, dolorida la frente, sangrando por el costado y manco de los pies y de las manos. ¡Oh juguetes fláccidos y resignados!”.

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También se encuentran mensajes que alguien envió en su día, los hay anodinos, pero también dramáticos. Así, un mensaje contenido en una botella de cerveza de jengibre y que fue encontrado en el estuario del Támesis en 1999, había sido colocado y enviado en 1914. Contenía la carta de un soldado a su esposa cuando iba él camino de Francia, en la Primera Guerra Mundial. Murió doce días después. Su hija Emily tenía dos años entonces. Fue localizada ya con 86 años de edad y viviendo en Nueva Zelanda, donde se le hizo entrega de la carta de su padre a su madre, y que iba acompañada de esta petición: “Señor o señora, joven o doncella, ¿tendría usted la amabilidad de remitir la carta adjunta y ganarse la bendición de un pobre soldado que se dirige al frente en este noveno día de septiembre de 1914? Fdo. T. Hugues”.

Quiero imaginar que en las orillas del Támesis Maiklen pretende sostener la mirada y que en su contemplación halla lo que Gómez de la Serna llamó “una gran libertad, una seguridad, una idoneidad sincera”, si bien el escritor lo refería a propósito de su especial cara a cara con una pintura, vulgar y gastada, de un Cristo recuperada en el Rastro: “Casi en su adoración, se debe conseguir el descreimiento, la serenidad, la mayor confianza en uno mismo, la confusión, la asimilación de la imagen con uno”.