Letra Clásica
Boris Vian,'le deserteur'
El escritor y músico francés, de cuyo nacimiento se ha cumplido un siglo este marzo, funambulista e impostor de todos los géneros, vivió la vida como una obra de arte
28 marzo, 2020 00:20Magnético e inclasificable: Boris Vian en la memoria de quienes crecimos aprendiendo de la vanguardia otros lenguajes de ser y de estar. Una época cuyo esplendor saltó por los aires con la ocupación nazi de París, y de la que sólo hubiese quedado el poso denso del existencialismo en la taza del café si no hubiese sido, entre otros, por este ingenioso pionero de la transgresión. Un tipo nacido vividor con fecha de rápida caducidad cuyo talento de funambulista, impostor de todos los géneros, lo convertiría en el príncipe de Saint Germain des Près.
Sólo otro dandi estuvo a su altura poliédrica, aunque más refinado en sus productos estéticos. Jean Cocteau, el autor de Orfeo, fue una cara del franco francés y Boris Vian su reverso, pero unidos ambos por la circunferencia que redondea la moneda de la creatividad. Ambos compartieron lo etéreo de sus alas entrando y saliendo por las puertas de diferentes disciplinas, y de los salones de sus complejas relaciones: Picasso, Satie y Coco Chanel para el ángel del opio, y Sartre, Beauvoir, Alfred Jarry y Queneau en el afecto del bohemio patafísico y rupturista de los 27 heterónimos con los que se enmascaró según los itinerarios de su laberinto.
Pierde fulgor el champagne cuando se le enfría lo dorado de su corazón y se deja de brindar, seductor entre los sueños y el deseo. De sus fiestas, lo mismo que la de aquellos años que emprendieron de nuevo las vanguardias después de la ocupación nazi y sus secretos de resistencia y de colaboración, sólo queda la resaca de las anécdotas, la obra de los nombres que siempre nacieron de su ambición, y la lujosa clandestinidad electiva de los que su propia magia consumió. Hoy casi nadie recuerda, a no ser ahora por el foco de las efemérides, a uno de los que se quedó donde él mismo hubiese elegido: en la piscina Molitor a la hora en la que los nadadores eran una sombra a punto de desaparecer en una calle de agua, y un boulevard por el que correr en un deportivo descapotable con la luna de copiloto en el retrovisor. Sin embargo fue el más completo postvanguardista de todos.
Boris Vian vivió dentro de un swing de jazz constantemente improvisado; alojado en un poema con piernas amarillas y peces azules que pastan en el fondo de un vaso, y desertando de la realidad en sus novelas cuyos mundos van cambiando su forma según va sucediendo el relato: La Espuma de los días; Escupiré sobre vuestra tumba, una denuncia del racismo; El otoño en Pekín; los cuentos El viaje a Khonostrov o El lobo-hombre –cuyo Denis popularizó La Unión–, por citar algunas de sus aventuras del existencialismo ácido, lírico y con jocosidad surrealista de adolescente travieso.
Fotografía de Boris Vian tomada en un fotomatón para su documento de identidad
Encarnó, y en ello sigue su mito de club literario, el espíritu de un estilo artístico de rebelde melancolía e innovación incomprendida, vivaz en todas las manifestaciones estéticas que emprendió como constructor de historias y de universos, donde lo extraordinario se inserta en lo cotidiano como si fuese algo normal. Y por su habilidad para jugar igual que un crupier que conoce las reglas, las burla y las transforma en el hechizo de un prestidigitador. Nadie antes, tampoco después, ha sido capaz de la modernidad personificada. El ejemplo de que el estilo es el hombre, no sólo enmarcó a Oscar Wilde, también favorece la definición de Boris Vian, un iconoclasta renacentista del surrealismo.
Hubo un tiempo en el que ser un escritor de culto era una ambición. El epígrafe de un pasaporte con el que acceder a las cavas de Hades y del placer, –aquel célebre Tabou del quartier latino donde nunca su enfermedad de aire le permitió el célebre do de pecho a trompeta– y enrolar la lealtad de unos lectores apasionados en la búsqueda detectivesca de lo inédito o extraviado. Boris Vian es uno de esos nombres del conocimiento de los márgenes de cualquier boom de la literatura, y con su aura muchos alimentaron su vocación de artistas inclasificables. Creadores imposibles de etiquetar, sin demasiado tiempo para quedarse en ningún género, convencidos de ser efímeros jóvenes de vida futurista y rauda hacia la muerte, hermosos, insumisos, con niebla en el corazón.
El icono que sería James Dean sin saber lo mucho que aquella madrugada de su amanecer en Manhattan se parecía a Boris Vian, ectoplasma años antes en el París de su muerte con una corneta de plata en el bolsillo de su abrigo. Al primero lo inmortalizó el disparo de una cámara fingida de asalto, al segundo un infarto a solas partiéndolo en dos el nenúfar a flor de sus latidos. La simbología de su novela tomándole su vida como rehén de la literatura.
No es por esto, o solo por esto, por lo que el francés merece ser actualizado. Es su valor como polímata –novelista, poeta, músico, dramaturgo, periodista, seductor, visionario en su fantástica militancia de Tratado de Civismo– lo que le convierte en una estrella adelantada del pop a la altura de Andy Warhol. No hubo pintor, jazzman, filósofo, belleza, canalla ni aristócrata que no estuviese fascinado por su duende, sus irreverentes novelas, sus elucubraciones léxicas y fonéticas sobre el lenguaje. “Uno escribe para sí mismo, naturalmente; pero también escribe sobre todo para obtener una sumisión temporal del lector”, señaló quién hizo de la provocación un divertimento, como cuando ejercía de sparring vocal con su insolente Fais moi mal Johnny cantada por Magali Noël –la futura Gradisca felliniana–, al calentar la intimidad públicamente con su Je t’aime moi non plus, y su actitud de indiferencia ante la dificultad de vivir.
Una eclosión lúdica en hacer trizas cualquier tradición del poder artístico o social –como los personajes de sus libros: jóvenes desenfrenados a la americana, llamativos en su comportamiento, y hasta su propia autoría caricaturizada por dobles de sí mismo en los prólogos y en las críticas– que abandonó igual que Duchamp hizo con el arte para dedicarse al ajedrez, mientras que él cambió su matrimonio con la literatura por la trompeta con la que hizo de la música su amante. Al menos, no imitó a su amigo Jacques Loustalot el Mayor, un dandi con un ojo de cristal, que resbaló trágicamente de un balcón durante una fiesta al hacer su habitual juego de abandonar la fiesta por la fachada, igual que si fuese un voleur.
“¿Hay alguien más solo que un héroe?” se preguntaba en una de sus obras entre las once novelas, cuatro antologías de poesía que dejó –Renacimiento tiene una maravillosa–, dos óperas, un centenar de críticas de jazz y quinientas canciones. No está de más volver sobre su legado, disfrutar del talento de su caleidoscópico trabajo, y que cada cual despeje la incógnita y la magia de la raíz cuadrada de Boris Vian. El desertor de todo menos del azar, que a muchos nos enseñó a vivir la vida como una obra de arte.