Morfi Grei
El punk ha muerto
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Miguel Ángel Sánchez (Melilla, 1959 – Barcelona, 2024) se convirtió en Morfi Grei cuando se puso al frente, a finales de los años 70, de La Banda Trapera del Río, el único grupo punk español merecedor de ese nombre (lo de Ramoncín y tantos otros nunca pasó de una broma sin excesiva gracia). Su reciente fallecimiento termina definitivamente con el grupo nacido en la Ciudad Satélite de Cornellà, de donde procedían todos sus miembros (hace tiempo que la diñaron el batería Raf Pulido, el guitarrista Tío Modes y el resto de la formación inicial, aunque quiero creer que sigue entre nosotros el Chiri, su manager, el que me recogía a la salida del metro cuando íbamos con Ignacio Juliá a los ensayos del grupo para cerciorarse de que ni me robaban ni me apuñalaban por ser un señorito del Eixample. La autoridad local del Chiri era indiscutible. Si te cruzabas con una pandilla de tipos tirando a chungos, el Chiri los saludaba sonriente y luego te señalaba y les decía: “¡A éste, ni tocarlo!”).
Morfi nos dejó hace unos días tras un trasplante de hígado que no salió como debería haber salido. Llevaba tiempo sin verlo. Concretamente, desde que volvió a las andadas autoindulgentes (tras haber dejado la heroína y tirarse un montón de años ejerciendo de marido, padre y empleado en un restaurante de su suegro) y yo empecé a temerme lo peor. Por un lado, lamenté su recaída en viejas y destructivas costumbres: tenía dos críos muy majos y su mujer era encantadora. Por otro, la comprendí. La cabra tira al monte y supongo que un día Morfi se sintió como el protagonista de la canción de los Talking Heads Once in a lifetime y decidió enviarlo todo al carajo para tratar de volver a ser quién había sido. Por un lado, lamento su muerte, pues siempre hubo entre nosotros un aprecio mutuo e inmediato, desde que empezamos a tratarnos esporádicamente a finales de los años 70. Por otro, como en el caso de Shane McGowan, me sorprende y alegra que haya durado tanto, pues su tendencia a la autodestrucción, como la de sus compañeros de aventuras, resultaba más que evidente.
Cuando el punk en España era cosa de listillos e impostores de clase media, La Banda Trapera fue the real thing: unos gamberros sin futuro, hijos de inmigrantes del sur, con la rabia necesaria como para poder escribir canciones como Venid a las cloacas, Nos gusta cagarnos en la sociedad, Nacido del polvo de un borracho y el coño de una puta o Ciutat podrida (que, pese a estar en catalán, nunca contó con el beneplácito del lazismo). La vida de la Trapera fue tan estimulante, caótica y desastrosa como la de los Sex Pistols o los New York Dolls. Publicaron dos elepés, pero el segundo tardó años en distribuirse. Alcohol, drogas y desfase permanente los condujeron a la catástrofe en un tiempo récord, pero cualquiera que recuerde sus conciertos sabrá que había talento y verdad de la buena en aquella pandilla de charnas de Cornellà.
Los excesos acabaron pasando factura y el punk pasó de moda. Morfi se salió de la heroína y trató de convertirse en lo que se supone que es una persona normal. Lo logró durante una época, gracias, intuyo, a la presencia y el cariño de su esposa. Hasta que un día no pudo más, volvió a las andadas, fue víctima de un funesto ego trip y decidió volver a la carretera (y a todo lo que ésta conlleva). Siempre fue el más listo y sensible del grupo, y tal vez por eso ha durado más que sus camaradas. La vida no le dio muchas oportunidades, pero supo aprovechar las pocas que se le presentaron. Nunca fue un analfabeto, aunque lo hubiesen preparado para serlo, y siempre dio muestras de un peculiar sentido del humor. Y siempre le agradeceré que, en vez de partirle la cara a un señorito del Eixample como yo, fan de Bryan Ferry y un tanto pretencioso, le otorgara su amistad: a veces, los extremos se tocan.