Nadia Calviño
La economista
El principal problema de la política española (y puede que mundial) es la abundancia de personajes que lo habrían tenido muy difícil para conseguir un empleo bien remunerado en la empresa privada (también conocida como vida real). En nuestro país tenemos a un montón de gente que lleva reptando en algún partido desde los catorce años y que va medrando en él a base de aceptar todo lo que le ponen por delante: no se sabe muy bien si les da lo mismo ocho que ochenta o si sirven para un barrido y un fregado, pero a todos les une la firme creencia de que no existe vida fuera del partido. Por eso se agradece la existencia de personas como Nadia Calviño (La Coruña, 1968), que pronto dejará de ser vicepresidenta del gobierno de Pedro Sánchez para ponerse al frente del Banco Europeo de Inversiones (a la tercera va la vencida: sus dos anteriores intentos de presidir importantes entes económicos europeos no salieron bien). Te caiga bien o mal, Nadia Calviño es una mujer a la que no puedes acusar de haberse refugiado en la política para ocultar su mediocridad profesional (y destaca especialmente en los gobiernos de Sánchez, donde abundan los sicofantes que le deben el cargo al jefe y que no ven alternativa profesional alguna a lo que ellos consideran hacer política).
Hija de José María Calviño (Lalín, Pontevedra, 1943), mandamás de TVE hasta mediados de los años 80 (gracias a él llegaron a ver la luz gloriosas excentricidades como La bola de cristal o La edad de oro), Nadia estudió Economía y Derecho, ejerció de economista del Estado, pasó por el ministerio de Economía, se fue a Bruselas en 2006 a familiarizarse con las instituciones europeas y ha ocupado tres vicepresidencias en gobiernos socialistas, donde ha sido vicepresidenta tercera, vicepresidenta segunda y vicepresidenta primera antes de llegar a presidir el Banco Europeo de Inversiones. Habla inglés, francés y alemán. Tiene cuatro hijos. Se ha empeñado siempre en ser y parecer una persona seria, lo cual ha sido muy de agradecer en un gobierno por el que pasaba gente como Pablo Iglesias o Irene Montero. A diferencia de muchos de sus colegas, sabe que hay una vida para ella fuera de la política (a malas, siempre puede volver a dar clases, como ya hizo en la universidad en la que estudió, la Complutense de Madrid).
Su perfil evoca el de otros socialistas decentes como Javier Solana o Josep Borrell, que encontraron en las instituciones europeas una manera útil de sustraerse al vuelo frecuentemente gallináceo de la política española. A diferencia de los políticos profesionales, Calviño se ha esforzado por dar la impresión de que estaba donde estaba de paso, para intentar cumplir una misión y no para eternizarse en un partido porque fuera hace mucho frío. Ya veremos qué tal le va en su nuevo cargo. De momento, me parece un buen ejemplo de lo que deberían ser las personas que se dedican, temporal o permanentemente, a la política: una profesional bien preparada que nunca se morirá de hambre en la vida real.