Josep Borrell
El jardín y la jungla
El recurso a la metáfora le causó hace unos días a Josep Borrell (La Pobla de Segur, 1947) algunos problemillas en su condición de primera espada de la diplomacia europea. Planteó el hombre, ante una audiencia de futuros diplomáticos, que Europa era como un jardín rodeado por una jungla. Es decir, que, en Europa, aunque todos nos detestemos cordialmente, hemos conseguido, después de dos guerras mundiales, aplicarnos un poquito de por favor hasta constituir un baluarte, todo lo discutible que queramos, de la civilización, mientras que fuera de Europa impera la ley de la selva.
Tal vez no fue la mejor manera de abordar la cuestión, pero en el fondo, a diferencia de en la forma, yo diría que Borrell estaba en lo cierto y que son injustas las acusaciones que le han caído de hablar desde la soberbia de un colonialista y de sonar un poco a facha. Aunque funcione de aquella manera, Europa es, ciertamente, un jardín si la comparamos con otros lugares del mundo. Y que protesten por las palabras de Borrell países como la Rusia de Putin o los Emiratos Árabes, claros representantes de la jungla de la que hablaba nuestro hombre, resulta una muestra notable de desfachatez.
También desde la izquierda ecologista se ha cargado contra Borrell, pero yo diría que ya ha llegado el momento de dejar de auto flagelarnos todos por nuestro pasado colonial. Si, los países europeos se aprovecharon de sus colonias, pero tal vez deberíamos mirar a nuestro alrededor y dejar de sentirnos culpables hasta el día del juicio final. No creo que haya ningún país en el mundo que esté libre de un pasado siniestro, pero en el aquí y el ahora, como demuestran los constantes intentos de llegar a nuestras costas por parte de los parias de la tierra, puede que Europa no sea un florido vergel, pero sí una especie de balneario para quienes vienen de sitios mucho peores.
Vivimos una época marcada por la corrección política en la que todos parecemos estar obligados a cogérnosla con papel de fumar, incluido el señor Borrell. Se imponen la autocrítica permanente y los golpes de pecho, actividades muy dignas y loables, pero que no llevan a ninguna parte. El aquí y el ahora, insisto, es lo que más debería preocuparnos, en vez de estar todo el rato pidiendo perdón por las tropelías que cometimos hace siglos en otras partes del globo. Se impone, creo yo –aunque a veces sea tapándonos la nariz para escapar al hedor de nuestro pasado-, reivindicar esa idea de Europa que sostiene el señor Borrell, una Europa en la que, por lo menos, se mantienen las formas dentro de un mundo (¿una jungla?) que rebosa de gente grosera y desagradable que está convencida, como Putin o los ayatolas, de que todo se arregla repartiendo estopa.
La autocrítica, además, no creo que esté reñida con una cierta autosatisfacción al haber conseguido que un montón de países que se las han tenido mutuamente en el pasado hayan llegado a una especie de entente cordiale para que no se repitan las atrocidades de las dos guerras del siglo XX y para –no hay por qué negarlo- plantear una unión provechosa para todos ante la ominosa presencia de las súper potencias. Puede que Borrell no estuviera muy afortunado con su última metáfora, pero, en el fondo, no puedo estar más de acuerdo con él.