Tito Nadal: el linaje y la cartera
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El cambio de era. En la década de 1980 se produce el memento mori de los linajes catalanes relacionados con las finanzas. Sirven de ejemplo la caída de Banca Catalana –obra de un optimismo parvenú– y especialmente la crisis de la Banca Garriga i Nogués, filial del antiguo Banesto y punto de encuentro de apellidos vinculados a los sectores hegemónicos de la industria.
Jaume Tito Nadal, uno de los operadores de aquel momento, sitúa el principio de su despegue y su amistad con Antoni Esteve, entroncado con los Vidal-Quadras, un joven a los mandos de un Mercury descapotable con matrícula de Dallas (Texas), donde su grupo empresarial controla la algodonera Cotton Esteve Brothers. Nadal se siente un diletante afortunado y lo cierto es que, en su trayectoria, confluyen la suerte, la herencia y su destreza para cazar al vuelo las oportunidades. Su memoria de juventud se vuelca sobre las madrugadas de Santa Clotilde.
Los Nadal son un cruce de caminos entre los Armenter, Comalada, Gaya, Rius i Torres y tutti quanti, de noble cuna. En su libro de memorias autoeditado, Recuerdos que el tiempo no borró, Tito Nadal cuenta sus paseos por la Diagonal, cuando la gente identifica los cuatro únicos coches que circulaban por la zona alta: “Mira el coche de los Juncadella, mira los Parellada, los Sentmenat, ¿aquel no es el coche de Eusebio Güell?”. La ciudad crece; su extrarradio se industrializa y sus arterias centrales atraviesan el Eixample, donde los búfalos de madrugada, los Maserati o los primeros Lamborghini, dejan pegada la goma quemada de sus neumáticos sobre el asfalto.
Nadal pasa por el equipo directivo de Seat, negocia centenares de expedientes de regulación y acaba en la empresa de motocicletas OSSA, propiedad de los Giró, la familia de su esposa; compite con la Montesa de los Milà y la Bultaco de los Bultó. Años más tarde, cuando el imperio Giró se hace añicos, Nadal se ha encaramado en el mundo de las finanzas y desempeña una vocalía en el consejo de administración de la Banca Garriga i Nogués. Empieza su etapa de madurez profesional de la mano de José Sainz de Vicuña, alto mando de la matriz, Banesto.
No todo es meritocracia ni gestión del día a día; Tito Nadal recibe una herencia cuantiosa que cambiará su vida y abraza una afición desbordada por la caza; se diría que prepara la tenacidad y la rapidez de reflejos necesarias en el éxito de las finanzas. Es un buscador de piezas en los bosques y un cazador bajista en el mercado de valores. Dispara su rifle en el Coto de Mèdol, la Casa Terradas o la Finca Ricardell; también es un ojeador experto de Faisanes de Estrasburgo. Los viñedos y las cepas, que circundan su casa, las Cuatro Torres de Alella, le convierten en el símbolo de la denominación de origen. La Alella de Nadal señala un modelo de propiedad a medio camino entre la masía-palazo y la villa frente al mar; comparte este privilegio con el Matà de los Senillosa, la Ricarda de los Bertrand o la isla de Buda de los Borés.
El día que el mítico expresidente de Banesto José María Aguirre y Pablo Garnica le confiesan a Tito que han robado al Banco Pastor un joven inexperto y emprendedor que se llama Javier de la Rosa para relanzar la Banca Garriga i Nogués, Nadal entiende que el clarín de la oportunidad pasa por delante de su puerta. Se sienta en el consejo del banco junto a Javier Juncadella, Antonio Rosal, Ismael Yais, Ignacio Garnica y Juan Herrera. De la Rosa, muñidor del ahorro catalán, es el gran gestor del crecimiento exponencial de la entidad.
Su mano derecha, Jorge Ventosa Garí, es el nieto del economista y político regionalista Joan Ventosa i Calvell y de Jorge Garí. Este grupo de ejecutivos, ahormado en el ansia de engrosar la cartera más allá del apellido, vive bajo la presidencia simbólica, no ejecutiva, de José Garriga i Nogués, marqués de Cabanes, el único consejero dominical de Banesto. Después de Nadal, entran en el órgano ejecutivo del banco Enric Bernat (Chupa Chups), Ramon Guardans (yerno de Cambó) y Juan Antonio Andreu, hijo del famoso doctor Andreu, el farmacéutico dueño del Tibidabo y de los solares auríferos de Puigcerdà.
Están todos. Y todos abandonan el banco al conocer el enorme agujero en los balances de la entidad, provocado por la prisa del dinero fácil, el negocio basado en los altos márgenes en las fases expansivas. Con las caídas de bancos en los años 80, el riesgo pierde el prestigio ganado una década antes, durante la etapa de presión inflacionaria que facilita la conversión permanente de la deuda en capital.
La Garriga i Nogués ha crecido tan rápido que el mismo Aguirre, en la cima de Banesto, dice ante una junta de accionistas celebrada en Madrid que, si su filial catalana prosigue su ascensión, pronto tendrá que ayudar a su matriz; lo cierto es que el llamado banco de los marqueses, los Gómez-Acebo, Garnica Mansi, Echevarría, Bustillo (exministro de Ultramar) o García Prieto, el presidente del Consejo de Ministros tras el asesinato de Canalejas, entre otros, ha sobrevivido a lo largo de un siglo, hasta la destrucción de la entidad a manos de Mario Conde.
Antes de aquel final casi trágico del primer banco de los entonces llamados Siete Grandes, Tito Nadal ha saltado a tiempo del naufragio. A instancias de Guardans, se convierte en consejero de la aseguradora Aurora Polar, presidida por Perico Ybarra, barón de Güell, y de Unión Salinera, presidida por el conde de Gamazo y, más tarde, por Pepe Garí Gimeno. Allí coincide con el también consejero Joan Reventós, el líder que unificará al socialismo catalán en plena Transición y que representa las acciones del núcleo familiar Carner-Reventós. Los niveles de renta elevados coinciden, más allá de sus ideologías, en el sanedrín de los mercados. Frente a la imagen amable del que un día será el primer secretario de PSC, Pepe Garí es la expresión fiel de la clase dominante catalana entregada, que ha ganado la guerra. Los 40 son años de pobreza, con los salarios un 40% por debajo de 1936 (Historia económica de Catalunya, de Carles Sudrià), y marcados por enormes diferencias sociales.
Nadal es un hombre económicamente potente que narra su historia desde la anécdota; en su recuerdo abunda el encuentro casual con personajes de la posguerra, como los accionistas de la Banca Arnús-Garí, caída en desgracia después del cierre del Bolsín de Barcelona y con los algodoneros enriquecidos con la exportación y la manufactura de indianas heredadas del antiguo monopolio colonial en América. Nadal, que se incrusta en las tropas nacionales durante la Guerra Civil, compadrea con el gobernador de turno y con el cardenal Modrego, aquel purpurado que, al sentarse en una silla, deja los pies bailando debajo de su mitra. Evoca el protectorado español de Marruecos instalado en el mítico Hotel Mamounia, de Marrakech, donde veranea Winston Churchill, y nunca olvida las vacaciones familiares de los Nadal-Giró en Villa Lolita sobre el monte de Aldapeta (San Sebastián).
Empieza desde un nivel altamente estructurado de la sociedad, pero sin apenas medios reconocidos y acaba nadando en liquidez. Su trayectoria es la de un Richelieu emboscado a la vista de todos, un hombre mundano que oculta la villanía de un financiero duro, dotado de una moral más kantiana que calvinista. Nace en 1919 y es bautizado en la catedral, con los nombres de Jaime, Trinidad y Marcos, aunque todos le llaman Tito desde el primer día. Su abuela, encargada en parte de su educación, lee a André Maurois delante de su médico particular, un señor de flor en la solapa, bastón trenzado, camisa blanca y gemelos con dibujos de aves y faunos. Sus mayores salen de casa con cuellos almidonados y canotier, montados en un Ford T descapotable; los hombres delante, hablando de sus tertulias y las damas detrás, recordando al amigo entrañable que canta La bohème en las fiestas familiares.
En su auténtico domicilio, la casa de las Cuatro Torres de Alella –el predio de los marqueses de Alella, un título que hoy ostenta el abogado Juan Peláez y Fabra, también marqués de Aguilar de Vilahur–, Nadal vive sus mejores momentos económicos. Añora a las mujeres que lo acunaron, especialmente a la regenta del palacio de la calle Moncada, que odia la música centroeuropea de Haendel y Wagner, pero sabe disfrutar con Aída, La Tosca o Carmen. Su infancia y primera juventud han sido un empacho italianizante; en casa no se escucha otra cosa que no sea Verdi, especialmente cuando la dama que manda toca las melodías del gran maestro en un viejo piano Pleyel.
La posguerra se alarga y la migración expande la pobreza, poco antes de que arranquen los mercados. En la Barcelona desigual, la reapertura del Liceu ofrece una síntesis del momento, con elegantes automóviles de importación, pegados a la acera del Gran Teatro, frente a los tranvías vacíos, las chaquetas raídas y los serenos de noche, celadores de una población sin llaves del portal. En el Círculo hierve la salsa de la ruleta que compite con la del Ecuestre y la Gran Peña; es el Ridotto catalán, hecho a imagen del veneciano, sin duelos a muerte, pero con el codo en alto y las burbujas. La puerta del teatro –rediseñada recientemente por el escultor Jaume Plensa– pertenece entonces a la hermandad misógina del mismo Círculo, que tiene una servidumbre de paso exigida por sus socios.
Tito Nadal referencia sus años de exploración juvenil en la ciudad de la comedia ligera de Eduardo Mendoza; expone la combinación entre su vida como estudiante de Derecho y la revista de Celia Gámez en obras como Yola y La cenicienta del Palace, con música del maestro Moraleda. Los diarios anuncian las victorias militares del Eje, con fotos del cuartel general del Führer, y las crónicas del día siguiente glosan los palcos de la ópera, propiedad de los Bertrand, Sedó, Rivière, Daurella, Muntadas, Mata o Marsans; tras el último estreno se prodigan las insufribles visitas con ramos de flores al camerino de la mezzosoprano, en el papel de la eterna Bohème. La melodía puede más que la memoria y la Barcelona que ha esperado con ansia los carros de combate de fabricación italiana entrando por la Diagonal se rinde siempre ante el amor bonito de Puccini y de su biografía remozada en el Conservatorio de Milán.