Josep Maria Flotats es un gran actor, ya con 85 años a cuestas. A pesar de que el teatro me es desagradable, en su día vi su Cyrano (una cursilada francesa, pero muy dinámica), vi su Per un si o per un no, con Juanjo Puigcorbé, y me deslumbró. Eran solo dos actores, intercambiando un diálogo intenso y acelerado, y en el patio de butacas todos conteníamos el aliento.
Pero de Flotats la más gloriosa obra de arte –ya que el arte tiene entre otras cosas las funciones de síntoma, de decir lo que nos pasa, de cartografiar la realidad y de proyectarnos hacia el futuro– que he visto esta semana no es un drama famoso de Ronsard, ni de Nathalie Sarraute. Es un humilde, un modesto, un revelador tuit que circula en la red, extraído de una entrevista que le han hecho en la radio.
A Flotats lo trajeron los Pujol a principios de los años ochenta, desde la Comédie Française, para que impulsara el teatro en catalán. Para él edificaron cerca de la plaza de las Glòries el Teatre Nacional de Catalunya, obra del arquitecto Ricardo Bofill solemne, anacrónica y kitsch –tal como correspondía al régimen y al proyecto–. En aquel escenario Flotats triunfó repetidamente y se le tributaron glorias y honores. Hasta que por motivos que ignoro la señora de Pujol se desencaprichó de él. Entonces se fue a Madrid, donde ha seguido actuando con éxito. Pero de vez en cuando regresa a Cataluña. Y entonces se lleva cada disgusto…
De esos disgustos viene ese tuit revelador, de cuya precisión quirúrgica probablemente ni él es consciente. Dice Flotats, en tono dolido:
Fins i tot a Sarrià, entres en una botiga i dius: “Hola, bon dia”, et responen “Buenos días”. Dius: “Perdó…?”. Continues parlant català i continuen parlant castellà, i insisteixen. I aleshores et diuen: “¿Cómo, cómo?”. No t’entenen moltes vegades. I aleshores jo ja ho entenc i dic: “Perdó, perdó, però es que jo visc a Madrid i només parlo castellà, i després si vaig a l’estranger només parlo anglès que el parlo molt malament, o francès, o castellà, però quan sóc a casa m’agrada parlar català. Que m’he d’excusar per parlar català? Hi ha un retrocés enoooorme. De la llengua. En el carrer. Potser una de les raons és que hem de tornar a fer teatre en català. Hem de tornar a començar, i sempre és tornar a començar. Però, a veure, TRIST per haver de tornar a començar. S’havien aconseguit moltes coses. Allò que es deia la normalització ja l’hem perduda completament. Sembla que hem de tornar a començar, sembla que siguem a l’any 1 del postfranquisme. Aleshores... això s’ha de resoldre. S’ha de resoldre.
(Incluso en Sarriá, entras en una tienda y dices: “Hola, buenos días”, te responden “Buenos días”. Dices: “Perdón…”. Sigues hablando catalán y siguen hablando castellano, e insisten. Y entonces te dicen: “¿Cómo, cómo?”. Muchas veces no te entienden. Y entonces yo ya lo entiendo y digo: “Perdón, perdón, pero es que yo vivo en Madrid y sólo hablo castellano, y después si voy al extranjero sólo hablo o inglés que lo hablo muy mal, o francés, o castellano, pero cuando estoy en casa me gusta hablar catalán. ¿Debo excusarme para hablar catalán? Hay un retroceso enoooorme. De la lengua. En la calle. Quizás una de las razones es que tenemos que volver a hacer teatro en catalán. Debemos volver a empezar y siempre es volver a empezar. Pero, a ver, TRISTE por tener que volver a empezar. Se habían logrado muchas cosas. Lo que se llamaba la normalización ya la hemos perdido completamente. Parece que debemos volver a empezar, parece que seamos en el año 1 del posfranquismo. Entonces… esto tiene que resolverse. Debe resolverse).
Lo revelador es que el actor, catalanísimo aunque cosmopolita, no entiende la realidad que habita, realidad que décadas atrás cualquier familia burguesa de Barcelona, por más reaccionaria o conservadora que fuese, conocía y comprendía muy bien, pues cuando en la mesa se hablaba de cosas más o menos delicadas y entraba la asistenta con una fuente, se advertía a los comensales con esta frase hecha: “Taissez-vous, que la bonne écoute”. Callad, que la criada (la “bonne”) nos oye. Con la asistenta se hablaba, por descontado, en castellano, sobre todo porque eran siempre extremeñas, gallegas o andaluzas. Se las consideraba más o menos, se las trataba con más o menos humanidad, pero a ningún burgués de entonces se le hubiera ocurrido reclamarle que encima de hacer aquel trabajo subalterno hablase la lengua de los señores. Salía del comedor la camarera y todos volvían al idioma catalán. Por cierto, que también estaba implícitamente prohibido “hablar del servicio”. Se consideraba “ordinario”.
Ahora las cosas han cambiado. Ahora los nuevos señoritos quieren que el servicio, en las tiendas, les conteste en catalán. Ahora el señor Flotats, cosmopolita que vive en Madrid, y habla en castellano, y viaja a Gran Bretaña, y allí habla en inglés, y va a Francia y habla en francés, quiere que por lo menos cuando vuelve a Barcelona la bonne –pues quien le atiende en las tiendas donde compra sus cosas, seguramente sus cruasanes, son, en realidad, bonnes–, le hable en catalán.
Paradigma del burgués catalanista de hoy, se siente Flotats lacerado en sus derechos o apetencias lingüísticas, y ni por un instante se interesa o preocupa por ver a la persona que le atiende, que le sirve. Ni mucho menos piensa por qué él puede comprar el cruasán y ella está condenada a vendérselo. Hay que explicarle al famoso actor que esa mujer, o ese hombre, seguramente no son originarios de Vic, y llevan a su espalda una historia doliente, a menudo trágica, siempre melancólica, que es la de la emigración. Esa señora o señor ocupa ese puesto de trabajo que estaba libre porque un catalán de origen tiene un empleo mejor, o se ha ido a trabajar a un país más rico pues no quería, ni tenía necesidad de quedarse a venderle el tortell de nata al señor Flotats. Por eso, si a este le ingresan, Dios no lo quiera, en el hospital, es probable que la enfermera no le diga “prengui aquesta cullerada”, sino “tome esta cucharada”. Seguramente la enfermera que sabe catalán estará en una clínica de Londres o de Copenhague, cobrando el doble que lo que cobra en el Clínic la guatemalteca o venezolana o cacereña de turno.
Ahora bien, como dice él, esto hay que arreglarlo. El tuit, tan revelador, tan transparente, me ha hecho pensar en este problema. Y la solución es harto sencilla: basta con un decreto ley que imponga un nuevo impuesto a toda la ciudadanía, que se podría llamar “taxa lingüística”, con el cual financiar cursos de catalán obligatorio, durante tres meses –bastarían, dada la similitud de las lenguas castellana y catalana– a todos los emigrantes que vengan a servirnos. Durante esos tres meses aprenderían con horarios intensivos la lengua vernácula, y sólo entonces se incorporarían al mercado laboral.
Todo esfuerzo es poco. Seguro que la ciudadanía pagaría este nuevo impuesto con alborozo. Todo sea para poder “viure plenament en català”, y para que el señor Flotats, cuando llegue a Sarrià, procedente de Madrid, de Londres o París, pueda comprar su tortell en su bienamada lengua materna. De momento hay que agradecerle su revelador tuit, más revelador que cualquiera de sus valiosas aportaciones al arte de Talía.