Federico Manuel Peralta Ramos (1939-1992) era un artista de vanguardia argentino, muy popular en su tiempo, que se proponía romper la distancia entre mundo y ser, la contradicción entre vida y arte. Quería que el artista fuese su propia obra, y a fe que predicó con el ejemplo. Con frecuencia aparecía en el programa de televisión de un cómico y recitaba poemas, cantaba canciones, pronunciaba sus aforismos. Llegó un momento en que se exponía a sí mismo en la galería de turno, ante un rótulo de 10 metros de largo que decía “El artista está de visita”. Ya no quería “hacer” obras de ninguna clase, sino ser él mismo la obra.

Ahora contaré con gran placer la que me parece su mejor performance. En 1970 obtuvo una sustanciosa beca Guggenheim para realizar una obra de arte. Como, pasados unos meses, la prestigiosa institución no recibía noticias del becado argentino, le escribió una carta exhortándole a que les comunicase cómo había invertido el dinero. Que justificase los gastos.

Peralta respondió con una carta que es un gran poema en prosa y una verdadera cumbre de la desfachatez, y como tal pude verla tiempo atrás en el MALBA de Buenos Aires. A cada línea que leía crecía mi admiración. Ahora esa carta se expone en la sede de la Fundación Guggenheim en Nueva York, como parte de su colección permanente.

Federico Manuel Peralta Ramos

Va dirigida a Mr. James F. Mathias de la John Simon Guggenheim Memorial Foundation, está fechada en Buenos Aires, el 14 de junio de 1971, y dice así:

Dear Mr. Mathias:

En respuesta a su carta del 23 de mayo de 1971, quiero manifestarle algunos aspectos del modo en que encaré la beca que obtuve de vuestra Fundación.

En cuanto recibí el primer aporte de la beca y anticipándome a lo que es hoy un movimiento internacional, consistente en un señalamiento artístico real, invité a un grupo de amigos (veinticinco personas) a una comida en el Alvear Palace Hotel, invitándolos después a bailar a la boite Africa, costó u$s 300.

Una de las razones que me impulsaron a este tipo de manifestaciones es la convicción de que «la vida es una obra de arte», por lo que en vez de «pintar» una comida, di una comida. Mi filosofía consiste en la frase: «Siendo en el mundo». Creo que la aventura del artista es el desarrollo de su personalidad, para obtener la «constitución» del yo.

En una palabra: vivir.

Siguiendo con esta actitud filosófica me mandé hacer tres trajes (costo $ 500). Asimismo pagué las deudas de una exposición que había realizado en la Galería Arte Nuevo, Maipú 971, en octubre de 1968. Exposición realizada al enterarme de que había obtenido la beca y cuyo costo fue de u$s 1000.

Como ustedes recordarán al haberles manifestado que no viajaría a Estados Unidos y que ustedes dispusieron el envío de u$s 3500 a Buenos Aires, quiero manifestarles lo que hice con esa cantidad.

Invertí ese dinero en una financiera a interés mensual, cobré los intereses durante diez meses y luego hice lo que yo llamo mi última expresión artística con esta beca.

La beca se me había otorgado como pintor, entonces provoqué una serie de situaciones con este dinero (u$s 3500).

En primer lugar compré un cuadro de Josefina Robirosa en m$n 400.000 y se lo regalé a mi padre, después compré un cuadro de Ernesto Deira en m$s 200.000, se lo regalé a mi madre, y para terminar compré un cuadro de Jorge de la Vega para mí en m$s 300.000. Lo que importa el total.

Espero que estas líneas sean comprendidas en su debida forma y con ellas acompaño el certificado que me enviaron.

Saluda a Ud. afectuosamente

Federico Manuel Peralta Ramos

La sostenida actitud filosófica de Peralta Ramos es de una calidad conceptual superior, por juguetona, cordial, traviesa, benevolente, generosa: invita a parientes, amigos y otros artistas a participar en su área de benéfica influencia, celebra fiestas y no transforma el valor monetario en nada –con ser esto ya mucho–, sino que lo disuelve en algo que quizá sea aún mejor, que es disfrutar con los amigos y regalar.

La carta de Peralta Ramos a la Fundación Guggenheim

Celebro también ese punto de premeditada y divertida arrogancia de pícaro que se percibe entre las pretendidamente ponderadas, modestamente explicativas líneas de su carta, que, so pretexto de inventario factual, da fe de un gesto propio de un príncipe del arte.

La gente del Guggenheim, como es comprensible, no se dio por satisfecha con estas explicaciones y le reclamó que o bien enviase alguna obra o bien reembolsara a la máxima celeridad el dinero. A lo cual él se negó en rotundo, alegando que eso iba contra sus principios. También me parece muy comprensible. Hay que ser coherente: devolver el dinero, empobrecerse, va contra la vida. Y Peralta estaba, como es obvio por todo lo dicho, a favor de la vida.

Luego él ya no quiso ser más artista. Sus últimas obras fueron performances, que se celebraban primero en la galería, luego ya directamente en un cafetín de Buenos Aires. El aficionado al arte, o cualquier vecino de la ciudad podía pasar por ahí, entrar y entablar con él conversación sobre el tema de su elección. Peralta le daba invariablemente conversación.

En esta interacción superaba conceptualmente a la famosa Marina Abramovic, que con motivo de la retrospectiva que hace unos años le dedicó el MoMA, permaneció en el museo, siete horas al día, sentada en una silla, ante una mesita, y cualquiera se podía sentar frente a ella, ya fuese durante unos minutos o bien durante unas horas, o todo lo que quisiera. Pero no se le podía hablar. Ella sólo se mostraba, la podías mirar. Se formaban colas para sentarse frente a ella, lo que me parece inexplicable. ¡Vaya privilegio más discutible, poder sentarse delante de Marina! Lo de Peralta Ramos era menos “misterioso”, pero mejor. Él también estaba siete horas cada día en la galería, o en el cafetín, pero hablando por los codos.

Con ser esto interesante, la carta a la Guggenheim es, para mí al menos, su mejor obra de arte.

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