Diego Armando Maradona durante su estancia en el Barcelona / FC BARCELONA

Diego Armando Maradona durante su estancia en el Barcelona / FC BARCELONA

Vida

De qué planeta viniste, 'pibe'

El argentino jugó en el Barça romo de Núñez y huyó hacia Italia donde se convirtió en una leyenda del fútbol latinoamericano

26 noviembre, 2020 00:00

Fueron muchas noches de los ochentas, la década posmoderna, cuando Pepe Ribas inventó el Ajoblanco y los peluqueros, como Iranzo y Llongueras, volvieron a ser filósofos del Siglo de las Luces. La ciudad crecía en noches oblongas interminables; y en más de una, Maradona, su manager Cisterpyller y el flaco Menotti alargaban la sobrecena en la sala Vip del Up and Down, bajo la protección de la entrañable de Dolly Fontana, una señora estupenda, y del llorado Oriol Regàs, alma del Bocaccio, aventurero y a ex promotor de la Operación Impala diseñada, dos décadas antes, para disfrute de Tey Elizalde, el hijo del motor. El pibe había llegado a Barcelona en el verano del 82 de la mano de Josep Maria Minguella, agente FIFA, amigo de Josep Lluis Núñez y veterano barcelonista de los que van al campo en invierno con pantalón de doble forro. Entonces no echábamos de menos el habano; fumábamos por la nariz a pleno pulmón, algo de lo que no pueden presumir los socios actuales con juntas directivas abúlicas que han convertido el Camp Nou en un anfiteatro medioambiental impoluto y pacatamente riguroso. El año de Maradona tuvo dos interrupciones: la hepatitis del astro y la lesión de rodilla en el aquel Barça-Atletic de infausta memoria.

Un tiempito y listos; en un visto y no visto, el cholo se marchó al Nápoles atraído por la belleza incontenible de su bahía frente al Vesubio, el volcán que destruyó Pompeya; por la morenez absoluta de sus damas, por el estilazo de sus piedras roídas y de sus palacios de herrumbre asilvestrada. Allí, en el estadio de San Paolo, salía a calentar descalzo, un buen rato antes del partido, para dar vueltas al ruedo a ritmo chalanero, tocando la pelota con los pies, la cabeza, los hombros, la rodilla o los glúteos sin que se cayera el balón al suelo; le iluminaban la luz del Mediterráneo y la cautela de Palas Tenea; y todo esto, mucho antes de que Ronaldinho inventara la espaldiña y que Neymar Jr. practicara, sin ton ni son, la elástica para dejar sentado al defensa.

Hambre y delirio

Los astros les pintan la cara a sus adversarios, pero nunca les humillan; Maradona lo tuvo siempre muy en cuenta. Derrotó a Inglaterra en aquel mundial de “la mano de dios”. ¿Fue mano su gol? le preguntaron; y contesto: “Ni me di cuenta y además lo que ocurre en el campo se queda en el campo”, docta ley sacramental del fútbol argentino, el más elevado. Y es que, en Buenos Aires, el fútbol no es únicamente la Barra del Boca; es una cultura diferencial y reverenciada por las letras insignes del país. Días tendremos para sacarle punta al acento intelectual de la pelota. De momento cito al uruguayo Eduardo Galeano autor de El fútbol a sol y sombra --¡no me olvido de su obra de referencia Las venas abiertas de América Latina!-- que amó la pelota como una raíz de la tierra; disfrutó el olor británico a hierba mojada y a madera, secada al sol, algo que se aprecia en el estadio del River Plate, sede de los llamados millonarios. Y es que hay una Argentina anglosajona, la de Borges, Ocampo, Bio Casares y muchos más, del mismo modo que hay otra Argentina de tradición hispana vinculada a la cresta de las Estancias, camino del mundo gaucho.

Maradona, fallecido ayer martes a causa de una parada cardiorrespiratoria, no era solo un icono. Llegó mucho después del gran Alfredo Di Estéfano y antecedió a Lionel Messi, el hombre de los seis Balones de Oro, la pulga atómica del siglo XXI, un jugador de laboratorio, un pelotero exacto pero alejado del rasgo humano: el error. Maradona vivió oliendo el hambre de su infancia; la estrechez de unos comienzos, que al final le dieron la fortaleza para llegar arriba. Jugó en el Barça romo de Núñez y huyó en dirección al sol. Supo que el sur preexiste al darse de bruces con el nihilismo napolitano, antiguo como la arenas pedregosa y sus túmulos de miel y hormigas. Con su pie izquierdo exhortó a su rebaño, semilla dorada, para llevarlo al delirio; descansó sobre las lomas de murallas almenadas destruidas por los siglos y las guerras bizantinas. Cuando pisaba el césped del San Paolo sonaban los clarines del cielo que apagaron la Barcelona preolímpica, llena de quintacolumnistas, incapaces de entender que la gloria de una parábola o de un quiebro se bastan para alcanzar el éxtasis internacionalista, causa de los pobres.

Venganza

Los italianos no entendieron que Maradona ganara para Argentina el mundial de 1986. En el 82, el verano de Maradona llegando al Barça había sido también el de la Guerra de las Malvinas --vergonzoso despliegue de la Thacher-- y allí en aquella derrota cantada se fraguó la venganza del deporte, como nexo natural entre un país y sus lazos culturales. El día que la Albiceleste alzó el antiguo trofeo Jules Rimet, a Diego le sonaron igual de mal el crimen de lesa humanidad perpetrado por los milicos (desde Videla hasta Galtieri) que las imposiciones coloniales de una Commonwealth en descomposición avanzada. No es momento de juzgarlo, pero sí les diré que, cuando Passarella levantó aquella copa, el humanismo argentino recuperó el resuello histórico.

No me pregunten por qué, pero los artistas --eso son precisamente los grandes futbolistas-- tienen ganado un lugar en el cielo. A su vuelta de Italia, Diego recaló de nuevo en España, concretamente en el Sevilla FC, el equipo de Monchi, el brujo. Y ayer, el director técnico de la entidad recordó a Maradona como a un auténtico amigo: “Hoy se ha muerte un gran futbolista, pero a mí se me ha muerto un amigo”. Monchi nunca decepciona. La pena iba por barrios cuando empezamos a sacarle punta a la memoria reciente, la de Calamaro que le dedicó a Joaquín Sabina 10 canciones sobre Maradona; y el mismo Sabina, amigo personal del astro argentino, le endiñó con afecto alejandrinos a ritmo de balada urbana. Si nos nos acercamos más al pase fugaz del fenómeno por la ciudad de la Giralda, sabremos que el propio futbolista cantó con Pimpinela y que los rockeros latinos, como Charly García y Manu Chao le declararon su amor con música. Hasta los Hermanos Calatrava le dedicaron una chirigota gaditana (“Maradona, Maradona no te lo tomes a broma...”).

¿En qué planeta estás?

La Barcelona de los ochenta desvistió a un santo, el Barça, para concentrase en los Juegos Olímpicos cercanos. Se me antoja que Diego fue un preludio de aquella fiebre Prat-de-la-ribista que bañó a la ciudad; y hasta cierto punto la vacunó, porque el fútbol de verdad tardó diez años en volver, con el cruyffismo y la primera Champions.

La trayectoria de Maradona es la de una leyenda del fútbol latinoamericano que nunca se retiró; solo lo hizo ayer, al morir, porque balón y vida han formado para su mundo una simbiosis imposible de deletrear. Para Pedro Sánchez, exjugador de basket, no hay duda: “Maradona dibujó los sueños de varias generaciones”. Pero de entre todos los epitafios de la despedida lanzados este miércoles triste escojo este de Íñigo Errejón, el más incierto por veraz: “¿De qué planeta viniste, pibe y en qué planeta estás?” Eso, por donde andás.