Dos mujeres trágicas
Como supongo que el lector está ya al tanto de los resultados de las elecciones británicas y francesas, de las que lógicamente la prensa española se ha hecho amplio eco, hoy, en esta hojeada semanal a la prensa internacional, hablaremos de dos mujeres trágicas por distintos motivos: la rusa Yulia Navalnaia, viuda de Alexei Navalni, el más formidable opositor de Vladímir Putin, primero envenenado y luego asesinado por órdenes de este en prisión, y la enfermera británica Lucy Letby, que cumple cadena perpetua por haber asesinado, cuando trabajaba en la unidad de cuidados intensivos de un hospital, a varios bebés.
Cinco meses después del asesinato de su marido, Navalnaia, que lleva cinco años en el exilio, acaba de ser objeto de una orden de arresto por un juez de Moscú bajo la acusación de “participación en una comunidad extremista”, delito que se atribuye a cualquiera que se atreva a alzar la voz contra el tirano, pero en realidad porque dirige la Fundación anticorrupción, asentada en Lituania, que montó su difunto esposo y gracias a la cual de vez en cuando trascienden las mansiones, yates, participaciones financieras y demás lujos ensangrentados de Putin y su nomenclatura. Según The New York Times, la señora Navalni ha respondido a la orden de arresto con un comentario irónico en Twitter [me niego a regalarle una letra a Elon Musk] extrañándose de que no incluya también la acusación de ser un “agente extranjero”.
“Quien escriba sobre esto, por favor que no olvide escribir lo principal: Vladímir Putin es un asesino y un criminal de guerra. Su sitio está en prisión, pero no en La Haya, en una cómoda celda con televisor, sino en Rusia, en la misma colonia y la misma celda de dos metros por tres en la que mató a Alexei”.
La señora Navalni (Navalnaia) ha anunciado que está ayudando a editar un manuscrito que su marido redactó en prisión sobre su vida política. Su publicación está programada para el próximo mes de octubre en Estados Unidos.
Esta noticia nos ha recordado el magnífico reportaje que hace unos meses le dedicó a Navalni la periodista ruso-americana Masha Gessen (la autora de la biografía de Putin El hombre sin rostro, en Debate), también una peligrosa “extremista” y agente extranjero, en The New Yorker. “The Death of Aleksei Navalny, Putin’s most Formidable Opponent”. Como los hechos que describe son ya del dominio público, sólo copiaremos aquí la conmovedora carta que Navalni envió a Yulia desde la cárcel el día de su cumpleaños y con la que demuestra que no sólo fue un héroe temerario, sino también un hombre enamorado y romántico:
“¿Sabes, Yulia? He intentado varias veces escribir la historia de cómo nos conocimos.
Pero cada vez, después de escribir un par de frases, me detengo aterrorizado y no puedo continuar.
Me aterroriza pensar que pudo no suceder. Quiero decir, fue una coincidencia. Yo podría haber mirado en otra dirección, podrías haberte dado la vuelta. El único segundo que determinó el curso de mi vida, podría haber resultado diferente.
Todo habría sido diferente. Probablemente habría sido la persona más triste de la tierra.
Qué increíble es que nos miráramos entonces y que ahora pueda sacudir la cabeza, ahuyentar esos pensamientos, frotarme la frente y decir: ‘Uf, qué pesadilla’”.
Conmueve saber que estas fueron palabras póstumas. Que un hombre en la cárcel, con los días contados, escriba frases así…
Lucy, la improbable asesina
En cuanto a Lucy Letby, la enfermera británica que hoy tiene 34 años, el año pasado saltó a los anales del crimen de Gran Bretaña y del mundo cuando varios bebés que estaban bajo su custodia en la unidad de partos prematuros del hospital de Chester, en el centro de Inglaterra, murieron de forma inesperada y extraña y la investigación del hospital, y luego la de la policía, determinaron que el único nexo entre todas aquellas muertes era… la presencia, cerca de las cunitas, de la abnegada, vocacional, buena compañera, bien educada, tierna, cariñosa, encantadora enfermera Letby, una mujer sin zona de sombras, ni infancia con abusos, ni rasgos de anormalidad psicológica de ninguna clase… al margen de que asistía a clases para aprender a bailar salsa.
Registrada su casa, la policía encontró varios papeles en los que volcaba frases supuestamente autoacusatorias, pero cuya ambigüedad admite tanto la interpretación de un reconocimiento de culpabilidad como la manifestación de la angustia y exagerada autoculpabilización por unas muertes de la que era inocente.
No hay pruebas concluyentes, más allá de las estadísticas y el descarte de cualquier otra explicación plausible. La semana pasada fue condenada a otra cadena perpetua. Los padres de las víctimas le desearon una vida longeva de permanente sufrimiento.
La prensa británica siguió el tema con avidez y morbosidad, recreándose en el dolor de los padres y la imperturbabilidad de la acusada. Especialmente desafortunado un tal Negel Bunyan, de The Independent. Según sus crónicas, “durante los meses del juicio Letby parecía una presencia hosca y melancólica en el banquillo de los acusados. En el estrado, lloraba cuando se lo pedía su abogado, pero cuando era interrogada se mostraba casi beligerante. Afirmaba no recordar a algunas de sus víctimas. No derramó lágrimas por ninguno de los bebés. Estas estaban reservadas exclusivamente para Lucy Letby”.
¡Gran finale para una serie de frases estúpidas, dignas de Nieves Herrero!
Ahora Letby acaba de ser condenada otra vez, segunda cadena perpetua, pero crece el coro de voces que cuestionan algunas de las pruebas clave presentadas en el juicio.
Tras esperar al final del juicio, por un prurito deontológico de no influir, The Guardian ha hecho una investigación periodística exhaustiva, consultando a docenas de profesionales de la medicina y se pregunta si no se tratará de un error judicial:
“No había pruebas forenses que demostraran su culpabilidad y nadie vio a Letby –que sigue manteniendo su inocencia– causando daños.
Aunque uno de los médicos llegó a la conclusión de que debió de manipular el tubo de respiración de un bebé en tres ocasiones, en realidad no la vio hacerlo.
En cambio, la acusación se basó en los testimonios de médicos y enfermeras de la unidad neonatal del hospital, así como en pruebas estadísticas y opiniones de expertos sobre aspectos médicos complejos, algunos de los cuales requirieron días para explicarse al jurado. Según algunos médicos, estas opiniones no resisten el escrutinio.
Destacados estadísticos califican de falaz una tabla de turnos mostrada al jurado en la que se implicaba a Letby porque ella era la ‘única presencia constante’ cuando los bebés morían o colapsaban.
Se habló mucho de las notas que escribió. A pesar de que estas decían: ‘Soy mala, yo hice esto’ y ‘Los maté a propósito porque no soy lo suficientemente buena’, que la acusación consideró como una confesión, ella nunca hizo una formalmente.
Las notas también incluían las palabras: ‘Matarme ahora mismo... odio mi vida, miedo, pánico, desesperación, ¿POR QUÉ YO? No he hecho nada malo’.
No había motivo aparente ni antecedentes psicológicos propios de un asesino en serie”.
Entre los muchos testimonios profesionales que aporta el diario, destaca el del profesor John Ashton, antiguo director de salud pública. Su experiencia directa, con escándalos parecidos, le indica que “el instinto humano lleva a la gente a buscar a alguien o algo a quien culpar, pero las causas profundas son a menudo más complicadas y numerosas”.
“No hace falta un asesino en serie para explicar lo que ocurrió en Chester [el hospital donde trabajaba Lucy Letby]. Las catástrofes, y esto fue una catástrofe, suelen ocurrir como resultado de la convergencia de una serie de factores... En Chester hablamos de un fallo del sistema: era un hospital que no estaba bien gestionado, que tenía ambiciones por encima de su capacidad, que tenía problemas de gobernanza clínica y problemas medioambientales”.
Y añadió: “Los argumentos sobre la propia Lucy Letby se reducen al hecho de que se presentaron ante el tribunal pruebas circunstanciales y pruebas estadísticas y periciales que, en mi opinión, adolecían de graves defectos”.
Quién sabe si Lucy Letby es inocente o culpable. Nosotros no lo sabemos, desde luego, pero el caso nos recuerda la acusación en falso a Dolores Vázquez por la muerte de la niña Rocío Wanninkhof, a la que la prensa condenaba por el terrible pecado de ser “fría”.