En la segunda vuelta de las legislativas francesas se decidirá el vencedor en 501 circunscripciones de 577, en 305 con tres candidatos en liza. El tercero por haber obtenido el voto de al menos el 12,5% de los electores inscritos. Son las llamadas “triangulares”.
Si el mejor posicionado, el que haya recibido más votos en la primera vuelta, es el candidato de la ultraderecha, el RN de Marine Le Pen (33,15% del voto emitido, junto con el ala derecha de Los Republicanos de Éric Ciotti), los partidos del “arco republicano”, el Nuevo Frente Popular (27,99%) y la coalición macronista (20,83%) se han comprometido a retirar con más o menos claridad a su candidato de la tercera posición a fin de reforzar las posibilidades del candidato en segundo lugar frente al del RN.
Aun así, tampoco es seguro que el frente popular de la izquierda o el frente nacional de la ultraderecha alcancen la mayoría absoluta de 289 diputados. Ello forzaría un encaje de bolillos en que la tercera fuerza, la coalición macronista, sería determinante para constituir una mayoría parlamentaria, provisional o no, con la parte más temperada del conglomerado de la izquierda cuando menos durante un año –antes no pueden convocarse nuevas elecciones–, que permitiera la presentación de un candidato a primer ministro al que tiene que dar su beneplácito el presidente de la República.
La Constitución francesa de 1958 después de sucesivas reformas –una ley orgánica de 2008 modificó casi la mitad de los artículos– deja en Francia un régimen político híbrido de parlamentarismo y presidencialismo. El presidente de la República es elegido por votación popular y dispone de facultades orientativas y ejecutivas –preside el Consejo de Ministros– y de dominios reservados como la política exterior o la posibilidad constitucional de disolver la Asamblea Nacional de la que no necesita la confianza por ser su legitimidad directa.
El Parlamento inviste al primer ministro, necesitado de la conformidad del presidente, que con su Gobierno responde ante la Asamblea Nacional que puede censurarlo y cesarlo, no lo puede cesar el presidente. El sistema funciona con fluidez y también con acento presidencialista, si el partido del presidente detiene la mayoría absoluta parlamentaria.
Hasta ahora, solo en tres ocasiones no ha sido así. Se produjo entonces una llamada “cohabitación” de presidente y primer ministro al pertenecer ambos a formaciones políticas distintas. El presidente François Mitterrand (socialista) tuvo a Jacques Chirac (gaullista) (1986-1988) y a Éduard Balladur (gaullista) (1993-1995) como primer ministro y Jacques Chirac, cuando fue presidente, a Lionel Jospin (socialista) de primer ministro (1997-2000).
Fueron cohabitaciones plácidas –courtoises– porque las diferencias ideológicas no eran agudas, se contuvieron y racionalizaron dentro del marco de un centro liberal y de una izquierda socialdemócrata. No sería ahora el caso, con una u otra mayoría frentista no habría “unidad ideológica de los poderes” presidencial y gubernamental. Y si el primer ministro fuera Jordan Bardella, el candidato de la ultraderecha, en cuanto tratara de aplicar el programa de las “medidas urgentes” que promete sobre el coste de la vida, la inmigración y la inseguridad, de dudosa constitucionalidad, el choque frontal estaría asegurado, la bipolarización institucional sería inexorable y muy probable la ingobernabilidad de Francia.
El enfrentamiento, además de político e ideológico, tendría un inédito nivel jurídico-constitucional. En las cohabitaciones anteriores no se forzaron las interpretaciones de las respectivas competencias. Hubo una acomodación razonada y razonable. En esta ocasión, el presidente y el primer ministro tratarían de ejercer sus funciones con una plenitud que resultará inevitablemente conflictiva.
Se vería especialmente en el terreno social, donde el Gobierno lleva la iniciativa y en la esfera de la política exterior, que corresponde al presidente, tanto en relación con los conflictos de Ucrania y Gaza como en las mesas y los “pasillos” de las instituciones europeas. El presidente participa en el Consejo Europeo, que define las “orientaciones y prioridades políticas generales” de la Unión y el Gobierno del primer ministro está en las formaciones del Consejo, que (co)legisla.
La situación, sumamente novedosa desde una perspectiva jurídico-política, obligaría a una creatividad interpretativa para evitar o administrar el conflicto institucional, y tendría repercusiones negativas en la Unión al bloquearse la capital aportación de Francia.
Los enemigos de dentro de la UE, las ultraderechas al frente, y de fuera, la Rusia de Vladímir Putin, la China de Xi Jinping y un Trump al acecho se frotan las manos. El escenario descrito debilitaría a la Unión. Las alternativas de sus enemigos dan miedo. Solo un clamor popular defensivo de Europa desde abajo podría sortear estas adversidades.