Rubalcaba: el arte mayor del corredor de fondo
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Nace para competir. Su periplo va más allá de la lógica de la hemeroteca; las ideas inmateriales, que él implanta en el inconsciente de la izquierda moderada, no han servido para crear al mito digno de atravesar épocas, como él merece. Antes de cumplir 20 años, corre los 100 metros lisos en 11 segundos, pero se lesiona en los isquiotibiales y opta por dejar el atletismo y abrazar la política.
Entra en el PSOE, túnel de la historia, por la puerta de la calle, sin sobrenombre ni padrinos; muy pronto, se hace entender y se abre camino. Alfredo Pérez Rubalcaba llega a la alta política con el empuje de Romanones –salvadas las distancias– para defender al Estado, como lo hizo aquel conde instalado en un palacete del paseo de la Castellana. Felipe González, presidente de la paz, y Rodríguez Zapatero, defensor de la verdad, lo nombran portavoz parlamentario, cada uno en su momento, en plena caída de sus respectivos Gobiernos.
Rubalcaba paga el peaje de la fama sin el premio (la presidencia de Gobierno); su obra no consigue encastar al genio en el hombre público. Su contribución al art brut (arte crudo) de la praxis se ha quedado debajo del colchón en el que él mismo la escondió, en 2014, al abandonar la política. Desde hace un cuarto de siglo, todos conocen su eficiencia; algunos le llaman el Fouché español, en recuerdo de aquel político que desempeñó un papel importante en la Francia de finales del siglo XVIII y principios del XIX, en el convulso periodo que media entre el Termidor, el Imperio napoleónico y la monarquía; pero no es el genio tenebroso del que habla Stefan Zweig en una biografía del político francés.
Rubalcaba es el currante de lo público y aplica sobre cada problema el teorema matemático, que resume la solución. En los peores momentos de su partido, consigue seguir al frente del PSOE en el instante de la abdicación de Juan Carlos que convierte en monarca a Felipe VI.
Es el eterno ministro del Interior, que derrotó a ETA; un químico y doctor de la Complutense, con la cabeza muy bien amueblada tras 45 años con carné del PSOE, 21 de diputado, 11 de ministro del Gobierno de España, primero con Felipe González y después con ZP, que lo asciende a vicepresidente, y dos como secretario general del partido, antes de anunciar su dimisión. Montañés de cuna y madridista empedernido, pasa su adolescencia como un alumno brillante en el colegio de El Pilar, germen de las élites, donde coincide con Aznar. Siempre conserva el deporte en su memoria; es ministro de Educación, en 1992, cuando acude a Barcelona a ver los Juegos y tiene ocasión de participar en la retransmisión televisiva del récord mundial de 400 metros vallas de Kevin Young.
En la trayectoria biográfica de Rubalcaba el mito es anterior al camino, pero lo importante es que ambos conceptos son un calco. Cuando, en mayo de 2019, Pérez Rubalcaba muere a causa de un ictus, la consternación de los mejores en la capilla ardiente, instalada en los Pasos Perdidos del palacio de las Cortes, es la mejor prueba del vacío que deja. Los que rozan la excelencia no son siempre los más populares y esta es la síntesis del político: supeditarlo casi todo a la cosa pública desde la humildad académica y representativa. Vive en Majadahonda y unas horas antes de su fallecimiento le confiesa a su esposa, Pilar Goya, que se siente extrañamente cansado.
Goya, nacida en Vitoria, proviene de un núcleo familiar de confiteros, elaboradores de los tradicionales dulces conocidos como vasquitos y nesquitas. Su padre, ingeniero aeronáutico, profesor de prestigio y uno de los fundadores de Iberia, trasladó la familia a Madrid, donde ella recuerda al joven Rubalcaba con tomos algebraicos bajo el brazo aplicados a la investigación, como puede verse en el Canal Historia. Dos años antes de su fallecimiento, cuando el político recupera su plaza de profesor, le comenta a su entrevistador, Manuel Campo Vidal, que el Congreso español se comporta como lo más emblemático de la química: la tabla periódica de elementos, ordenados por su número atómico en siete hileras horizontales y 18 columnas verticales.
Mucho antes, en 1996, sucumbe con altura, como ministro de la Presidencia, en el último Ejecutivo de Felipe, golpeado por la crisis de los GAL y los casos de corrupción. Es bravo y escueto en los debates que circundan al poder en la etapa del terrorismo de Estado. Su indiscutible elocuencia saca el mejor brillo en los debates más ajustados de la memoria socialista. La victoria por mayoría absoluta de ZP, en 2004, tres días después del cruel atentado de Atocha, abre una crisis de respuestas furibundas que acusan a Rubalcaba de estar detrás del yihadismo, un estricto simulacro sin argumento del bloque conservador. El PP, sabiendo que miente, responsabiliza a ETA y propulsa la senda de la crispación permanente que ahora, nueve años más tarde, acaba de ser derrotada –no interrumpida– en la investidura de Pedro Sánchez.
Después de aquel horrendo atentado, los altavoces de la derecha colocan en el podio a Rajoy, Acebes y Zaplana y acusan a ZP de traicionar a los muertos, y entregar Navarra a los terroristas. El mundo mediático conservador se esmera cuando estalla la Gürtel con María Dolores de Cospedal asegurando que todo es un invento de la “policía de Rubalcaba”. Pero ante la diatriba fácil, a Rubalcaba nunca le tiembla el pulso a la hora de defender su causa.
Aunque ya no está entre nosotros, es recordado por su coraje y su humor sardónico, pero blanco. Deja decir al contrincante y solo devuelve los golpes cuando está seguro de sacarle brillo a la melodía retórica de su discurso. Su ordenado win thinking es la mejor arma de este eterno optimista en los momentos difíciles. Ahora, no cuesta entender que, con un paro altísimo y lo peor de la crisis de Lehman Brothers, metáfora de la caída de los dioses, Rubalcaba obtenga los peores resultados de la historia del PSOE, en los comicios de 2011, ganados por Mariano Rajoy. El descalabro no le desconsuela, recupera el resuello y poco después derrota a Carme Chacón para hacerse con la secretaría general de su partido. El corredor de fondo no se rinde, pero se detiene. Fue velocista en su juventud y se ha convertido en maratoniano durante su larguísima carrera política.
En la pugna por la secretaría general del PSOE en 2000 apoya a José Bono, finalmente derrotado por Zapatero. Pero al aparente ralentí, Pedro Sánchez, el ganador en el Comité Federal que lo consagra después de su viaje a las bases, empieza a contar de nuevo con el químico y no hace falta decir que Rubalcaba se hace imprescindible para el nuevo líder. “Los españoles se merecen un Gobierno que no les mienta”, declara tras el intento de Aznar de culpabilizar a ETA, después de Atocha.
En la noche triunfal de ZP, en 2004, los móviles entran en la política española para conformar protestas en las calles, una avanzadilla de la abrumadora fiebre de las redes. Rechaza la acusación del PP de haber incitado entonces a los ciudadanos a concentrarse ante las puertas de la sede de Génova, 13: “Mal iríamos si el PSOE solo fuese capaz de movilizar a 300 personas”.
Siempre se ha despedido a la francesa, pero con tacto. Rubalcaba fue la punta ínfima de un iceberg dentro del que navegan millones de voluntades. Odiado por la ignominia y el mal gusto de la burla, nunca atraviesa sin casco el campo minado de chascos y cascotes. Acepta sin dudarlo su puesto en la élite, sin asumir el riesgo de la infamia; al saberse un ciudadano con talla de ministro –como se decía en las antípodas de la democracia– él se limita a mostrar el resultado de la selección natural; desempeña cargos sin empacho y lidera desprovisto de ínfulas.