¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Del plebiscito de 2015 al referéndum
Los independentistas han dedicado estos dos años a ganar apoyo social e internacional, pero este nuevo fracaso les condena a convocar unas elecciones “constituyentes”
30 septiembre, 2017 00:00“Una estrategia política envuelta en una brillante campaña de propaganda”. La frase, pronunciada por un antiguo dirigente socialista, resume perfectamente estos dos años transcurridos desde que, en septiembre de 2015, los partidos independentistas fracasaron en su intento de convertir las elecciones autonómicas en un plebiscito de la autodeterminación catalana tras la consulta secesionista celebrada en noviembre de 2014. “Hemos perdido el plebiscito”, reconoció entonces el exdirigente de la CUP Antonio Baños.
La aritmética parlamentaria impuso a Junts pel Sí (CDC y ERC) una alianza contra natura con la CUP que se saldó con el destierro de Artur Mas y la promesa de un referéndum de independencia que nadie contemplaba en sus programas electorales.
Posponer la DUI
Que los antisistema aceptaran envainarse una declaración unilateral de independencia (DUI) que, según lo acordado, debía aprobarse en 18 meses, da idea de las pugnas internas que sufrió la CUP. Aceptar ese referéndum a cambio de salvar a Carles Puigdemont —el inesperado sucesor de Mas— de la cuestión de confianza planteada por él mismo permitió a los cupaires esquivar el papel de “malos de la película”.
Comenzaba así una frenética cuenta atrás hacia un 1 de octubre de 2017 en el que los independentistas se conjuraron para ampliar su base social, ganar apoyos internacionales y construir la base jurídica del futuro Estado catalán. Pese al esfuerzo diplomático del Govern, el colosal aparato de propaganda ejercido a través de TV3 y medios privados afines, y las trampas parlamentarias para aprobar las leyes del referéndum y de transitoriedad, ninguno de esos tres objetivos se ha cumplido.
Pese a ello, resultaba imposible dar marcha atrás. Puigdemont ya volaba solo, para sorpresa de sus socios de ERC, convencidos de que un miembro de PDeCAT –la nueva marca de una Convergència en caída libre debido a los casos de corrupción y los recortes— no sería capaz de llegar hasta el final y que eso convertiría a Oriol Junqueras en presidente in pectore.
Tampoco lo preveía el Gobierno de Mariano Rajoy que, durante meses, fue acusado de inmovilismo. Hasta que llegó el 6 de septiembre, fecha en la que comenzó una traumática sesión parlamentaria en la que los independentistas, haciendo caso omiso de los letrados de la Cámara catalana, del Consejo de Garantías Estatutarias y, sobre todo, de las advertencias del Tribunal Constitucional, sacaron adelante sus leyes de ruptura.
La respuesta del Gobierno
Fue entonces cuando el Gobierno y los tribunales pusieron el pie en el acelerador para desarticular la logística del referéndum del 1-O. En paralelo, lemas como “Queremos votar” o “Esto va de democracia” hicieron fortuna entre los activistas del independentismo, firmemente dirigidos por la Assemblea Nacional Catalana y Òmnium Cultural. Las detenciones de altos cargos de la Generalitat, especialmente de la consejería de Economía, demostraron que, una vez en marcha, la maquinaria judicial es imprevisible. También afloró la equidistancia de una formación que estaba llamada a romper la hegemonía indepe, Catalunya en Comú, liderada por la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau.
Descartado el referéndum oficial prometido por el Govern —no hay censo, ni tarjetas censales, ni sindicatura electoral, y es probable que la mayoría de sedes electorales estén cerradas—, todo apunta a que el 1-O se limite a una votación simbólica o movilización. Pero pase lo que pase este domingo, no habrá proclamación unilateral de independencia, aunque la CUP así lo exija. Tal como ocurrió el 27-S, PDeCAT y ERC volverán a convocar elecciones, que en este caso no serán plebiscitarias sino “constituyentes”, conscientes de que la actual mayoría parlamentaria no es suficiente para que la comunidad internacional avale la separación de Cataluña.