José Manuel Villarejo, comisario de policía encarcelado, era un tipo malo. Doy fe de ello a propósito de un incidente vivido en Crónica Global con un periodista de esta casa y con respecto a informaciones que le concernían. El comisario se comunicó con el medio mostrando su cara menos amable y más amenazadora. No reviste mayor importancia, es una de tantas, pero sí que da el tono de sus oscuros métodos. El antiguo policía trabajó años para el Estado y luego intentó obtener más réditos con empresas privadas que fueron objeto de sus artimañas. Hizo multitud de servicios en los que se desconocía a ciencia cierta cuál era su obediencia y, menos aún, su lealtad.

Esta semana, un alto cargo de la policía española apartado de la dirección ha declarado ante el juez Manuel María García Castellón García Lomas, uno de los magistrados que a sus casi 70 años maneja el caso Villarejo. Lo que dijo Eugenio Pino, este policía retirado, ex director adjunto operativo la Policía Nacional, era vox populi. Todos los informados sabían que las andanzas de Villarejo eran imposibles sin la complicidad y beneplácito de instancias de Estado necesitadas.

Tanto el magistrado como la corte de fiscales que encabezan Ignacio Stampa y Miguel Serrano han edificado un complejo edificio de denuncias que tienen en jaque a buena parte de las altas esferas del Estado, cómplice por su conocimiento y contratación, y del sector privado al que Villarejo en algún momento de su existencia se acercó para buscar la máxima permisividad.

En estos tiempos de populismo y activismo anticapitalista desde instancias gubernamentales, Villarejo y el caso que le rodea son una excelente fuente para alimentar las sospechas de corrupción entre grandes corporaciones y el Estado. Nada más lejos de la realidad, Villarejo fue un policía pluriempleado que con una astucia de superviviente enredó a unos y a otros para hacer negocio y alcanzar un reconocimiento personal, crematístico y profesional lejano de las mejores prácticas o del deseable meritaje investigador en materia policial.

Villarejo fue malo, pero listo. Engañó a BBVA, Iberdrola, Repsol, La Caixa, ACS, BPA… y a todos aquellos a los que se acercó. Fue un pésimo funcionario que logró que tanto el PP como el PSOE le reconocieran un estatus especial en el cuerpo de seguridad que ni estaba capacitado para ejercer ni desarrolló con la lealtad conveniente. Hace pocos días el juez ha empezado a darse cuenta de que en la instrucción de este caso había imputado con cierta frivolidad a aquellos a los que les alcanzaba el aire del ventilador villarejiano.

De la semana pasada es el auto con el que da marcha atrás respecto a la prensa digital que desveló esas conversaciones de Villarejo con aquellos españoles poseedores de un salario mínimo de seis dígitos. El Confidencial y Moncloa podrán publicar la información disponible sobre el asunto y sus periodistas y responsables han sido exonerados de limitación alguna para ejercer el importantísimo derecho constitucional de la libre transmisión de información. Todo un ejercicio de vuelta a la democracia que el magistrado García Castellón debería practicar también con aquellas empresas a las que Villarejo tiene chantajeadas con sus oscuras fórmulas conspirativas.

Si algo está claro a estas alturas de la película en el siglo XXI es que tiene más responsabilidad el corruptor que el corrupto. Quien propone, anima y prepara el acto irregular se aprovecha de la vulnerabilidad de quien acepta y se pringa de porquería por un interés espurio. Villarejo es el chantajista, el corruptor, el personaje desleal y aprovechado que hoy conserva sus huesos en la prisión. Los políticos que apoyaron su especial estatus, tanto por activa como por pasiva, son igual de cómplices que las empresas o instituciones a las que puso en aprietos. Todos están libres y a cubierto.

Ser empresario en España tiene un plus de riesgo en tiempos de banalidad populista. Hasta que los marqueses de Galapagar paguen su chalé y ellos y su partido modifiquen el discurso dogmático en el que viven instalados en España la actividad emprendedora seguirá con un reconocimiento lejano al de las economías occidentales, de marchamo liberal e interesadas por el individuo y su proyección social.

Ser un villano como Villarejo, listo pero sin inteligencia emocional, astuto pero desconfiable, es un mal oficio que debe ser reprendido por la justicia. Y tiene sentido que el juez Manuel García Castellón lo tenga a la sombra mientras estudia cuántas barreras sobrepasó el encarcelado en el terreno de la decencia y la legalidad. Otra cosa diferente es que el magistrado arremeta con inopinada vehemencia contra las empresas víctimas de los manejos del excomisario como si de cómplices se tratara. Después de que el jefe Pino y otros testigos dieran fe del conocimiento y permisividad del Gobierno [el propio Jorge Fernández Díaz como ministro del Interior y del mismísimo Mariano Rajoy en calidad de presidente del Ejecutivo] de las pillerías autorizadas del viejo policía, ¿qué sentido tiene que la justicia haga la vista gorda con los responsables políticos y se cebe en las empresas extorsionadas por el pícaro?

Esa es la pregunta que una democracia moderna, hábil y con proyección progresista debe responder con precisión y celeridad. El resto no es más que una paella de corrupción, en la que empresas, jueces, fiscales y periodistas somos los tropezones, pero nunca el arroz. Estaría bien que la magistratura tuviera suficiente cordura para dejar de dar palos de ciego y centrarse en lo que es interesante de verdad. ¿Cómo pudo burlar el bufón Villarejo a sus superiores, técnicos y políticos, para construir un negocio de extorsión, chantaje y quién sabe qué otros asuntos de tamaña magnitud y con partidos y gobernantes de diferente signo? ¿Está haciéndolo de nuevo con los fiscales y algunos medios acólitos? Esa es la cuestión que deberá dirimirse esta semana.