Todos aquellos que insisten en que el problema del nacionalismo catalán se puede y se debe afrontar con una negociación tuvieron este domingo una respuesta clara por boca del presidente de la Generalitat.

“Miren, señorías. Yo no sé cómo irá hoy pero piensen que ayer estuve comiendo en Bescanó. Y que me comí un plato de butifarra con judías bastante consistente y que, depende de sus preguntas, la cosa puede ir por un lado o por otro, no sé”, declaró Torra durante un almuerzo con sus secuaces, a modo de avance de su comparecencia del lunes ante el tribunal que le juzga por desobedecer a la Junta Electoral.

Aunque finalmente Torra no utilizó sus ventosidades como arma de destrucción masiva contra el presidente del TSJC --asesorado por el exetarra Gonzalo Boye, se limitó a argumentar poco más o menos que él está por encima de la ley, como hizo un par de días antes la portavoz de Arran en TV3--, las amenazas del president de contestar con cuescos a los jueces constituyen la mejor metáfora de lo que es --y siempre ha sido-- el nacionalismo catalán: un constante desafío al Estado de derecho.

Pero se equivocan quienes creen que esto se resolverá cambiando a los dirigentes indepes. Torra y Puigdemont son solo una versión más primitiva de los Pere Aragonès, Oriol Junqueras o Artur Mas.

Mas revolotea a la espera de que termine su inhabilitación, y no falta quien lo ve que como una solución. Pero no deberíamos olvidar que él es el principal responsable del procés. Él fue quien traspasó de forma más grosera y desacomplejada las líneas de la legalidad con el referéndum del 9N, cuando hasta entonces el nacionalismo trataba de encubrir su abusos con interpretaciones trileras de las normas, como en el caso de la inmersión, pero siempre asegurando que las cumplían.

Aragonès, por su parte, hace algunos años se mostraba ufano con carteles que decían que “España nos roba”. Y hoy, ya como máximo responsable de las finanzas de la Generalitat, apunta en la misma dirección cuando retoma el discurso victimista del supuesto “déficit fiscal” excesivo o de una presunta “asfixia económica” del Gobierno contra Cataluña. Ahora, tras constatar el fracaso del proyecto secesionista, reclama “volver a Pedralbes”, en referencia a la propuesta del Govern a Sánchez para abrir una negociaciación bilateral, relator incluido.

Por último, Junqueras no solo cumple condena por sedición sino que --junto a la todavía número dos de ERC, Marta Rovira, la misma que prometió entre sollozos llegar “hasta el final”-- fue quien impidió que Puigdemont convocara elecciones en octubre de 2017 y le forzó a precipitarse por el abismo de la DUI. Su pretendida moderación posterior solo es uno de los múltiples efectos pedagógicos de la cárcel.

Y estos tipos son aquellos con los que un grupo de intelectuales --entre ellos, algunos de los impulsores del procés-- reclaman “una negociación política sobre Cataluña”.

Ni JxCat ni el PDeCAT son reinsertables. Y ERC ha demostrado una y otra vez su deslealtad --que se lo pregunten a la última en fiarse de ellos, Soraya Sáenz de Santamaría, a la que su relación con Junqueras le acabó costando la carrera política--. De hecho, siguen avalando y promoviendo los boicots del Tsunami Democràtic y de los CDR, cuyos constantes cortes de carreteras --ante la pasmosa pasividad de los Mossos y de la Guardia Urbana de Colau-- han llevado a Seat a advertir de que podría irse de Cataluña.

No hay pista de aterrizaje que se les pueda ofrecer.