Uno de los principales errores de los sucesivos gobiernos y partidos de ámbito nacional en los últimos 40 años es haber perdido la batalla del lenguaje frente al nacionalismo por incomparecencia.

La mirada cortoplacista de los que ostentaban el poder y de los que querían alcanzarlo les ha llevado siempre a ceder ante los que pretenden fracturar el país, también en aspectos aparentemente inocuos, como es el uso de las palabras. Un despropósito en el que han colaborado activamente los acomplejados por temor a ser tildados de anticatalanes.

Así, no ha habido respuesta cuando se ha hablado de buscar el “encaje” de Cataluña en España --en verdad, se trataba de contentar a los nacionalistas--; de “normalización lingüística” --en vez de imposición del catalán--; de “federalismo asimétrico” --un oxímoron en toda regla--; de “hecho diferencial” --en realidad, una justificación para obtener privilegios--; de “derecho a decidir” --en vez de referéndum secesionista--; de “transición nacional” --en vez de intento de secesión unilateral--; de “elecciones plebiscitarias” --cuando eran autonómicas--; de “España y Cataluña” --como si fueran dos realidades ajenas independientes y en el mismo plano--; de “movimiento vasco de liberación” --para referirse a la banda terrorista ETA--; de “catalanismo” como algo positivo, moderno y progresista, frente a “españolismo” como algo negativo, antiguo y rancio; de “lengua propia” --para referirse al catalán y situar el español como una lengua ajena, impuesta o extranjera--; de “Estado español” --para referirse a España, salvo en el caso del lema “España nos roba”--; de “un solo pueblo” --para justificar la uniformización nacionalista y negar el “un solo pueblo” a nivel español--; de “presos políticos” --en vez de presos acusados de rebelión--; de “exiliados” --en vez de huidos de la justicia--; de “presidente legítimo” --en vez de expresidente de la Generalitat fugado-- y, en los últimos tiempos, de “una república proclamada pero pendiente de implementar”.

Ahora, el Gobierno de Sánchez vuelve a cometer el mismo error. Aceptar la figura de un “relator” para negociar con los independentistas es lo mismo que admitir que hace falta un “mediador” para solucionar el desafío del nacionalismo catalán. Y, al contrario de lo que señalan los terceristas, no es una cuestión inofensiva. Es otra gran victoria del independentismo. Supone asumir que España no es un Estado de derecho democrático pleno capaz de hacer frente a los problemas internos a través de sus instituciones. Si finalmente el Gobierno acaba mercadeando bajo la mirada del relator --y pese al teatrillo del viernes pasado, todavía no se ha dicho la última palabra en esta cuestión--, sería un precedente de trascendencia histórica y con repercusiones internacionales.

En cualquier caso, todo este despropósito tiene su origen en otra batalla del lenguaje perdida por el constitucionalismo: la de tildar el desafío nacionalista como un “conflicto político”. No, el desafío secesionista no es ningún conflicto político, se trata únicamente de que los dirigentes políticos independentistas, al constatar su incapacidad para cambiarlas, han optado por saltarse las leyes en vez de gestionar la frustración.

Sánchez tenía la oportunidad de haber plantado cara a quienes ya han demostrado estar dispuestos a todo para fragmentar el país. Podía haberse presentado en la batalla del lenguaje, de la tergiversación, de la perversión de los conceptos, de la propaganda nacionalista, de la posverdad. Pero, como hicieron todos sus antecesores, ha preferido huir a cambio de un plato de lentejas que le permita seguir en la Moncloa un año más. Y encima, para su desgracia, puede que ni siquiera consiga esas migajas y tenga que adelantar las elecciones.