La sequía, como todo en la naturaleza, es cíclica. Los periodos de repetición pueden ser más o menos amplios, pero siempre se dan. Erupciones, glaciaciones… todo vuelve tarde o temprano. Por lo tanto, la situación excepcional de falta de agua hay que afrontarla con preocupación, sí, pero sin enloquecer. Eso no quiere decir que no debamos exigirle a la Administración que gestione el problema –va tarde… otra vez–, y estaría bien que estos episodios nos sirvieran para concienciarnos acerca del derroche al que estamos acostumbrados. Hay que ir cambiando los hábitos ultraconsumistas poco a poco porque, de lo contrario, entraremos de lleno en otro tipo de consumismo: el de consumismo jersey, consumismo coche y consumisma mochila por los años de los años.
En España, se registran largos periodos sin agua en casi todas las décadas, mientras en el caso concreto de Cataluña las dos sequías más graves que se recuerdan son la de 1994 –con restricciones de grifo–, previas a las fatídicas inundaciones de otoño, y la de 1970, la que menciona la Generalitat como referencia; la compara con la extrema situación actual. Por lo tanto, no se puede decir que esto nos ha cogido por sorpresa, que es algo insólito, entre otras cosas porque hay datos históricos y porque hace más de dos años que no llueve. Tiempo ha habido para tomar decisiones. Pero, de nuevo, vamos tarde. Recuerda a lo que pasó con el Covid-19.
Igual que ocurrió con la pandemia, la sequía no se veía venir. Como pasó con el Covid-19, los partidos políticos son incapaces de ponerse de acuerdo, pues priorizan sus intereses electoralistas –y no olvidemos que estamos a dos meses de las municipales–. También sucedió con la crisis sanitaria que nuestros dirigentes no saben ni por dónde empezar, cuando el sentido común dice que hay que rodearse de los entendidos en la materia para hallar soluciones al problema, pero parece que son más importantes las guerras fratricidas del independentismo. Del mismo modo que entonces, se avecinan restricciones para tapar la nula gestión y sanciones sin ton ni son. Y, por qué no, tampoco le va mal al poder tener a la población preocupada por cualquier asunto, pues así es más fácil mantenerla bajo control. Suerte tenemos de las desalinizadoras –insuficientes a todas luces–, de los acuíferos y de otros recursos que están alargando la agonía, pero hay que actuar ya. ¡Que Dios nos pille confesados!