De Salvador Illa se conoce con detalle su reciente paso por el Ministerio de Sanidad en el momento de mayor importancia histórica de esa dependencia gubernamental. Poco, o casi nada, se sabe sobre su papel previo en la política catalana. Más allá de su experiencia como concejal y alcalde de su pueblo de nacimiento (La Roca del Vallès), el candidato socialista a la presidencia de la Generalitat dedicó unos años, los del tripartito con ERC e ICV, a la administración autonómica, ocupado en las infraestructuras del área de Justicia (prisiones, básicamente). Después aterrizó (2010-2016) en el Ayuntamiento de Barcelona, institución en la que ocupó diferentes responsabilidades en la gerencia económica y en la coordinación del grupo municipal. En alguna ocasión anterior le tildé de tecnócrata químicamente puro, que tomaba lecciones de política con sus mayores.

Su capacidad para el orden, la transacción y el diálogo fueron determinantes para que Miquel Iceta le designara a finales de 2016 secretario de organización del Partido Socialista de Cataluña (PSC). Con su espíritu de alférez de milicias, Illa debía poner normas en una organización recién implosionada por la colisión de sus diferentes almas y que perdía fuerza política a un ritmo trepidante. Acababa de salir Pere Navarro de la cúpula y tras el incendio de las ideas (las sucesivas rebeliones de sus capitanes) y las personas (los soldados de la militancia) en la calle Nicaragua, Illa fue asignado a la misión de reconstruir una organización que se deshacía como un azucarillo en el área metropolitana de Barcelona por su incapacidad para dar respuesta a la agenda procesista que el soberanismo ponía sobre la mesa. Muchas voces han atribuido en las últimas horas a Iceta el acierto de mantener a flote el partido ante esas adversidades, pero en justicia, como él reconoce, su mayor atino fue el nombramiento de Illa. Lo ejemplificó con las chapas que regaló a sus subalternos y que rezaban, literalmente: “El que digui el Salvador (Lo que diga Salvador)”.

Serán su orientación católica o la breve experiencia militar de su juventud las cualidades que permitieron al aún ministro de Sanidad, desde la discreción y una cierta humildad, tejer en silencio nuevas complicidades alrededor del PSC. Suya es, por ejemplo, la presencia del socialismo catalán en Sociedad Civil Catalana. Es menos sabida, pero constituye cuestión nuclear en la propia existencia de la entidad que plantó cara al procés de manera transversal. Fue una tarea nada fácil por la necesidad permanente de templar gaitas ideológicas que siempre ha vivido esa casa, incluso en el momento de mayor efervescencia de sus adversarios.

También es el artífice de la reconstrucción de puentes con el empresariado catalán, ahora una burguesía acobardada y medio cómplice por el secuestro al que la sometió Jordi Pujol. Esa relación, interlocución dirían los esnobs, es uno de los méritos previos a la experiencia ministerial. El Círculo de Economía se acercó a Illa, pero también Foment del Treball, Pimec o las grandes empresas de la órbita del gigante financiero que comanda Isidro Fainé. Consiguió que el centro izquierda del PSC resultara para la élite del empresariado catalán más fiable y moderado que los nacionalistas conservadores. De ese éxito es único y solitario muñidor. A Iceta le interesaban relativamente menos esas materias y el escudero que ahora le sustituye asistía discreto a todas las reuniones para hilvanar luego acuerdos, compromisos y complicidades varias. Respondiendo mensajes a horas intempestivas si era necesario, pero dando siempre la cara.

Se trata de un menudeo político que se practica cada vez menos. Territorio, sectores y grupos de opinión no son del agrado usual de los líderes prefabricados o de altos vuelos personales. La semana pasada, tras conocerse la designación de Illa vía dedazo monclovita, un alcalde barcelonés recordaba en redes sociales como el flamante candidato le llamó cada día que duró un complejo conflicto provocado por una mini revuelta social que había estallado en su población. Apenas se dedicó a darle ánimos y a acompañarle en el sufrimiento político. Su secretario de organización estuvo ahí, constante.

Sin minusvalorarle, la mayor virtualidad del candidato socialista parece situarse en su presencia permanente. Lo ha hecho en la gestión de la pandemia, por la que ha recibido críticas y alabanzas a capazos y a partes casi iguales. En ningún momento del horroroso 2020 escurrió el bulto mientras una parte del socialismo catalán se preguntaba dónde estaba Iceta. Cuál era la morada pública del primer secretario del PSC cuando la gestión inexistente de la Generalitat era una oportunidad próvida para ejercer de oposición y mostrar la alternativa de un partido que había perdido incluso la competencia política de Ciudadanos tras su tan sorprendente como masivo éxodo madrileño. El relevo al frente de la candidatura quizá llega tarde para quienes la habían diseñado años atrás. No es solo, por tanto, una apuesta por la seriedad frente a la frivolidad de que se ha revestido Iceta, un político que siguió al frente del PSC gracias a la maniobra del independentismo que en mayo de 2019 decidió impedir su nombramiento como senador autonómico y eventual presidente del Senado.

Las posibilidades del PSC para inducir cambios políticos en Cataluña son todavía inciertas, pero nadie en Barcelona duda de que Iván Redondo y Pedro Sánchez han auscultado toda la demoscopia disponible para conocer cómo impactaría un nuevo candidato en la recta final de la precampaña. Es obvio que el nacionalismo, a pesar de sus batallas, sigue vigoroso, sobreviviendo gracias a la renta que proporciona la pulsión emocional del procés. Es igual de cierto que, después de una década de pulso al Estado, entran en juego factores políticos inexistentes hasta ahora: necesidad de poder y recursos, cansancio nacionalista y sensación de engaño. Contra esas certezas, propicias para la apuesta de Illa, juega que hoy el PSC se parece más que nunca en la historia reciente al PSOE de Ferraz. Y eso repugna sobremanera al nacionalismo más activo, que se encargará de extender esa especie.

Los primeros mensajes de Illa nada más aterrizar son inequívocos: no regresa él, regresa Cataluña. Intentará mostrar al electorado socialista clásico que es el momento de recuperar el tiempo perdido, las energías malgastadas y la reputación evaporada por mor de la deslealtad y la provocación del soberanismo al resto de españoles. En tiempos en los que los votantes no son ya de ningún partido en el sentido clásico de antaño, la oportunidad está abierta. Por esa vía del sentido común, del “orfanato socialista” como apoda Iceta al espacio posibilista que puede cobijar un cierto catalanismo leal, o de movilización de abstencionistas hastiados, el PSC ha roto la campaña que se prometían disputar en solitario los radicales de Junts per Catalunya o los metamorfoseados republicanos de ERC.

Suceda lo que el electorado decida el 14F, la irrupción de Illa es una garantía de que el PSC presenta una baza con posibilidades electorales y no se conformará con ser un mero espectador pasivo. Pasó en las elecciones municipales, donde los socialistas convencieron a Ada Colau la misma noche electoral de que podían evitar una alcaldía barcelonesa independentista, o sucedió en la Diputación de Barcelona, que gobiernan con JxCat en un pacto que les permite recuperar el control municipal histórico achicando el espacio de ERC en el ámbito local de la Gran Barcelona.

En la práctica, si el PSC se compara con alguna figura mitológica es con la griega del ave fénix, que tras arder por completo renacía de sus cenizas. Esa es la misión que lleva cumpliendo el nuevo candidato desde su aterrizaje en el aparato. Ahora, la de modernizar un orfanato electoral que pueda cobijar a tanto votante huérfano.