Cuando aparece una información como la del espionaje a más de 60 representantes del mundo independentista y su entorno conviene preguntarse a quién y a qué favorece. Más que nada, porque estos hechos sucedieron hace dos años y ya se habló de ello, pero regresan ahora con más fuerza porque una investigación periodística ha dado a conocer todos y cada uno de los nombres de los afectados, y se nos presentan de una manera sospechosamente organizada y estudiada. Por el momento, este escándalo ha logrado enfriar las relaciones entre Generalitat y Gobierno y avivar las tensiones dentro de un independentismo que solo se ha unido en apariencia para hacerse la víctima. A ver si, de una vez, el món els mira, aunque los perjudicados por Pegasus tienen la cara un poco dura.
Se supone que Pegasus fisgoneó en los teléfonos de los afectados por ser parte activa del procés, ese movimiento transparente y democrático que casi nos lleva a la ruina social y económica. Por ello, entre las víctimas –y otros que se suben al carro– de este espionaje deleznable por ser al margen de la ley y (parece) del CNI todo son aspavientos, caras largas y acusaciones a España/Gobierno/Estado sin más fundamento que una sospecha y una certeza: que el spyware empleado solo se vende (a priori) a Gobiernos y servicios de inteligencia. La cuestión es echar gasolina a las brasas, a ver si se reavivan. Y la realidad es que nadie puede demostrar hoy por hoy quién compró el programa, quién lo usó y para qué. Pero no todo son penas: algunos, como Gonzalo Boye, ya están rentabilizando esta violación de la intimidad que debería ponernos a todos en alerta.
Pero viajemos unos años atrás para entender mejor esta indignación de los espiados. En 2017, meses antes del referéndum, el exsenador Santi Vidal (ERC) aseguró en un coloquio que la Generalitat había obtenido los datos fiscales de los catalanes de forma ilegal. El Govern lo negó, hubo una auditoría y aquí no pasó nada. Más adelante, Protección de Datos inició una investigación para determinar cómo se habían obtenido los datos censales para la consulta del 1-O, pero la archivó al no lograr identificar al responsable. Y tampoco pasó nada. Recordemos, también, que ese mismo año se destapó que el Ejecutivo catalán, por medio de los Mossos, había espiado de forma ilegal a políticos, periodistas, abogados y entidades de ideología contraria a la gobernante. ¿Alguno de los moradores del Palau de la plaza Sant Jaume o del entorno alzó la voz? No lo recuerdo. ¿Y qué hay de la ONG del catalán que espía a los niños en los patios de los colegios para ver en qué idioma hablan? Dicho de otro modo, solo ellos pueden espiar al margen de la ley.
Pese a todo, el caso de Pegasus, que algunos ya se encargan de bautizar como Catalan Gate para darle más empaque y un toque internacional, no deja de mostrar lo vulnerables que nos hemos vuelto a medida que hemos incorporado tecnología a nuestro día a día. El mundo es un Gran Hermano aceptado por cuestiones de seguridad, pero la realidad es que estamos expuestos a no sabemos qué ni quién. Todos somos víctimas de espionaje a través de las cámaras, los micrófonos, los algoritmos y los localizadores de los aparatos electrónicos. Regalamos nuestros datos sin ser conscientes de lo que hacemos –eso, en el caso de que sepamos que los estamos cediendo–. Hay quien comercia con ellos y acaban en manos de terceros que los usan a peso para, por ejemplo, adaptar la publicidad que nos tiene que aparecer en la pantalla en función de la edad y el sexo, pero quién sabe si hay o habrá alguien dedicado a estudiar cada caso particular y conocer más de nosotros que nosotros mismos. Estamos vendidos, y quien debería regularlo no hace nada.